lunes, noviembre 21, 2005

 

El Ataque de la Mujer Rinoceronte

Un miércoles por la noche me planto en Plaza Nova, la más concurrida de la ciudad, donde he quedado con unas criolas para tomar algo. Estamos en pleno mes de julio. La metamorfosis que sufre este lugar en verano es extraordinaria. Multitud de emigrantes regresan a su amada tierra para pasar las vacaciones. Cuando llegué aquí, me pareció divertido que la gente paseara dando vueltas y más vueltas a esta plaza. ¡Pero qué habrían de hacer, si no tienen ni un mal bulevar que echarse a los pies! Y qué mejor que dar giros siempre al mismo sitio: así te encuentras a todo el mundo. Es una costumbre muy arraigada, incluso tiene un nombre: hacer grog. Es por la semejanza (subjetiva) de los bueyes dando vueltas para que el molino triture la caña de azúcar. Bien, pues en los meses de estío les vendría bien una rambla; esto es un auténtico hervidero. Tanto que no hay quien camine ni distinga a nadie unos metros más allá. Las criolas sugieren que busquemos tranquilidad y vayamos a comer morena frita y beber una cervecita a Ribera Bote, un barrio cercano al centro menos abarrotado y más genuino.

Llegamos al bar Esmeralda; es una caseta circular decorada sino con gusto, sí con dedicación. Las paredes están formadas por esas placas onduladas de PVC que se usan habitualmente como techumbre; hasta la puerta del lavabo la han hecho con lo mismo. Unas cuantas ventanas, cubiertas parcialmente por raídas cortinas amarillas nos comunican con el exterior. El techo, que por lo visto lo colocaron hace poco, es una red metálica cubierta de paja, con luces multicolor de arbolito de navidad, de esas que hacen un guiño cada pocos segundos. A modo de cuadros cuelgan unas fotos (repetidas) de platos de comida: una especie de zarzuela de pescado y unos hojaldres rellenos. No son platos típicos de Cabo Verde y tampoco los cocinan aquí; es sólo decoración. En realidad son estridentes manteles individuales adquiridos, probablemente, en un bazar chino. También hay un póster con una receta equivocada de la caipirinha en varios idiomas. Queriendo combinar con las cortinas, manteles y sillas de un amarillo muy distinto; y unas omnipresentes luces de neón verde un poco chillonas que deben justificar el nombre del local.

La comida tarda: lo bueno se hace esperar. El canal de deportes retransmite una interesantísima competición de saltos de hípica mientras unas enormes columnas de sonido escupen música zouk a todo trapo. Hemos huido del gentío; pero tranquilidad, lo que se dice tranquilidad... A nuestra derecha, dos hombres toman un grog en silencio, completamente encorvados sobre la mesa, echando un ojo a la pantalla de vez en cuando. A mi espalda, tres mujeres y dos hombres disfrutan de una amena velada; comida, bebida y muchas risitas.

De pronto, una mujer entra en el bar y se dirige decidida hacia ellos. Debe tener alrededor de los cuarenta, es muy corpulenta y su rostro malcarado trae a mi conciencia
la imagen de un rinoceronte. No le doy importancia hasta que oigo el primer alarido. Vuelvo la cabeza y ahí está, dándome la espalda y gritando a uno de los hombres que hay sentados: “¡Perro callejero!” (es el término preferido por las mujeres de aquí para designar a su hombre cuando es infiel, mujeriego, juerguista, etc. No obstante, creo que si pudieran elegir, preferirían no tener que usar ninguno). Le vomita las palabras encima, impetuosamente y, para acompañar su afectuoso discurso, agarra un bote de malagueta que hay sobre la mesa e intenta estrellárselo contra la cabeza. Él se levanta tan rápido como puede, la silla cae al suelo estrepitosamente. Por suerte consigue interceptar su brazo y el bote se hace añicos junto a sus desgastados zapatos. No es sólo el daño que le podía haber hecho el golpe. Yo diría que si esa salsa del diablo entra en contacto con sus ojos, le deja ciego una semana. (La malagueta, prima hermana del tabasco, es el aderezo nacional y nunca falta en la mesa; se hace con aceite, vinagre, aguardiente y unos endemoniados pimientitos muy picantes, peligrosamente parecidos a los pimientos de Padrón. Un día, confusamente, estuve a punto de freír unos cuantos para acompañar un filete de pescado. En el último instante, un oportuno consejo caído del cielo me salvó).

Me levanto de un salto y me aparto de la enloquecida fiera, tengo pánico de cualquier lesión que requiera atención médica. (Algún día explicaré los pormenores de una noche en “urgencias”). Tras errar el ataque químico, se contenta con lo que queda y trata de agredirle con la mayonesa, el ketchup y, por último, las vinagreras. Más que lastimarle, parece que quiera hacer una ensalada con él; o comérselo, tal vez. Uno tras otro, yerra todos los embates. Mira a su hombre con ácido en los ojos y le insulta: “¡Cabrón, mal nacido... Perro!”; así como a las pobres acompañantes: “Zorras, sois unas malditas zorras”. Nunca entenderé esa manía universal de ofender a base de nombres de animal. Sería mucho más propio ofender con el nombre, por ejemplo, de un cuñado o una cuñada. El tipo está hecho un auténtico flan. El dueño del bar saca a la mujer rinoceronte hasta la puerta con la agresividad pertinente y consigue que se calme un poco. Ésta cambia de táctica e intenta volverse dulce: “Venga... vayamos a casa”, le dice al marido tratando de mostrar ternura. Sin embargo, él ha de defender su orgullo de macho a cualquier precio y, aunque su situación es jodida, se niega.

Al sentirse no sólo cornuda sino también rechazada, comienza a aullar de nuevo y aprieta los dientes como un pit bull rabioso. Vuelve el furor, sus ojos chispean. “¡Explícame que te dan esas putas, explícamelo!”. Las señoras (a mi entender erróneamente denominadas) que acompañan al adúltero quieren marcharse y se disculpan ante él. La escena es hilarante. El tipo está con una estúpida cara de susto y los ojos muy abiertos, mirando a su mujer a unos pocos metros, suplicándole silenciosamente que se marche y acabe con tan ridiculizante viñeta. Por otra parte, al sentir el golpecito inquisitorio en el hombro de una de sus amiguitas, se gira, se pone digno y en un tono amable aunque imperativo les dice que aquí no pasa nada: “Sentaos, esto lo arreglo enseguida”. Claro que las pobres señoras, aún queriendo marcharse, no las tienen todas consigo. Tienen que pasar al lado de la energúmena, plantada junto a la puerta con un puño en alto. ¡Y menudo puño! Pasados unos minutos la presión que ejerce sobre ella el dueño del bar da resultado, se cansa y se retira, tras obsequiar a la concurrencia con la versión oral del best-séller “Cómo insultar a un hombre infiel”.

Tomamos asiento, el espectáculo terminó. El corrupto vuelve a la mesa, aunque su amigo le ha abandonado. Puede que haya sentido pánico de verse en la misma situación y haya corrido hasta su casa para abrazar a su esposa. No hay bien que por mal no venga, ahora el perro callejero tiene tres (señoras) para él solito. Aunque la jarana ha decaído: sus caras denotan seriedad y nerviosismo.

Nosotros comentamos la jugada con risas, liberando tensión. De repente, en la ventana que tengo justo delante, aparece una cara congestionada que embiste el cristal y se pega a él berreando. Hasta creo ver su campanilla titilando. Era una necedad pensar que se iba a rendir tan pronto. Una ínfima aunque dolorosa convulsión me recorre el cuerpo. Esta histérica me ha dado un susto de muerte. ¡Joder; pero si yo no le he hecho nada! Su repertorio es limitado, pero no le importa repasarlo: “¡Cabrón, putas, perras, etcétera!”. Escupe las palabras con el brío de una ametralladora M60. Para animar aún más el cotarro, aparecen un par de jovencitas de unos doce y catorce años (las hijas) y una señora (la cuñada) que tratan de llevarse a la potencial parricida. Al ver a sus hijas el tipo se levanta y sale del bar. En la calle la disputa sube de tono y debido a la mortecina luz se convierte en un show espeluznante. “Esto es una merienda de negros”, pienso automáticamente. ¿De dónde demonios vendrá esa expresión? Las niñas lloran, empujones por aquí, agarrones por allá. “¡Lo mato; las mato!”. Y la cuñada: “No, que te buscas la ruina”. Y el marido: “Pero si sólo estaba cenando”. Las amiguitas aprovechan la confusión para hacer mutis por el foro casi de puntillas. El infiel y ahora perdedor las ve marcharse, mientras la cuñada trata de contener a la mula enardecida que es su mujer.

Aunque ésta, al ver que ha truncado los planes del marido y le ha jodido la noche, se siente satisfecha ¡y se marcha conteniendo la risa! El desventurado entra, se sienta (ahora solito) y pide un aguardiente. El dueño del bar hace bromas, ahora todo son risas balsámicas, de esas que se despilfarran tras un momento difícil. Realmente lo ha sido. Hasta para nosotros que, infelizmente hemos salido perjudicados por la contienda. La malagueta con la que íbamos a acompañar la morena yace desparramada por el suelo y no tienen más. Ya se sabe, dicen los entendidos que toda guerra tiene efectos colaterales. No obstante, tras haber oído algunas historias y haber contemplado ésta en directo, no alcanzo a entender cómo, por muy fuertes que sean las pulsiones sexuales, los caboverdianos tienen cojones de ser infieles a sus mujeres.

21/11/2005

© Fermín San Vicente


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lunes, noviembre 07, 2005

 

Todo sobre Maio (V)

Un buen rato después del amanecer, tras soltar unos cuantos manotazos y dar los buenos días a las 10 o 12 incordiantes moscas de rigor, nos llega una buena noticia por vía telefónica. El barco atracará con dos horas de retraso, lo que nos concede el privilegio de otra cabezadita. Algo que no tiene precio tras el duro día de ayer. ¡Bendita impuntualidad!

Recogemos a nuestros amigos, que según cuentan, han tenido un buen viaje. Jorge es blanco, a pesar de ser criol. Y cuando digo blanco, no me refiero sólo al color de la piel. En San Vicente he visto muchos criolos y criolas más blanquitos que yo, sin duda. Sin embargo, siempre tienen algún rasgo autóctono. El pelo rizado, la nariz ancha, la boca pronunciada... Pero al llegar a Praia encontré blancos 100 por 100. Claro que eso es una apreciación totalmente personal (y muy mal encajada). Por ejemplo, un cuñado de Andrea: blanco. Compartimos mesa durante un par de horas. “¡Jóder, menudo criol! Podría ser mi tío”, pensé. Yo no sabía nada de eso, cosa un poco estúpida por mi parte; ¿acaso no hay españoles negros? El caso es que más tarde, al comentar que el sujeto en cuestión era blanco, Andrea casi me come vivo. “¡No es blanco, es caboverdiano!”. “Ya; será caboverdiano, pero es blanco”, vuelvo a repetir. “No es blanco, es criol. Concretamente de la isla de Fogo”. “¿Y entonces no es blanco?”, vuelvo a cuestionar. “No”. Bien; lección aprendida: ser caboverdiano te exime de ser blanco; algo que puede resultar ventajoso (en algunas ocasiones).

En el pueblo se comenta –tranquilamente- que el barco sólo ha traído pasajeros, nada de mercancías; ni comida: cosa delicada. Hasta los huevos vienen de Praia. Y eso que en la calle hay casi tantas gallinas como cabras. Ves a saber, quizá están en huelga pidiendo el derecho a una alimentación más digna.

Entrada la mañana voy en busca de otro lugar para navegar por internet (aunque sea en barca de remos). He recopilado la información necesaria; sin contar aquella maldita tienda de fotos donde me tomaron el pelo, tengo dos opciones más. El primer objetivo, una tienda de no sé qué (nunca lo averiguaré); a pesar de estar en horario comercial está cerrada. En la ventana hay un letrero que dice: “Con ADSL es mucho más rápido”. ¿ADSL? Me agito un poco ante la posibilidad de un orgasmo virtual en el ciberespacio. Me dirijo al mercado municipal, que está justo al lado y pregunto a una amable señora que vende patatas y boniatos. No sabe nada. Sin embargo, un señor que zanganea felizmente recostado en una silla se levanta un poco el sombrero, me mira y me pone al corriente de la situación. “¿El de la tienda de al lado?”; y él mismo responde: “No tiene mucho trabajo, así que no suele estar”. “Claro, una forma muy efectiva de no tener trabajo”, le digo. Cabo Verde va para adelante, aunque por lo visto lo hace zigzagueando. Es más largo, pero también más divertido. Aún me queda una opción, el Casal de Juventud: mi última esperanza. Me planto allí y, tal como me habían dicho, tienen diez ordenadores, aunque uno sólo con conexión y ocupado. Los demás están a disposición de quien quiera usarlos, gratuitamente. Tras pedir permiso, enciendo uno de ellos. Windows del año 95 en español. Siento una punzada de añoranza, no sé si de mi tierra o de los tiempos pasados. Transcurrido un rato me ofrecen el ordenador que tienen en secretaría. Navegando por internet en un despacho y sentado en una silla comodísima. Como un rey. Pregunto el precio, “3€ una hora”. ¿Y media hora? La chica me mira como si (yo) fuera idiota. “¿No sabes dividir?”. “Pues claro que sé, pero en esta isla hay gente que no”. Me pongo en faena, revuelvo un poco en el PC y me encuentro una conexión a 256k, por 1,50 la media hora. Sin poder, ni querer evitarlo, cojo papel y lápiz y saco una sencilla regla de tres. Aquel forajido de la tienda de fotos debiera cobrar 25€. claro que por una hora entera, con su generoso descuento, me la dejaría por 35€. Simplemente, precio de puticlub. Por lo que yo debiera preguntarle que si la señora que atiende el mostrador es su mujer y que si podemos hacer un arreglillo. Aunque me temo que entonces el precio subiría muchísimo más aún. Mejor olvidarlo.

Un rato después entro al BCA a sacar dinero. El banco más concurrido del país. Antes era nacional, desde hace unos años es portugués. El neocolonialismo es igual de productivo y mucho más disimulado. Me sorprendo enormemente, no puedo creerlo. Tienen esos postes con una cinta que sirven para hacer cola y guardar el turno. ¡Como en el aeropuerto! ¡Y en Maio! En la supuestamente avanzada Mindelo, en el centro, hay dos oficinas del BCA. Son perfectamente diferenciables. La más concurrida, en la Rua Lisboa, tiene forma oblonga y se entra a ella por una esquina. Un larguísimo mostrador la atraviesa, con cinco puestos de atención que suelen funcionar al 80 por ciento. Se hace una cola única en paralelo y al que le toca el turno va hacia el primer cajero que queda libre. Todo muy normalito, la única pega es que si dejas un espacio considerable entre tú y el que tienes delante, puede venir alguien y ocuparlo. A mí ya me ha pasado media docena de veces. Parece extraño, lo sé. Pero si lo piensas detenidamente tiene su lógica. Una vez conocí a un tipo en un tugurio que decía: “Agujero que veo, agujero que tapo”. Así que lo mejor es encular al de delante. La otra sucursal está en Plaza Nova y tiene más miga. Hay tres cajas, sobre una de ellas pende el letrero “grandes movimientos”, pero no pone cuánto es uno de esos y, dado que la oficina es cuadrada, por poner alguna excusa, la gente normalmente hace colas independientes. Es infinitamente más entretenido. Cuando entras miras la disposición de los cajeros y tratas de recordar cual de ellos (o ellas) es el menos empanado; aunque en definitiva la suerte es la que va a decidir cuanto tiempo has de estar en el banco. Precisamente allí, hace un par de meses, mientras jugaba al “a ver cuando me toca”, la directora se levantó de su silla y puso firme a todo el mundo alarido en boca. Dispensando gritos a diestro y siniestro, reorganizó las colas y pidió intimidad para las operaciones de sus clientes. A mí me parecía pura utopía. De hecho, tener a alguien al lado que te apoya, te comprende y puede comentar tus movimientos bancarios no está tan mal. Todos obedecieron como mansos corderitos. Y yo me sentí importante. “Estoy asistiendo a un momento histórico”, pensé. Dos semanas más tarde la cosa volvió por los mismos derroteros.

Tras salir de la oficina futurista del BCA, encuentro a aquel tipo que viajaba en el barco con un macaco. Está con unos críos que también tienen macacos. En total hay tres: parecen clones. Tal vez sea alguna asociación de amantes de los animales. Les pregunto si los otros tampoco tienen dientes y no contestan; sólo se ríen. ¡Qué cabroncetes!

Ya por la tarde, cuando el opresivo calor declina, doy un paseo con Andrea. Pasamos junto a la iglesia y me pregunta si quiero entrar. ¿Y por qué no? No obstante, llevo una pinta de rarito tremenda: unas chanclas de indigente a las que tengo muchísimo cariño, unos pantalones cortos que ya han absorbido la mitad del polvo de la isla y una camiseta un poco andrajosa de color amarillo con las mangas cortadas y la caricatura de un niño con una jeringuilla en la mano. Muy apropiada. Aún la salva que puede leerse “Diabetic”. Es la portada de un E.P. de Mogwai. Andrea, armada de prudencia, opina que lo mejor es preguntar y se dirige a dos jóvenes que pasan cerca de nosotros. “¿Creéis que habrá algún problema porque entre así a la iglesia?”, les dice mientras me señala ladeando con la cabeza como si yo fuera un bicho raro. Los chicos se ríen “¿Y por qué no va a poder entrar así?”. Para mí la pregunta no es tan descabellada. En la Catedral de Barcelona hace unos años que instauraron la medida de no dejar entrar con chanclas o bermudas; esto vino dado sobre todo por los guiris. Defendían y defienden algunos católicos, que es una medida muy apropiada, que visitar el templo con esa vestimenta ¡es una falta de respeto a Dios! Curioso, la mayoría de veces que he visto al Hijo representado, va en taparrabo y con los pies sucios. Entramos en la iglesia, es básica pero bonita. Aunque creo que para un país como éste el catolicismo, que es el culto mayoritario, es una tomadura de pelo. Las figuras que representan a los santos, como las dos que hay en este templo, ¡son blancas! Al menos podían tener una de La Virgen de la Moreneta. Imaginemos a cualquier nación de blancos practicando con total normalidad una religión en que casi todos los santos fueran negros. Creo que aquí ni se lo plantean. Llevo a menudo una camiseta con la cara de un negro muy enrollado que sentencia: “Jesús was a nigga” (Jesucristo era negrata). La de veces que he tenido que explicarlo. Pero nada, no lo pillan.

Salimos de la iglesia, un hombre en la plaza se dedica a podar los árboles, sierra eléctrica en mano. Parece un trabajo duro. En las ramas cercenadas veo restos de guirnaldas de papel que, a juzgar por la capa de mugre que acumulan, deben ser de una verbena del siglo pasado. Metiéndome donde no me llaman, le pregunto al hombre si no va a aprovechar para sacar esos sucios papelillos de ahí. “No, yo sólo podar”, me responde riendo.


Amanece un nuevo día: mi vida en Maio. ¿Alguna vez viví en otro lugar? Nuestros amigos de la capital programan una nueva excursión, a una playa cercana a Calheta. Creo que sería capaz de vivir en esta isla una buena temporada, pero semana y media de turismo ya me parece demasiado. Yo me planto. Decido quedarme en casa a pasar un día tecnológicamente plácido frente al ordenador. Sólo saldré para hacer un recado. La semana que viene es el Festival Musical de Bahía das Gatas y no queremos perdérnoslo. La voz popular asegura rotundamente que el barco vendrá en tres días con comida y se llevará pasajeros de vuelta. Hoy es viernes y el Tarrafal, el barco que hace el trayecto de Praia a San Vicente saldrá de allá el miércoles por la noche. Así que por si acaso me dirijo a la TACV, la compañía de vuelos nacional en la que “Viajar es un placer” (aunque debe ser tal sólo para masoquistas). Mi intención es hacer una reserva para el vuelo del miércoles. Me suena haber visto la oficina, pero a pesar de llevar aquí 10 días, todavía no domino el pueblo. Me pongo a andar llevado por la inercia, esperando que el dios sol no me desintegre. Llego a los lindes del pueblo casi sin darme cuenta y ahí está la oficina; la encontré, en el culo del mundo. Me acerco a la puerta, pasan 5 minutos del mediodía y un letrerito dice que la hora de cerrar son las 12 en punto. Hay gente dentro y la puerta está abierta. Entro con naturalidad y me siento a esperar, nadie me dice nada. En el mostrador hay dos niñas de unos 13 años; una de ellas lleva unos tacones que deberían estar sujetos a la misma prohibición que el alcohol. ¡Qué país! Cuando acaban, ante la pasividad de los demás me cuelo vilmente –me deben unas cuantas. El afectado reacciona un minuto después y protesta; pero mientras me hago el tonto y le pido disculpas el que atiende dice que ya puestos es un momento y me hace una reserva rapidísima. Este tipo tiene sangre sueca. Aunque le ha cambiado algunas letras a nuestros nombres. Debe ser el pistolero más rápido de la TACV, está desperdiciando su carrera aquí. Cuando vas a hacer una reserva en San Vicente siempre sabes cuando entras, pero nunca cuando vas a salir, aunque haya poca gente. A veces te preguntas, ¿qué les pasará a estas pobres chicas? Cuando me dispongo a salir de la oficina son cerca de las 12:20. ¿Estará este buen samaritano tan relajado que no se ha dado cuenta de que es hora de cerrar? Algo falla, la curiosidad me produce comezón así que le pregunto por el horario. “En el verano hacemos intensivo hasta las 3 de la tarde”, me dice. Le señalo el cartel y me suelta: “Ya, ese es el horario de invierno; pero no vamos a cambiar el letrero, todo el mundo lo sabe”. “Permítome contradecirle: yo no lo sabía”, le digo. “Claro, porque eres extranjero”. Las cosas como son: 2 puntos menos en hospitalidad.

Ya en el apartamento, salgo al balcón para vaciar mi bolso que está lleno de arena de playa. No advierto que en él quedaban un par de papeles de un cuaderno. Un montón de cabras vienen corriendo, aunque son las dos más veloces las que se llevan el premio. Se comportan como si fueran perros ante un suculento hueso de buey. En San Vicente hay una publicación gratuita de anuncios comerciales en la que al final de la última página reza: “Proteja el medio ambiente, una vez leído no tire este papel al suelo”. Aquí debería ser: “Proteja y alimente a sus cabras. Tire este papel al suelo, nunca a la basura. Desperdiciar la comida está feo”.

Más tarde la sección caboverdiana regresa de la expedición y Duca nos lleva de paseo a la playa de Lagoa, cerca de Barreiro, el pueblo que nos faltaba. De nuevo la camioneta Toyota, pero hoy hay una chica más y pierdo mis privilegios. Los chicos blancos detrás, sin olvidar, Dios me libre, que Jorge es criol. La caja es incómoda pero el menda, previsor a morir y con ayuda de Simone, ha preparado unas botellitas de ponche para hacer la excursión más agradable. Mientras cruzamos Bila unos niños me saludan: “¡Ali! ¡Eh, Ali!” Y les respondo agitando la mano. Es legítimo que se confundan, ¿quién no ha pensado alguna vez que todos los gorriones (o los chinos) le parecen iguales?

Al salir del pueblo recogemos a un muchacho que hace autostop. Jorge le da palique; me da la impresión de que lo hace en plan autorreafirmación (“yo también soy caboverdiano”) y con todo el derecho del mundo. Llegamos a Barreiro y tras atravesar el pueblo encuentro el paisaje más lunar de cuantos he visto en este país. Una vasta llanura árida de extensión kilométrica colmada de pedruscos variopintos. Aunque medio kilómetro más allá un inmenso oasis de acacias y cocoteros que llega hasta el mar estropea la evasión mental. Entre los árboles más cercanos a la arena, se encuentran un montón de barcas, la mayoría en desuso, a juzgar por su aspecto. La playa de Lagoa es casi un paraíso. Lo deslucen algunos residuos, principalmente botellas vacías de la dichosa Super Bock y alguna de “mierdón”: vestigios de más de una buena parranda. Lo más triste es que hay un contenedor a 25 metros. Dicen que Lagoa es una playa infestada de tiburones. Aún así, todos (menos Duca y yo) se van a tomar un baño.

Paseo por la larga y solitaria arena, muy despacito. Siguiendo una técnica zen que consiste en notar cada paso que das, uno a uno. El objetivo es valorar la importancia de andar y olvidar los estúpidos objetivos. Duca me alcanza y acaba con mi ejercicio espiritual (¡gracias, tío!). Conversamos. Le comento que para ser un país supuestamente pobre, hay demasiadas barcas desperdiciando su posible utilidad. A lo que me responde que las cosas no son tan sencillas. Es muy posible que tenga razón. Tras encontrar en la arena las huellas del desove de una tortuga, Duca me dice que deberían estar protegidas no sólo ahora, sino todo el año; que es una lástima que un animal centenario sea capturado y vendido por un precio ridículo. Aprovecho para contarle algo que me aconteció hace unos meses en Salamansa, un pueblo de pescadores de San Vicente.

Ese pueblo fue el destino de una excursión que hicimos a pie desde Mindelo, pasando por la playa de Punta Joan d´ Evora y a través de toda la costa, por montañas escarpadas, siguiendo una angosta senda que desaparecía en más de una ocasión. Al llegar al citado pueblo y mientras esperábamos transporte hasta la ciudad, fuimos a un bar a tomar un merecido premio: un stomperot; allí conocimos a un hombre que se puso como loco al vernos. Era un grandullón de más de metro noventa y debía tener unos cuarenta y pico. El dueño del bar comenzó a increparle, diciéndole que nos dejara en paz. El sujeto, además de ir tan chispado como un mechero la noche de San Juan, sabía latín. Y le respondió: “¿Verdad que tú no hablas inglés? Alguien tiene que tratar con los extranjeros” ¡Qué tío! El tampoco hablaba inglés. Chapurreaba cuatro palabras como demostración e inmediatamente volvía a hablar criol. Sin embargo, era simpático; así que ante la mirada interrogativa del amo del local, le indiqué que se tranquilizara. El tipo era pescador y nos contó que había viajado en un buque allende los mares y por todas las islas, incluyendo una anécdota sobre un conflicto que tuvieron con la policía por haber prendido en las redes, en principio sin querer, cuatro o cinco tortugas en época de cría. Claro que las podían haber soltado. “¡Que se jodan las tortugas!”, sentenció con convicción. Un amigo le dijo: “No puedes pensar algo así, cada animal tiene su lugar en el mundo”, a lo que el tipo respondió que a él no le importaba tal cosa, sino el bienestar suyo y el de su familia. Es obvio que la ecología es una ciencia solamente aplicable en países sin necesidades. Yo también trataba de convencerle y en el momento más álgido de la conversación el tipo me cogió de los hombros con sus ciclópeas manazas y, clavando sus enormes ojos en mí, me aseguró que una noche se le había aparecido Dios y le había dicho; “Oh, pescador, sigue adelante con tu vida, lo estás haciendo bien. Yo, a cambio, puedo garantizarte que nunca te faltará la comida”. No era un hombre, era un ángel con argumentos incontestables.

Duca sonríe. Le parece que el tipo tenía razón y me da sus argumentos: “Mira Fermín, un hombre sale a la mar con su barca, gasta 10€ en gasolina y lanza su caña en medio del mar. Tras pasar ahí todo el día vuelve a casa sin un triste pescado que asar en la parrilla. Otro día se hace a la mar, encuentra una tortuga y sabe que le van a dar 100 o 150€ por ella. ¿Crees que va a dejarla ir por preservar el medio ambiente?”.

Abandonamos la playa de Lagoa al anochecer. La oscuridad tímidamente desafiada por las “luciérnagas” de Duca no permite ver más de 2 o 3 metros alrededor; ahora sí estamos en la luna de verdad. De vuelta a Barreiro, paramos a tomar una cervecita. Al bajar del camión Duca ayuda a Simone y yo me hago la picha un lío con el catalán y el criol y suelto algo así como “Duca tiene buen color”, cuando quería decir “buen corazón”. Simone y Andrea se ríen y él me mira sorprendido. “Lost in translation”, le digo. Y se ríe. Dentro del bar hace un calor insoportable, así que nos sentamos en la calle, donde una generosa comitiva de mosquitos (hembra) dan una cálida bienvenida a mis piernas.

Seguirá más adelante…

Mindelo, 7 de noviembre de 2005

© Fermín San Vicente


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miércoles, noviembre 02, 2005

 

Todo sobre Maio (IV)

Abandonamos Pedro Vaz, con el alma radiante por tanta hospitalidad (y por el vino). Se acabó la polvorosa pista de tierra; la vida nos obsequia con una estupenda carretera de amorfos adoquines. A un lado, bajo un sol inaguantable, 4 o 5 cabras se nutren tranquilamente de unos arbustos secos. “¡Si os dijera lo que comen en la capital, no me creeríais!”, les grito.

Llegamos a Alcatraz, el siguiente poblado. El nombre me intriga, así que busco vestigios de una antigua prisión de alta seguridad. Nada. Oteo el cielo, pero no veo un solo pájaro. Sólo un puñado de casas. La forma de mirarme de la gente me confunde. Aquí ser blanco ya no es un color, es algo que provoca indistintamente admiración, sonrisas, u hosquedad en las miradas. Lo cual no deja de parecerme curioso, ya que en muchas casas hay antenas, de donde se deduce que tienen televisión. No hay bares, sólo una especie de supermercado con cervecita fresca y banquetas para los clientes. Cuando entramos están ocupadas por unos chicos jóvenes que nos las ceden de inmediato. Hospitalidad intachable: dudo que les hayan educado para favorecer el turismo. Yo me rindo y me pido una Coca-cola, pero no tienen. Y aunque en Bila hay un almacén de dicha marca, ¿quién se iba a molestar en traerla hasta aquí? Supongo que sólo los USA en caso de guerra, cosa poco probable en Cabo Verde. Aunque la primera vez que tomé un avión en el aeropuerto de San Vicente, ni rayos X, ni detector de metales. Al avión derechitos. Lo primero que me vino a la cabeza fue: “¡Joder; menudo cabreo se iban a pillar los yanquis si se enteraran de esta falta de seguridad!”.

A cambio me ofrecen una cola “Ceris”, la marca nacional de bebidas. Se me antoja muy gustosa, con un sabor más intenso. A fin de cuentas, la nuez de cola es oriunda de África. Con suerte en un rato me veo hiperexcitado, dando botes como un muñeco diabólico saliendo de su caja sorpresa. La chica de la tienda es negrísima y guapísima, ambas cosas. Aunque hay una tercera: es tan áspera que rasca. Unos minutos después entra una preciosidad de dos o tres añitos. Al verme abre los ojos cual lechuza hambrienta; se queda paradísima, petrificada. Le sonrío y empieza a reírse. Se acerca dando tumbos, meneando sus bracitos en forma de aspa. La cojo en brazos, está muy receptiva. La lanzo por el aire, parece que le gusta. “Más, más”, me pide entre carcajada y carcajada. La dependienta, que resulta ser su tía, acaba siendo la mar de simpática conmigo. Malditos prejuicios. Aun cuando nos vamos, salen a despedirnos a la entrada. Saco la cámara con intención de fotografiar a Duca y a la calle en que nos encontramos. La tía piensa que es a ellas a quien voy a disparar. Pone a la niña en el suelo, la mete corriendo en la casa de al lado, me obsequia con una mirada que bien podría agriar un bote de leche condensada recién abierto y se da la vuelta airadamente. Escena insólita en Cabo Verde... ¡Con lo que les gustan las fotos! Quizá tiene algo que ver con esa creencia de que las cámaras roban el espíritu. Siento el malentendido, pero la cola africana me ha sentado tan bien que ni me molesto.

A tiro de piedra (esto es literal) se encuentra Pilão Cão, otro poblado terroso en el que no hay ni bares ni colmados con derecho a asiento. No importa; Duca, el prestidigitador, se las sabe todas. En este país, en cualquier pueblo de mala muerte, según tengo entendido, siempre hay al menos una casa donde te venden una cervecita y te ofrecen donde sentarte. Y ahí estamos, en el salón de unos desconocidos (no para Duca), ocupando un confortable sofá y viendo fotos de familia en un álbum que la señora de la casa nos ha ofrecido amablemente. No se puede pedir más. Cuando salimos, encontramos un niño deficiente que alucina tanto al verme que me persigue riéndose a mandíbula batiente. Me giro, le pongo cara de malo y sale corriendo y gritando, echándose las manos a la cabeza. Hasta que se siente seguro y vuelve a por mí. Jugueteamos un rato escondiéndonos tras las esquinas. Sus padres le llaman, no les hace caso. Me lo estoy pasando teta, hasta que mis compañeros de viaje me miran con cara de “¿nos vamos?”. Y nos vamos. Cuando estamos a punto de subir a la camioneta, Duca se acuerda de que tiene que saludar a unos parientes. Un señor y una señora ancianos y amabilísimos. No tienen cerveza, así que nos invitan a whisky Ballantine´s. Cómo negarse ante tanta cortesía. Sólo Andrea, que va con un ojo medio cerrado, tiene la fuerza de voluntad de “di simplemente no”. Aquí sentados, escuchamos una insólita historia sobre la mosquilla de la cabra. A ver si consigo explicarla. Una cabra infectada estornuda y expele una larva que se convierte en una mosquita diminuta. Es un parásito que puede alojarse en el ser humano. En la mucosa del ojo, en la nariz o en la boca. El remedio, para expulsarla, es poner leche de dicho animal recién ordeñada en la parte afectada. Lo que no acabo de entender bien es lo de los síntomas. Si se aloja en tu boca todo te sabe a leche de cabra y si se aloja en tu nariz todo te huele a leche de cabra. “¿Y si es en el ojo?”, pregunto. ¿Lo vería todo en plan “beeeeeé”?, ¿cómo si bajara un precipicio dando brincos de roca en roca? No saben decírmelo. Cabo Verde, el país de los enigmas. Aquí, a veces, mi curiosidad se siente tan insatisfecha como una mujer tras diez años de matrimonio.

Nos vamos con la peste a whisky y retomamos la carretera, que desde hace un pueblo y medio vuelve a ser un adusto camino de tierra. Esta parte de la isla es rotundamente árida. Bajas y onduladas montañas de variados ocres y marrones en las que las nubes no consiguen detenerse. Todo piedra; pura y dura. Y a lo lejos el Penoso, gobernando desde lo alto. Algo que me gusta, a diferencia de la isla de Sal (por ejemplo), no está todo lleno de basura. No nos engañemos, la densidad de población en Maio es ridícula. Nos acercamos a la zona más fértil de la isla. Codo con codo se encuentran los pueblos Figueira Seca y Figueira d´ Horta. ¿Jeroglífico, contrasentido u ocurrencia? Seguro que hay una explicación lógica. Atravesamos un prolífico cultivo de caña de azúcar y pregunto a Duca, con tono irónico, si en Maio se produce grog. “El mejor de Cabo Verde, sin lugar a dudas”, me responde; “el prestigioso grog Figuera”. Me río incrédulamente. Menos mal que se va acostumbrando a mí. “Te lo demostraré”, sentencia sonriente.

A la entrada de Figueira Seca tomamos un desvío hacia Ribera Dom Joao, localidad cercana al mar famosa por su queso fresco. Entramos en el pueblo y vamos hasta el final, a una casa donde lo venden. Cosas del turismo, nos lo despachan a precio de jamón de bellota y, por más que miro, no consigo ver ni una sola encina en los alrededores. Duca, que no sólo es amable sino también generoso, paga la cuenta. El colorido de las casas se lleva el Oscar® al mejor maquillaje. Una de ellas es pura fantasía, con los colores de la bandera de Francia. Simone se pregunta en voz alta: “¿Habrá pasado por aquí el pedófilo de mierda?”. Esperemos que no. Justo al lado de la casa donde nos acaban de dar el sablazo, hay un muro de piedra con una abertura y unas escaleras que llevan a un nivel inferior con un centenar de cocoteros y tras ellos, una loma que oculta el mar. Simone desaparece tras el muro como si se la hubiera tragado la tierra. Voy rápidamente tras ella. “¡Aaaaah!”, grita al verme. ¡Qué torpeza la mía!. Resulta que está agachada con la falda subida hasta los sobacos: iba a mear. Pasa una señora por la calle y se desternilla con la escena. “Anda, ven conmigo”, le dice. “Ven a mi casa, puedes usar el cuarto de baño”.

Andrea, que está con Duca en la calle contigua me grita: “¡Ven, corre!”. Y corro. Hay una pelea de gallos. Dan vueltas en círculos, tanteándose; apenas pisan el suelo, como luchadores de kung-fu. ¡Zas!, uno lanza un picotazo, el otro recula. No se quitan ojo, lástima que no haya concurrencia, podría organizar apuestas. La gallina, la muy guarrilla, se los mira con cara altiva, haciéndose la importante. Les voceo: “Eh, muchachos. No os peleéis por ella. Los hombres debemos estar unidos”. El más pasivo se gira ante mis gritos, momento que aprovecha el otro para atacarle. Ahora sí que le ha enganchado bien. ¡Qué cabrón! Todo el mundo lo sabe, el que más se las da de machote suele ser el más cobarde. El agredido se marcha, la brega ha sido tan intensa como corta.

Aquí sí hay un bar. Vamos hasta él motorizados y mientras bajamos de la camioneta, un grupo de seis o siete jóvenes que están sentados en un porche reaccionan como si asistieran a un aterrizaje de alienígenos del espacio exterior. Se quedan embobados y no me miran sólo a mí, así que me giro y observo a mis compañeras y a Duca intrigado, por si a alguien le han salido antenas verdes o una cola iridiscente; no es así: todo está en su sitio. Andrea, empuñando como arma un carácter implacable rompe el hechizo dándole su botella vacía de Super Bock a uno de ellos y diciéndole autoritaria: “¿Podrías tirar esto a la basura, por favor?”. “Claro”, responde el muchacho saliendo de su embobecimiento. Entramos al bar, pedimos unos zumitos de cebada en la barra y que si nos pueden lavar uno de los quesos. La camarera accede, algo que me sorprende porque es tan antipática como bella, y posee una beldad impresionante. Aunque con un ligero matiz, lleva la cabeza llena de rulos. A veces la famosa morabeza caboverdiana, término que define la amabilidad, simpatía u hospitalidad, puede ser un poco confusa o estar algo escondida. Esto puede confundir a más de uno. Andrea dice: “Haberla hayla, pero no cuando están trabajando. Piensa solamente en la mierda que les pagan...”. Es comprensible, con... Tomamos asiento en una de las dos mesas que hay. En la de al lado cuatro hombres juegan a las cartas. Nada peculiar; sólo uno de ellos, un tipo escuálido, que va vestido con un traje blanco como la nieve; perfectamente planchado, sin una maldita arruga. Y con sombrero de ala ancha incluido. Eso es elegancia y lo demás son bobadas. Andrea comenta que si va tan arreglado, debe ser porque quiere ir a la disco “Cocu”. Uno de sus compañeros de batalla le grita constantemente, jugada sí jugada también. Le increpa con tal mordacidad que parece que le vaya a soltar un guantazo en cualquier momento. Pero no; ruge y se calma, ruge y se calma. Puede que sea una terapia de desahogo como ir al fútbol, pero en caboverdiano. Y aquí el negro (vestido de blanco) hace de árbitro.

Otra cosa muy a tener en cuenta es la decoración del bar. Dos pósteres de Bob Marley, uno de Che Guevara y otro más de Metallica: una caricatura de una heavy de larga cabellera subida a una Harley Davidson con los pantalones rasgados dejando al aire un culo tremendo. Me froto los ojos y suspiro desolado. ¿Metallica? Ni Cabo Verde está a salvo. Me acerco a la barra a pedir un poco de agua, Duca me sigue y clava reciamente sus codos a mi lado. “Vamos a probar el grog Figuera”, me dice con voz de estar desvelando un increíble secreto. Desde la mesa oigo a la rockera Simone: “¡Yo quiero!”. Lo pruebo, no sabría decir si es malo o bueno. Debe tener como 70 grados, lo que dificulta percibir en él atisbos de calidad o nocividad. “Buenísimo, Duca”, las palabras salen de mi garganta rasgando el aire. Tal vez produzca un colocón extra, como la absenta. Como buen amante de lo ignoto, pregunto a la hermosísima tabernera cuanto cuesta un litro. Me pide 10 euros y vale, Maio es caro; pero pagar esa cantidad sería una falta de respeto a mi venerado Johnnie Walker.

Desandamos el camino hasta Figueira Seca, donde paramos. Es un pueblo mucho más animado que la capital. La calle rebosa de alegres jóvenes charlando y alborotando. Duca, el sapiente, nos muestra la iglesia y nos dice orgulloso: “Yo mismo la diseñé, cuando tenía dieciocho años”. Realmente en esta tierra el que es espabilado puede hacer (casi) lo que quiera. El templo es realmente bonito, un mosaico de irregulares trapecios, rectángulos y triángulos de piedras de diversos colores: cenizas, ocres, rojizas y castañas. La puerta y las ventanas, al igual que el conjunto, tienen forma pentagonal. Todo recubierto por un borde blanco y coronado por una escueta cruz. Además está en muy buen estado, no aparenta tener dos décadas. Pero el Duca del presente ya no juega a ser arquitecto, sino a bon vivant. Nos mete en un negocio que es mitad bar y mitad supermercado y al momento Andrea, Simone y yo estamos dando brincos como niños que reciben una gran bolsa de golosinas. ¡Tienen Sagres! ¡Y encima está helada! Sagres es la cerveza más común en las islas de Barlavento y para mi gusto da mil vueltas a la dichosa Super Bock, que además ya me sale por las orejas. Sin embargo, un amigo de Portugal me contaba que ésta es la más vendida allí; “cuatro millones de portugueses no pueden estar equivocados”. ¡Ja!; lo están, lo están. También encontramos grog Figuera con menos graduación que el anterior; no obstante, despide cierto aroma a gasolina. Duele un poco, pero tiene su qué. Y aún hay más: a la entrada una señora controla una parrilla con muslitos de pollo. Un poco de grasa nos ayudará; la anterior tapita de queso no ha sido suficiente y los garbanzos con atún hace tiempo que los hemos quemado en cosas tan variadas como reír, cantar (no debía confesarlo), empinar el codo, charlar o estar de excursión.

Duca y Simone comienzan una ilustrativa conversación sobre Alida e Ivonne, dos “chicas amables” de San Vicente. Gracias a las malas influencias, fueron las primeras criolas que conocí cuando llegué; expertas cazadoras de tíos generosos (no congeniamos, yo soy catalán). Su sombra es alargada, Maio está lejos. Por lo visto el ingenuo y dadivoso Duca se lió con Alida en una de sus visitas a Mindelo. Algo que Simone le tira en cara; ya que ella misma sufrió una cuchillada de rebote de la pájara en cuestión, tratando de defender a su hermana en un altercado que tuvieron. Fue en el brazo, nada grave, aunque le quedó una marca de recuerdo. ¡Y encima navajeras! Claro que “olían” mal a kilómetros, pero nunca pensé que fueran tan malotas. Duca sigue tratando de convencer a Simone de que “prácticamente” no hubo nada entre ellos y ésta, a la que tengo bien enseñada, no para de tomarle el pelo y decirle: “Era tu novia, lo quieras o no”. Andrea y yo nos cansamos del conflicto y salimos a dar un paseo. Decir que me siento observado sería poco; me siento famoso, sólo que no saben como me llamo. Estos podrían ser mis quince minutos de fama, aquellos de los que hablaba el loco de Andy Warhol. Ya se ha hecho de noche. Este lugar es un oasis de vaporosa luz en medio de un gran agujero negro. Llegamos a los lindes del pueblo, a un camino de tierra que parece no llevar a ninguna parte; estamos bajo un cuarto creciente de luna que apenas ilumina: la dimensión desconocida. “Si siguiéramos andando...” Me monto una parábola mental sobre el camino, el miedo y no sé que más (no consigo recordarlo), que deja alucinada a Andrea; me deja alucinado incluso a mí. Nada, un poco de inspiración basada en el arte de la fermentación y la destilación. Volvemos al bar y aquellos siguen con lo suyo. Meto un poco de cizaña: “Es lo que hay, Duca. Tenías una guarrilla de novia y punto”. Me ríen la gracia. Pero siguen. Para matar el aburrimiento (y dos o tres millones de neuronas más) me pido un grog Figuera. Y otra patita de pollo.

De pronto, una hora después, cuando empiezo a sentir ganas de regresar, a Duca se le ocurre que le cambien una rueda delantera. Tras echar un vistazo al neumático le secundo, no sé como hemos llegado hasta aquí. La llanta oprime la goma contra el suelo. Ya que la estancia se prolonga, nos lleva a una casa cercana. “Éste es mi hermano”. “Tanto gusto”. El hermano, de casta le viene al galgo, nos pone unos grog Figuera. “Yo ya tengo”, digo tratando de protegerme. “No, hombre; éste es diferente, el mejor de la isla”. Resignación. No sé cuanto tiempo después, tomamos la carretera y seguimos con nuestra road movie africana. La carretera no tiene luces (menuda obviedad) y los faros de Duca son levísimos apenas alumbran a metro y medio. Me pregunto si no ha encerrado una luciérnaga dentro de cada uno como solución de emergencia. Pasamos el indicador de Barreiro, el último pueblo antes de Bila. “Lo dejamos para otro día, ¿no?”, pregunta Duca. Nadie le responde, se supone que bromea. Hemos recorrido casi todo Maio. Al ritmo que hemos ido, descontando los bares, creo que podríamos haber visitado tres o cuatro islas. Aunque teniendo en cuenta el cansancio físico me siento como si hubiera estado en siete u ocho. Duca y Simone continúan hablando de lo mismo. Si el vehículo fuera mío, les hacía bajar de inmediato. Total, son cuatro kilómetros de nada.

Final y milagrosamente, estamos de regreso; paramos en la trattoria de Ali y Fatú y nos llevamos una bronca de escándalo. “¿Dónde habéis estado todo el santo día?” “¡Será posible; dejarnos aquí solos!” Siento un poco de miedo ante tamaña dependencia. ¿Nos dejarán regresar a San Vicente una vez terminemos las vacaciones? “Venga, una cervecita”, dice Ali. “Y un cuerno”, respondo. Y tomo el rumbo hacia el apartamento. En ese momento cruzan por delante de mí una manada de cabras despistadas, todas siguen a un gran cabrón de color negro con grandes astas y a pesar de que el suelo está lleno de papeles no les hacen ni caso. Un escalofrío recorre mi espalda, puede ser una señal de Lucifer que quiere obligarme a seguir bebiendo. “Ali, ¿no podría tomar una cola?” “Nada de cola, una cerveza”, me responde con ojos endemoniados. Y accedo, cómo no. Simone se pone triste al no encontrar a Saverio, su morena italiana. Morena es un eufemismo del miembro viril que las criolas usan con gran simpatía para denominar a un tipo del que les interesa básicamente un poco de sexo. Se refiere a la morena, al pescado ese que tiene forma de... serpiente. Y quién es él, aparte de la morena pretendida por Simone. Es un italiano que se acerca a los sesenta; no obstante, hay que reconocer que está en buena forma. Dicen que es uno de los mejores pescadores del mundo en la especialidad de tiburones con caña. Quizá de ahí el interés de Simone por su morena. Volvemos a casa a medianoche. Es demasiado tarde, mañana nos tenemos que levantar temprano. Vienen Eneida y Jorge, una pareja de amigos de Praia y vamos a buscarlos. Pura cortesía, ya que desde el balcón se ve el muelle y perderse en Bila es poco menos que imposible.


Será continuado...

Mindelo, 2 de noviembre de 2005

© Fermín San Vicente


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