viernes, septiembre 30, 2005

 

Todo sobre Maio (III)

Amanece un nuevo día. El solícito Duca nos va a dar una vuelta a la isla. Bendigo a Simone por sus prolíficas conquistas. La alarma del teléfono móvil martillea en mi cabeza poco después del amanecer y me levanto como un zombi sin que sirva para nada, ya que pasa a recogernos con dos horas de retraso. A veces se me olvida que estoy en Cabo Verde. Hoy, el vehículo, es un pequeño camión Toyota. Hago mis cuentas, somos cuatro y en la cabina caben tres; ¿el conductor más las dos chicas? Además yo soy blanco y, que se enfade quien quiera, pero el racismo existe. Me voy directo a mi lugar favorito –la caja trasera-, cuando Duca me dice que de eso nada, que todos en la parte de adelante; que nos apretaremos lo que haga falta. No dudo de sus buenas intenciones, pero Simone, quién si no, va a su lado prácticamente subida en el cambio de marchas. Incluso tiene que colaborar en la conducción; agarrar la palanca, soltarla, o esquivarla a instancias de Duca, que luce una sonrisa de oreja a oreja. Me pregunto si es porque le parece gracioso o lo que le exalta es el contacto con las piernas de ella (tiene un buen par).

A la salida de Bila paramos en una gasolinera. La chica que se encarga de servir el combustible avanza hacia nosotros. Su rostro, a mi entender, denota un terrible enfado y sus espaldas son más anchas que las de Chuck Norris; tiene toda la pinta de ser aficionada a la práctica de la lucha libre. “¡Joder!, esa mujer da miedo”, murmuro. “¡Maldita sea y yo en la parte de la ventanilla!”, Andrea me dice que no es para tanto. Y tenía razón. Al acercarse nos sonríe. No creí que fuera capaz de tal cosa. Conoce a Duca, a juzgar por el palmetazo que le da en la espalda. Para colmo empieza a mover el culo al ritmo del zouk que sale de la radio de la camioneta y adquiere cierto tinte de feminidad. La cosa sube de tono más aún cuando sigue bailando manguera en mano. Su danza me abre los ojos. ¿Qué me pasa? Ya no siento miedo, tampoco es repulsión; aunque me pese, ¡es atracción pura y dura!

Nos lanzamos a la carretera, aunque lo de lanzarse sólo es un decir. Creo que no pasamos de 30 por hora. Duca comenta que su pequeñín está un poco castigado, que son muchos años recorriendo la isla trabajando duro. De todos modos hay que agradecerle que no corra. Los amortiguadores deben estar clavados, suponiendo que los tenga. La carretera empedrada intima con nosotros, para ser más exactos con nuestras posaderas. Otro de los enigmas del lenguaje criol, a este tipo de vías algunos las llaman “asfaltadas”.

La primera parada la hacemos en el Bellavista, a unos cuatro kilómetros de la capital. Sin duda es el mejor hotel de la isla, pero la falta de competencia le resta mérito: es el único. En Bila hay un residencial que, si no se es muy exigente, no está mal del todo (tiquismiquis: abstenerse). Un chico nos atiende amablemente y, tras unos minutos de conversación, nos damos cuenta de que no es sólo el recepcionista. También es el gerente, el botones, el camarero y el encargado de la centralita. Me fijo en sus manos a ver si hay restos de grasa, quizá se ocupe también de la cocina. Nos enseña su inhóspito dominio; Como no me lo parece, le pregunto si hay ocupación y me contesta que claro que sí. Me intereso por el numero de clientes y me decepciona: no lo sabe. Está todo tan limpio, quieto y arreglado ¿Será un lugar embrujado? Visitamos uno de los apartamentos, saludo a dos empleadas de la limpieza con un “buenas tardes” al que me responden con risas diciéndome que aún son las once de la mañana. Y es verdad, burro de mí. Exagero sin mesura y les cuento, envolviendo mis palabras en un halo de misterio, que en la lejana isla de Santo Antao, se levantan tan temprano que han llegado a darme las buenas tardes a las nueve de la mañana. Ríen más aún, creo que no ha colado.
La piscina es grande, pero de agua salada. En Europa se vendería como rareza, aquí se hace por necesidad. Cuando la bordeamos, agarro a Simone y bromeo con ella. “¿Quieres un chapuzón?” Me responde que no, pero estas cosas pasan, se me escapa y cae al agua. Al menos iba ligera de ropa: un pareo, un top y un biquini. Es mejor mostrarme seguro. “Si te vas a secar enseguida”, le digo. Se ríe, lo toma bien; me llama bicho y graciosillo, aunque yo por si acaso miro alrededor a ver si hay piedras. Duca nos mira atónito, como si no fuéramos de este mundo.

La playa de Boca de Morro, a unos metros del hotel, es de ensueño. Aunque también podría ser de pesadilla: es famosa por su gran surtido de tiburones. Cuesta de creer, pero según dicen algunos expertos, eso no es peligroso. Cualquiera podría bañarse. Pienso en decirle a Simone que como ella ya está mojada... Aunque, intuitivamente, mantengo la boca cerrada (aquí si que hay piedras). Más o menos a un kilómetro se divisa otra construcción, también a pie de playa. Duca nos explica que es un hotel que ha sido clausurado por el gobierno y que esconde una sórdida historia que conoceremos in situ, ya que hay un vigilante y vamos a visitarlo. Antes, por supuesto, tiene planificada una cervecita en el bar del Bellavista. Nos sentamos en la terraza y aprovechamos el momento de relax para pedirle que omita mostrarnos todos los bares de la isla. No nos promete nada, sólo se ríe.

Simone, ya un poco más seca y más lúcida, me pasa su pareo anaranjado y me señala un buey que hay pastando en el campo contiguo, a unos pocos metros. “A torear. Eres español, ¿no?”. Malditos tópicos. Insiste e insiste, pero no encuentro la vena patriótica que me lleve a defender mis colores con orgullo. Me ofrezco a lidiar una cabra que hay un poco más allá, pero no le parece suficiente. Así que me levanto; ¡que no se diga! Abandono valiente el burladero (salto la barandilla), me acerco al buey pareo en mano y le azuzo “¡Eh, toro, Eh!”. No me hace ni puto caso. “¡Eh, toro caboverdiano, Eh!”. Tampoco funciona. Andrea me sugiere que le tire una piedra. Yo le respondo, que ya puestos, podría coger uno de sus cuernos y pinchármelo en el culo directamente. Las chicas están ávidas de sangre y yo no quiero decepcionarles, tengo que pagarles con un poco de mi arte. Me ciño el capote al hombro, tarareo ese pasodoble que reza: “morena...” y me marco un paseíllo de lo más gallardo, manteniendo un ojo en la plácida res, no vaya a ser que mi acertado estilo le despierte el instinto tauromáquico. Las criolas se desternillan, incluso Duca ríe. El pluriempleado del hotel, que llega con otra ronda, se queda clavado en el umbral de la puerta, dudando de si acercarse a nosotros o no.

De camino al hotel clausurado, atravesamos un oasis con cocoteros y Duca empieza a relatarnos que ese hotel es –o era- propiedad de un francés que está a la sombra. Diagnóstico: pedófilo de mierda. El enésimo pederasta que encuentra en este país un filón. Tras una docena de denuncias, lo aprehendieron y se lo llevaron a Praia. En Maio no hay ni cárcel. También era traficante de armas o muy aficionado a ellas, ya que le encontraron un arcón lleno ¡Toda una joya de tío!

El vigilante nos recibe con gran simpatía. Le preguntamos el nombre del complejo y como no lo sabe, no nos queda más remedio que bautizarlo: “el hotel del pedófilo”. Eso sí, hay que reconocerle el buen gusto y el mérito arquitectónico. Un puñado de casas hechas de piedra natural y madera, con tejados cónicos cubiertos por hojas de cocotero. Duca nos explica que no hay ni una gota de cemento en ellas. Sus particulares jardines, no están exentos de encanto: infinidad de áloes, palmeras y cactos. Una especie de éstos últimos de lejos me recuerdan a un higo chumbo. Están repletos de púas y por lo visto producen en la piel el efecto de una picada de mosquito (una por cada púa).

Las puertas están pintadas en vivos colores. Atravesamos una y el interior de la choza nos arranca expresiones como “¡Ahí va!”; “¡joder!” o “¡vaya tela!”. Está decorada y pintada como si de una casa de muñecas se tratase, literas azul y amarillo, ventanas naranja y caqui, estanterías y vigas de color rosa, mesillas de noche casi de juguete... Incluso en el lavabo: el retrete tiene una pieza de cada color y el espejo podría ser el de la madrastra de Blancanieves. Vamos a la cocina central; más formas y colores, todo fantasía. Parece que estemos en un cuento de hadas. Simone dice: “el hijo de puta éste debió tener una infancia jodida y ahora quiere joder la de los demás”. Es un comentario duro, pero bastante acertado. Monóculo (imaginario) en mano, tratamos de investigar unas inscripciones hechas con letra infantil en la pared de una habitación aislada, un auténtico zulo. No sacamos nada en claro porque hay una parte borrada. Sólo que está repetida tres veces la misma frase y que la firma una niña llamada Nadia. La verdad es que le ponemos pinceladas de humor y cachondeo al asunto, ya que la sensación que nos produce la estancia en el lugar es un tanto repugnante. Por momentos tenemos cara de estar masticando una aspirina. Tras la barra del bar, hay una pizarra con los precios de la comida. Son los más caros que nunca vi en este país. Debe ser porque los gnomos cobran sueldos más altos que los caboverdianos. Entramos en una casa de dos plantas, la que fuera morada del tipo en cuestión. Curiosamente aquí la decoración es sobria, no hay ni un solo colorín. Sólo madera y piedra. Más bromas, encerramos a Simone dentro de un arcón de ropa; y encontramos un diploma de paracaidismo a nombre del facineroso. Nada que traiga nueva luz a nuestra investigación. La cosa ya no da para más. Cuando nos disponemos a salir del recinto se cuelan en él una veintena de cabras. El vigilante se echa las manos a la cabeza y corre tras ellas. “Se van a poner las botas”, pienso. “Pobre hombre, habrá que ayudarle”. Ya me veo de nuevo corriendo tras una puta cabra. Me deja anonadado, en sólo treinta segundos y con su boca como única arma las expulsa de sus dominios a base de certeros silbidos.

Llegamos a Morro, antecedido por varias decenas de cocoteros, es un pueblo de pescadores con actividad casi igual a cero. Por supuesto no es así para Duca, habiendo un bar, allá nos lleva. No me apetece más cerveza. Pero no tienen “ponche de miel”, aquí no se estila, se beben el grog a palo seco. No pasa nada, yo siento un gran respeto por las costumbres... No se ve un alma en la calle. Sólo gallinas y cabras. Precisamente Andrea pide a un lugareño que arrastra a duras penas un cabrón de grandes astas si puede hacerse una foto con él –con el animal-. El hombre responde ríspidamente que no. Andrea se decepciona. “Tiene cara de cornudo”, me susurra. A mí, sinceramente, también me lo ha parecido. Hay muchas casas derruidas, aquí el colorido en las fachadas brilla por su ausencia. Partimos; y cuando parece que nuestro destino es la carretera nuestro guía y buen amigo para en otro bar, a la salida del pueblo. La excusa es que tienen una olla con cachupa sobre una barbacoa, pero no está lista ni saben cuando va a estarlo. La cachupa es el plato nacional. Es un guiso parecido al potaje, pero a base de maíz y diversos tipos de judías, entre ellos los denominados “frijoles piedra” que, tal y como su nombre indica, hace falta paciencia de la buena para cocinarlos. Aunque la cachupa no esté lista, ya que estamos aquí, “¿por qué no tomar otra cervecita?”, dice alguien. La acompañamos con una lata de fiambre de pollo que nos sabe a gloria. Esto son tapas sin pretensiones, ¡si las vieran los hosteleros de Logroño o de San Sebastián! Las dos chicas que atienden el bar son exóticamente bellas. Hasta Andrea se fija en una de ellas y me dice que si me gustaría conocerla. “No me importaría”, le respondo, “pero me gusta más la otra”. Criola, piel avellana, cabello lacio, rasgos orientales y los ojos de un impenetrable color esmeralda. “Nefertiti”, es lo primero que me viene a la cabeza.

Al fin en la carretera cruzamos el siguiente pueblo, Calheta. No paramos, algo que escapa a mi comprensión. “¿Es que no hay bares?”, pregunto. Duca se ríe y sigue conduciendo. La iglesia, pintada con vivas franjas amarillas, llama mi atención. Ya que hay que ir a misa los domingos para estar bien visto, que al menos sea con alegría. Ahora atravesamos la reserva forestal de Maio, plagada de acacias americanas. Esta prolífica extensión de tierra abastece de carbón a todo el país. Llegamos a la siguiente localidad: Morrinho; Duca nos da una vuelta motorizada por el pueblo. Algunas gentes a la puerta de casa, algunas mujeres sentadas en bancos, vendiendo en paños sobre el suelo ajos o mangas. Y a cincuenta metros un bonito edificio con letras bien grandes “Mercado Municipal”. Lo abrieron hace dos años y lo cerraron en dos semanas. “Técnicas de marketing imposibles: ¡Cómo vender sin clientes!” es el título de mi próximo libro, que será publicado con pseudónimo de economista. Milagrosamente, aquí tampoco paramos en ningún bar.

El siguiente pueblo es Cascabulho, ya apartado del litoral. Una tía de Duca tiene un bar, pero nos hace pasar a su casa. Eso sí, nos trae unas cervecitas. Sentados en el salón, tengo la sensación de que esto no es África, o al menos no es un lugar tan distinto. Una consola llena de portarretratos con fotos de toda la familia, un centro de mesa con frutas de plástico, estampas de la Virgen en la pared... La Super Bock está tan caliente como el motor de un autobús; le digo a “la tía” si tiene unos fideos para la sopa. Todos ríen menos ella, o no me entiende bien o no le ha hecho gracia. En vez de fideos trae un suave conejito blanco con el que nos entretenemos un buen rato. El animal parece estar un poco acojonado, pero le damos de comer unas flores encarnadas y se tranquiliza. Una jovencita que hay en la casa, guapa a rabiar, nos mira sonriente. Le pregunto si quiere que le haga una foto y me responde con una coquetería impropia de su edad que le gustaría mucho, pero que no tiene el cabello en condiciones. Tras oír mis carcajadas me dice que está bien y posa para mí como si estuviera en un casting para el filme “Lolita”. No sé donde están las cosas mal, pero aquí la sexualidad aflora mucho antes. Más fotos, al salir de la casa un grupo de diez o doce críos me piden una. Cuando me dispongo a disparar la mayoría salen corriendo y se esconden. Está claro que querían tomarme el pelo. Cuando les digo que la cámara tiene pantalla y podrían verse la cosa cambia. Se plantan muy formalitos ante mí con una expresión muy divertida, como si estuvieran en la tele.

Tomamos una ardua pista de tierra en dirección a Pedro Vaz, la siguiente localidad. El paisaje se vuelve más árido, hay un sinfín de árboles secos. Duca me corrige “no están secos, es sólo una densa capa de tierra que los cubre y les confiere ese aspecto. Aunque no lo parezca, está todo verde”. Fijo la vista todo lo que puedo. Él ríe y sigue en sus trece: “todo verde, todo verde”. A nuestra derecha se divisa el Monte Penoso, el punto más alto de la isla. Oí una historia que decía que es aquí donde los maienses encomiendan sus problemas. Según nuestro guía no es así; los maienses –como ya sabemos- encomiendan sus problemas a Dios. La leyenda del monte penoso es más oscura. Se dice que cuando uno vence a otro en una contienda, es porque ha llevado el alma del otro hasta el monte; cosas de hechicería. A la entrada de Pedro Vaz, hay un gran oasis con cocoteros y otras palmeras y caña de azúcar. El pueblo es muy pequeño y está casi desierto, pero nos reciben con gran hospitalidad. Había un bar, pero está cerrado hace años. Aún así lo abren para nosotros. Dentro hay una nevera llena de Super Bock una mesa y cuatro sillas. ¿Necesitamos algo más? Pedimos el menú y nos traen dos latas de atún, una de garbanzos, una cebolla y un “tupperware” para que lo mezclemos todo ¡A comer! Duca ya no se conforma con las cervecitas. “¿Pedimos una botellita de vino?”. “¿Tienen botellas pequeñas?”, le digo yo. Y no tienen, era sólo una manera de hablar. Y nos convence, tenía que ser así. Le observo disimuladamente. No es que los demás estemos para caernos, pero él parece completamente sereno. Mejor; la campaña “si bebes no conduzcas” todavía no ha llegado a Cabo Verde. No me imagino a la policía de aquí persiguiendo conductores alcoholímetro en mano. Y mira que hay pocos coches, pero es que tampoco hay policías suficientes. Podrían traer unos cuantos “Mossos” de Cataluña y así de paso enseñarles un poco sobre la vida. Lo que sí he visto, ha sido gente parar el coche y decirse a sí misma “Jreo ge assí no pueo jonducir”. Y ante tanta responsabilidad... ¿quién necesita represión?

Continuará...

Mindelo, 30 de septiembre de 2005

© Fermín San Vicente


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martes, septiembre 27, 2005

 

Todo sobre Maio (II)

Al día siguiente me despierto y las hinchazones causadas por los mosquitos parecen sacadas de “Braindead: tu madre se ha comido a mi perro”. Indago en un libro de biología y descubro que las únicas que se alimentan de sangre son las hembras. Tal vez ahora entiendo algo tan descabellado como lo de las plantas de los pies. Los machos, que son esos que zumban en el oído de ese modo tan cojonero, son más educados y toman agua y néctar de flores.

Hoy, dentro del marco de las fiestas de su caluroso invierno, hay un acto relacionado con tortugas centenarias. Duca nos lo explicó ayer. Es la época y Maio es un destino preferente para el desove. Así unos cuantos hombres permanecen de noche agazapados en la playa y, una vez las tortugas han depositado sus huevos las atrapan y las retienen. Al día siguiente las devuelven al mar. La finalidad de tan noble acto es enseñar y concienciar a la gente de que cuando ven una tortuga en la arena deben dejarla marchar en lugar de hacer sopa con ella. No acabo de entenderlo muy bien, pero todavía no he visto nada. A mediodía en la playa nos encontramos diez tortugas de un metro de largo tumbadas panza arriba bajo una palmera, la cual no da sombra suficiente para todas. Rodeadas por una troupe de chavales de edades diversas, uno de ellos se encarga de mojarlas con un balde de agua que van llenando en el mar. No tienen muy buena pinta. Hay dos socorristas que se encargan de vigilarlas. Pregunto a uno de ellos si así no sufren. No me acaba de entender y tengo que aclararle que me refiero a las tortugas. Me responde que por supuesto que no; yo me permito la licencia de dudarlo. Precisamente, en un informe que leí no hace mucho sobre varamientos de tortugas, advertían que en caso de encontrar alguna en una playa, nunca se le debía dar la vuelta. Pero aún sigo sin haber visto nada. Los vigilantes se marchan, tal vez a comer, no lo sé. Los muchachos, siempre tan dulces en este país, se asquean de mirar a los infortunados reptiles y deciden pasar a la acción. El más inquieto se agacha y acaricia el cuello de una, suavemente una y otra vez y ¡zas! Le propina un manotazo que me duele hasta a mí. “Espero que las tortugas no tengan nuez”, pienso. El animal reacciona moviendo con fuerza sus patas delanteras, las demás también se asustan y la imitan; se golpean en el pecho cual simios, mientras sus cabezas se hunden parcialmente en la arena caliente. Tratamos de reñir a los críos, pero no nos hacen ni caso. De repente, llega una furgoneta de la Cámara Municipal. “Salvadas”, nos decimos. Se bajan dos tipos, hacen unas fotos de los animales y se marchan. Y los críos siguen en lo suyo. Puntapiés, golpes con un palo de escoba, etcétera. Es mejor ni mirar. Al rato regresan los dos socorristas y empiezan a cambiarlas de sitio, con ayuda de los maquiavélicos chavales, hacia una sombra mayor. Les dan la vuelta, estiran de sus patas delanteras y de nuevo panza arriba. Una de ellas, puede que involuntariamente, es víctima de algo parecido a una de esas llaves de lucha libre en las que se coloca al contrincante cabeza abajo y se le parte el cuello dejándole caer contra el suelo. Al parecer sobrevive, pero yo ya he tenido bastante. Decido asímismo, perderme el entrañable acto en el que las devolverán al mar. Me imagino a alguien sobre el escenario, micrófono en mano, hablando de proteger a las tortugas y los niños pensando: “¡Ah! ¿Pero había que protegerlas?”.

Hoy es domingo y Duca se presta a darnos un paseo, a sacarnos de excursión. A pesar de tener mujer e hijos, ha mostrado cierto interés por Simone. Bienvenidos a Cabo Verde, donde la fidelidad es como la declaración de la renta: aunque no sea legal hacerlo, puedes objetar. Así que bromeo constantemente con ella al referirme a él como “tu chuch (novio) de Maio”. Ella, simpática a rabiar, me sigue el juego y me dice divertida: “¡Oh, sí!, nha (mi) chuch de Mai”. Por eso cuando lo veo aparecer con un camión grúa de doce metros de largo le comento “Eres una chica muy avispada, ¿no?. Te buscas novios con coche grande, ¿eh?” A lo que ella responde riendo y dándome una patada en el culo. No obstante, minutos más tarde dudamos de si es realmente su novio o está interesada en ella, ya que ha quedado relegada junto conmigo y con Ali a la inconfortable caja trasera del camión. Duca recoge a un par de vendedoras de frutas con un montón de críos, que se dirigen al siguiente pueblo. En esta isla recoger a alguien que pide una “buleia” –autostop- es casi obligatorio. Ali les dice en su hilarante criol que si no tienen televisión, que si no saben hacer otra cosa además de hijos. Y ellas, lógicamente, se desternillan de risa.

Es un viaje duro para mis posaderas, pero por primera vez salimos de la Vila de Maio y el paisaje me sorprende. No lo imaginaba tan verde. Hay bastantes cocoteros y en los lindes de la carretera corretean, entre acacias americanas, multitud de pintadas; aquí las llaman gallinas de mata. Atravesamos tres pueblos, Morro, Calheta y Morrinho y nos desviamos por una pista de tierra. Nos cubrimos con un pareo para sobrevivir a la asfixiante polvareda. Al fin llegamos a una bonita playa desierta, una de esas que alternan arena blanca con salientes pedregosos. Ali se alegra de que el lugar esté desierto, ya que se ha empeñado en que comamos lo que pesquemos –él y yo-. Eso sí, a instancias de Duca, cómo no, llevamos un arcón con dos cajas de cerveza bien fresquitas.

Diez minutos después aterrizan en el lugar varios camiones y furgonetas llenas de niños y mayores que convierten la playa en un sitio más que concurrido. Ali maldice al cielo y después a Duca, apuntando que así no va a haber quien pesque. Y se dedica a gritar a los críos diciéndoles que se vayan a bañar bien lejos. Como ya le conocen se ríen, o sea, que no van a hacerle caso. Él es un pescador experto y lleva una caña de profesional; yo un vulgar aficionado que ni siquiera llevo caña, sólo un sedal enganchado a un palo de madera con dos anzuelos y una tuerca en el extremo para hacer de peso. No obstante, yo soy un pescador con suerte. Tres veces fui a pescar con mi logrado artefacto. La primera capturé cinco “mané cabesa”, pescado incomestible según algunos, comestible según otros. Pensaba freírlos, pero los dejé dos días en la nevera y dado su creciente “olor a mar”, decidí dárselos a Jaton, mi gatito. Los devoró con avidez, por lo cual consideré mi debut un verdadero éxito. La segunda vez pesqué un pulpo y la tercera una morena, difíciles trofeos para un principiante. Unos decían que era la típica suerte y otros que a ver si los llevaba a pescar algún día.

Hoy me hago con tres sargos más bien pequeñines, lo cual significa que poco vamos a comer. Ali dobla mi resultado, lo cual sigue sin ser demasiado. Ahora hay que agradecer a Duca que nos trajera a una playa concurrida, puesto que una amable y numerosa familia de maienses nos da de comer un delicioso guiso de patatas y carne; algo que me hace recordar con una lagrimilla en el ojo, cuán lejos está mi madre.

Me siento en la arena a cuidar un rato de mi sobrino Luca –así lo han etiquetado-. Es un bebé estupendo, aunque un poco vicioso. No consigo desviar su atención de la cerveza que sostengo en la mano izquierda. Fatú regresa y allí sentados, me pone al corriente de sus impresiones sobre la isla. Me habla del impopular Presidente de la Cámara y de los motivos de su mala prensa, aparte de los consabidos; me dice que ha vendido toda la isla, que hasta ella se ha comprado un trozo de tierra. Pero que ha cometido tantas irregularidades que tiene varias papeletas para acabar entre rejas. Otro tema que toca y que al parecer le molesta, es la extrema religiosidad del lugar. Yo ya había oído algo al respecto. Hace unos días pregunté a Duca si era verdad que allí eran tan devotos. Su insólita teoría me dejó boquiabierto. “No es que en Maio seamos más creyentes que en otros lugares de Cabo Verde”, me dijo. “Lo que sucede es que hay buenas playas rodeando toda la isla y, dado que mucha gente aquí no tiene trabajo pueden disfrutarlas entre semana. Es por eso que los domingos prefieren ir a la iglesia”. Fatú pone cara de frígida, se reanima y me dice que no, que de eso nada. Que son religiosos hasta la médula y que no sólo está mal visto tener hijos fuera del matrimonio –cosa insólita en este país-, sino que es peor aún ser padres legales ante La Santa Madre Iglesia y relacionarse con otros que no lo sean. Alucino mucho, pero qué importa. Para eso están los viajes, ¿no? Esta conversación me trae a la memoria un par de cosas que he visto en Bila. La primera es una inscripción con letras gigantes en la pared de una iglesia que reza “Contra el SIDA, la mejor solución es Jesucristo” Tras tirar a la basura diez minutos de mi vida cavilando sobre ello empieza a dolerme la cabeza y prefiero dejarlo. La otra es un bonito mural con un chico y una chica bajo el cielo azul, con flores de colores, nubes blancas, hierba fresca... y la siguiente leyenda “No al SIDA. Programa para enseñar a nuestros jóvenes a disfrutar de su tiempo libre saludablemente” y yo me digo “¡Pero si aquí los condones son gratis! ¿Será el sexo insalubre?” Mejor olvidarlo.

Al caer la tarde subimos a la caja del camión; me preparo para el polvoroso viaje de vuelta. El calor es inaguantable, pero el mayor incordio son las moscas. Ya no hay mosquitos. Hace dos días, la Cámara Municipal -que algo bueno debía hacer-, fumigó las calles para acabar con esos agradables insectos, que tanto y tan bien me habían mordido. Fue efectivo y las hinchazones de mi cuerpo van desapareciendo. Pero moscas hay para dar, vender y montar una feria. Son increíblemente atrevidas, son temerarias. Si dejas caer uno de esos manotazos sin muchas ganas ¡ni se inmutan! Se quedan pegadas a tu brazo tal cual, te miran y te desafían. Dudas un instante, son africanas y no sabes si eso es un peligro extra. Un tanto furibundo, repites el manotazo y ahora sí se alejan; aceptan su aparente inferioridad, pero regresan una y otra vez. La noche pasada llegaban al punto de despertarme; correteando por mi cuerpo, haciéndome molestas cosquillas e intentando morderme. Al final, ojeroso, me levanté como un zombi y me embadurné de repelente. Fue peor aún, parecía gustarles; creo que se alimentan de él. ¡Maldita industria farmaceútica!

Al fin llegamos a casa y me estiro a descansar. ¡Pescar es agotador! Vila de Maio es un lugar muy tranquilo. La contaminación acústica es muy inferior a la de Mindelo. Salvo excepciones: cuando la discoteca Esperanza abre, pone música para toda la isla. No sé si lo consiguen, pero no me cabe duda de que esa es su intención. Las malditas moscas siguen en sus trece y no me dejan tranquilo. Agarro el insecticida y, aunque estoy a favor de la vida, mis nervios vencen a mis principios. Me relajo y cuando empiezo a entornar los ojos, oigo los balidos de un cabrito. Incansable y repetitivo; diez minutos después, el dichoso sonido se me ha metido en la cabeza de tal modo que ya no estoy seguro de si es real o imaginario. Respiro hondo. Diez minutos más y salgo al balcón a investigar y lo veo. Está en el edificio de enfrente, cuatro plantas en construcción. El animalito desespera, atrapado en la más alta. Creo que llama a su madre, que está en el descampado de abajo con unas amigas. Le contesta de tanto en cuando, pero no parece estar por la labor de subir a rescatarlo; está muy ocupada degustando el delicioso envoltorio de lo que fue un saco de yeso. Hago unas fotos y vuelvo a colocarme en posición horizontal.

Entro en una especie de duermevela, oigo balidos, veo astas de diversas formas y tamaños, siento moscas mangoneando dentro de mis oídos y... más balidos. Abro los ojos empapado en sudor y salgo al balcón de nuevo. Ahora las cosas están peor. Su madre se ha ido. “¡Está bien!” le grito, “¡ya voy!”. Mi inocencia urbana me lleva a preguntar a mis compañeras si las cabras suelen morder. Simone me responde que no mientras Andrea se ríe. Allá vamos en misión de rescate. Aparte de llevar a las chicas conmigo, cojo un pareo y una cuerda sin saber muy bien para qué. Subo los cuatro pisos; el bicho se pone histérico al verme, corre hacia una ventana y salta; se queda suspendido dos segundos en el alféizar, no le gusta la pronunciada altura, vuelve al suelo y sigue corriendo. No para de berrear ni un segundo y eso, al mezclarse con el balido permanente que ya había en mi cabeza me deja medio atontado. Corro tras él, Andrea a su vez corre tras de mí, cámara en mano filmando un video. Tan sólo soy una insípida versión terrestre del insigne Jacques Cousteau, pero tiempo al tiempo. Voy a por ella, la tengo casi acorralada. De repente salta al vacío. “¡Oh, no!”, exclamo sobrecogido. Me asomo y veo que tan sólo ha saltado al nivel inferior. Antes de que pueda sentir alivio, el puñetero animal sube raudo –y balando, como no- hasta el piso superior. ¡Qué demonios le pasa! ¿Sabe subir y no sabe bajar? ¿Le fallan las neuronas? Pues claro, está como una cabra. En otra de mis carreras me despellejo los dedos de los pies al tropezar contra las piedras que hay tiradas por el suelo. Esta vida de zoólogo de pacotilla acabará conmigo. Miro mis pies, me pongo serio y le digo “Se acabó tu tiempo”. Avanzo completamente decidido y consigo atraparla. Me siento un poco ridículo, tengo el pareo sobre ella y el trozo de cuerda en la boca; le cojo las cuatro patas –dos con cada mano- e inicio mi triunfal descenso. Bajo dos pisos y desde el segundo, con fines meramente educativos la lanzo al abismo. ¡Es una cabra! Debe conocer sus virtudes y posibilidades. Cae perfectamente y se va corriendo con la cabra de su madre. Simone me recrimina no haberle prestado el animalito para hacerse una foto. Le muestro mis pies heridos y le pido comprensión. Ella pone cara de pena, pero para demostrarme su enfado amablemente y haciendo gala del humor caboverdiano, me lanza una piedra del tamaño de un melón. Mis maltrechos pies la esquivan. ¡Uff! No me imagino en el hospital –por llamarlo de alguna manera- de la Vila de Maio. Cada mañana hay veinte o treinta personas en la puerta con muy mal aspecto. Yo diría que siempre son los mismos. Quizá sus malas caras son más un intento de provocar compasión y ser atendidos que no los verdaderos rasgos de una enfermedad.

Cuando anochece vamos a pasar un rato con Ali y Fatú. En su restaurante tienen generador a gasolina, así el apagón se hace más agradable con una cervecita fresca en la mano bajo la cálida luz de una bombilla. Además ella cocina de película. La nota negativa es que me tengo que tragar la telenovela; no sé si es peor la portuguesa o la brasileña. Ali la sigue con devoción, pero sobre gustos no hay nada escrito. Claro que esta mañana me ofreció un CD de Eros Ramazzottti al verme con un disc-man en la mano. “Dale una oportunidad”, me dijo. “Mira Ali, no se trata de oportunidades. Es sólo que este reproductor es un regalo y no quiero que se estropee”

Continuará...
Mindelo, 14 de septiembre de 2005

© Fermín San Vicente


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Todo sobre Maio (I)

Estoy en Praia de vacaciones con Andrea y con Simone. Ambas criolas de San Vicente, jóvenes y rockeras. La ciudad, a nuestro juicio, es bastante fea y el calor es prácticamente insoportable. En unos días tenemos previsto viajar a la isla de Maio, donde nos esperan unos amigos. Ali, que vino hace unos años de Milán y Fatú, oriunda de Mindelo. Por encargo de Ali vamos a comprar unos paquetes de lasaña para enviárselos en el Cidade Velha, un barco que hace el trayecto entre Praia y Maio cuando a la luna se le antoja. Por primera vez desde que estoy en este país, piso un supermercado bien surtido de productos, que me recuerda a las grandes superficies europeas. “Claro, estamos en la capital”, pienso. Encuentro ron jamaicano Captain Morgan –uno de mis favoritos- a precio de risa y como no, me hago con una botella. Llegamos al puerto y, tras dar con el citado barco, Andrea habla con Manuel, el capitán. Es español, tiene un ojo de cristal, la voz áspera como un membrillo y, en definitiva, más aspecto de pirata que de marinero. Le pasa una bolsa con las lasañas, pero él se interesa más por la cerveza que ella sostiene en la otra mano y, sin cortarse un pelo le pide un trago. Toma la botella y abre la boca para dar un sorbo, mostrando unos dientes quebrados y negros como el carbón, con cierta tonalidad verdusca cerca de sus encías. Tras saciar parte de su sed, hace el gesto de devolver la botella, pero Andrea le sonríe y le dice amablemente que puede quedársela. A él le parece estupendo, le da las gracias y nos despide con su torturada voz, quien sabe si fruto de los implacables vientos atlánticos o del consumo inmoderado de alcohol y cigarrillos.

De vuelta a la ciudad tratamos de idear un plan de ataque para conocer la isla de Santiago, pero debido al calor o a varias picaduras de mosquitos en mis piernas, no sé... El caso es que tengo el cerebro embotado y no reacciono. Así que en un momento de lucidez (o de falta de ella) decidimos no abandonar a su suerte en un país extranjero a esas pobres lasañas y acompañarlas hasta Maio. Nos apresuramos a recoger nuestras cosas y aunque llegamos con más de una hora de retraso al muelle, aún estamos a tiempo de coger el barco. La impuntualidad tiene sus ventajas. Unas cuarenta personas y uno de esos macacos autóctonos de la isla esperamos pacientemente el momento del embarque. Pido permiso a su dueño para sacarle una foto y acepta amablemente. Hasta hace lo posible para que su “bebé” mire a la cámara y sonría. ¿A qué padre no le gusta que su retoño luzca lozano y dichoso en una fotografía?

Por lo visto este barco tarda una hora y media en llegar a Maio, la mitad del tiempo que otros. Cuando zarpa, se me pega el culo en el asiento: es rápido de veras. En la cubierta, la escena es la de cualquier viaje marítimo en Cabo Verde. Caras largas, preocupación, angustia... Se me hace sorprendente que un pueblo insulano se maree tanto con el mismo mar que rodea sus vidas día a día. Andrea se queda en la cubierta, un poco de aire fresco puede ayudarle a sobrellevar el viaje. Yo, culo inquieto, voy y vengo de adentro a afuera. En la parte interior hay dos niveles, en el inferior, unos veinte asientos dispuestos en fila, como si se tratase de un cine. Está muy logrado, es posible que nos dispongamos a ver una película “gore”. Ahí encuentro a Simone, que me confiesa que ya ha vomitado. Tiene el pareo liado en la cabeza, al igual que muchos otros. Lo he visto en otras travesías, puede que sea una manera de abstraerse del mundo –y del mareo-. En el otro nivel, medio metro más elevado, la gente está tirada; unos por el suelo y otros en unos asientos tipo sofá, en plan despatarrado: donde caben cuatro sentados, hay uno solo estirado. ¡Maricón el último!.

El macaco está en su salsa, más suelto que nadie, aprovechando los momentos en que nadie sostiene su correa para trepar por los asientos y las cabezas de la gente. Se asoma a todas y cada una de las ventanas. Incluida una que hay hecha añicos, presumiblemente de una pedrada. Mira al mar aunando interés y cierta familiaridad. Vislumbro en su rostro algún que otro gesto de aprobación, como si le pareciera que todo va bien. Pregunto a su dueño si muerde y me dice que a veces sí, pero que carece de importancia porque no tiene dientes. Me intereso por su salud dental, pero voy por mal camino. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Y este tipo ha hecho a su mascota a su interés y conveniencia. Le arrancó los dientes como requisito fundacional de su relación de amistad. “¡Cómo!”, exclamo alarmado. Pero él lo entiende como una pregunta –lost in translation- y me responde cómo de verdad. Lo puso hasta las cejas de grogue y cuando el animal ya no se aguantaba de pie se los arrancó uno a uno con unos alicates. La mar de natural. Prefiero no interesarme por el proceso de convalecencia. No obstante, el animal luce feliz, no aparenta tener traumas ni nada por el estilo.

Salgo a la cubierta y no me mato de puro milagro. He cometido la estupidez de andar descalzo y, el vómito de un angelito que viaja tirado sobre un pareo, pasándolo peor imposible, convierte el suelo de madera en una pista deslizante. Me agarro como puedo no sé ni adonde y consigo mantener el equilibrio. Nadie se ríe, cosa rara. Ya que, sanamente desvergonzados, los caboverdianos se desternillan con este tipo de cosas: caídas, golpes, hasta si tropiezas con una piedra. Claro que no se ríen porque, francamente y sin un ápice de malicia, están más jodidos que yo. Aunque no todos, un grupo de jóvenes con la misma camiseta contra el SIDA, resisten como campeones. Se hacen bromas sin parar y parece que se divierten. Deduzco que deben ser deportistas, pero ya son muchos trayectos en barco y aún queda mucho mar por recorrer. “Ya veremos... Tiempo al tiempo”, pienso. Efectivamente, a menudo que pasan los minutos, el cuadro clínico de mareos sube de tono y se vuelve caricaturesco. Que el cielo me perdone, pero no puedo evitar que me parezca un tanto divertido. Eso sí, soy educado y disimulo. Saco mi botella de cola y le doy un ínfimo sorbo. A dos metros de mí una criola guapísima acaba de arrojar todo menos el hígado dentro de uno de los tres o cuatro baldes que el barco pone a disposición de sus clientes, a modo de bolsas para el mareo. Presumo que debe ser un buen método para inducir el vómito. Me pide un trago de mi bebida. Le advierto que aunque lo parezca, no es cola si no un potente ron jamaicano. O no me entiende o no me cree, da un tirón de la botella y se la acerca; la huele; le sobreviene una arcada; se apresura a devolvérmela y, ahora sí, abrazando el balde como si tuviera miedo de que se le escapara, echa el hígado por la boca. En la cubierta aún queda gente saludable, pero en el interior ya sólo quedamos dos sin marearnos: el macaco y yo. Los minutos se suceden -me ahorro de explicar más detalles escabrosos- y llegamos a Maio. El barco trata de atracar, pero no lo consigue. Por lo que cuentan, tiene poca altura para este muelle. Da unos bandazos impactantes contra el duro cemento, nos alejamos y esperamos hasta que llega el Barlavento, otro barco más grande que nos hace de puente. Es un auténtico rescate. Al igual que los demás he de poner un pie sobre una cuerda gruesa, elevarme alargando los brazos y encomendar mi suerte a dos mozos que estiran de mí. Demuestran ser de confianza y no fallan ni una sola vez. Las maletas, menos delicadas, vuelan de un barco al otro.

Ali nos recoge en el muelle con un taxi. Tiene unos treinta años, es alto, delgado y va despeinado como un loco (o como yo). Habla criol mixturado con italiano, de una manera muy graciosa; medio gritando, como si estuviera enfadado porque nadie le da la razón. Parece un poco pirado, me gusta. El conductor es simpático, se llama Milton. Me ofrece palomitas y se interesa por mi botella de cola. Le digo que es ron jamaicano; acepta, le da un trago y espurrea un poco el volante y el salpicadero, el resto lo escupe por la ventanilla. Me dice que qué demonios es, que si es gasolina. Le contesto que claro que no y le pregunto que si bebe grogue habitualmente. “Claro que sí”, me responde. Tomo aire y lo expulso lentamente, para así poderle decir más relajado “Entonces, ¿cómo demonios puede ser que esto te parezca fuerte?”

Ya en el apartamento, me llama la atención que, como en Praia, portones y ventanas tienen esa fina red anti-mosquitos. Se lo comento a Ali y me dice que no es sólo contra mosquitos, que aquí las moscas muerden y las cucarachas aprenden a volar desde bien jovencitas. Alentador. Nos lleva después a su “trattoria”, donde se encuentran Fatú y Luca, el bebé de ambos. Cien por cien criol y tan blanco como la navidad en Nueva York. Andrea bromea con Fatú y le dice que así no parece su madre, sino su niñera.

La Vila de Maio –Bila para los maienses- se me antoja Cabo Verde puro. El turismo es casi nulo y algunos dicen que todo el suelo de la isla ya está vendido, pero no es verdad. Y que pronto será tan turístico como Sal o Boavista. ¿”Pronto” en Cabo Verde? Sin comentarios.

Busco un lugar donde conectarme a internet y las perspectivas no son buenas. Me explican que en todo el pueblo hay tres locales que suman cuatro ordenadores con conexión. Voy al sitio más recomendado, una tienda de fotografía donde cobran 350 escudos por una hora. Es un robo y para colmo, son dos ordenadores en red compartiendo una lenta conexión analógica. Y aún hay más: cuando uno de ellos está libre, el dueño de la tienda, aprovecha para navegar, ralentizando la cosa todavía más. Concretamente mira webs de pornografía. ¡Maldito salido! Media hora después me retiro desesperado y el amable señor me dice que le debo 250. Como no me salen las cuentas, él me aclara que a menos tiempo más caro. Es un claro abuso por la falta de competencia; en San Vicente al pagar 200 por una hora disfruto de una velocidad seis veces superior. La verdad es que me enfado un poco. Le pago, no sin antes añadir que en las escuelas de Cabo Verde deberían enseñar, entre otras cosas, que ser blanco no implica necesariamente ni ser idiota ni estar podrido de dinero. Le prometo amablemente no volver, a lo que él contraataca diciendo que puede hacerme un descuento. Lo dicho: piensa que soy idiota.

La playa de la ciudad, a la que nos dirigimos a tomar un baño, quita el hipo. Si alguien que desconoce este país tiene esa imagen de paraíso tropical de arenas blancas, aguas turquesa y palmeras, aquí es verdad. Excepto por una cosa: el mar es terriblemente bravo, como debe ser. Esta playa kilométrica está partida en dos por aquel maravilloso muelle donde atracamos. Cuentan las malas lenguas que solamente está construida la mitad del proyecto. Es una “I” y debía ser una “L”. Que el presupuesto existía, pero que el Presidente de la Cámara de Maio es un político de la cabeza a los pies y se quedó con la pasta. Es un tipo con muy mala prensa. Se dice que algunos maienses están buscando, en los lugares más recónditos de la isla, el supuesto palacio que se está construyendo con lo que desfalca. Desde aquí la vista de la villa es encantadora. En Maio les gusta pintar las casas con vivos colores. Hay celestes, amarillas, calabazas y violadas; entre otras.

Por la tarde vamos a un colmado a aprovisionarnos de comida y demás cosas. Es todo carísimo. Y sus vendedores lo saben, pero dicen que en esta isla no hay nada, sólo problemas. Por la noche conozco a Duca, un amigo de Simone que vive aquí. Es un verdadero pozo de ciencia sobre Cabo Verde, conoce todas las islas a la perfección. Es un tipo muy oscuro de piel, natural de Praia. Tiene unos cuarenta años y es de complexión fuerte. Es muy simpático y amable. Y un gran aficionado a la Super Bock, la cerveza más abundante en Sotavento. Toda una suerte haberle conocido.

Cuando se hace de noche, flipamos con el cielo. Estrellas fugaces incluidas. Hay luna nueva y también ayuda que Bila es un pueblo poco iluminado, pero además de eso la luz se va todos los días a eso del anochecer. A veces durante una hora, a veces durante tres. El Presidente de la Cámara vuelve a ser protagonista. De nuevo las malas lenguas cuentan que el motor de la compañía eléctrica no tiene fuerza suficiente y que los emigrantes hicieron una dotación para comprar uno más potente que nunca llegó. Adivina, adivinanza: “¿Dónde está el dinero?”

Pasan un par de días y llega el fin de semana. A ver qué nos depara. Maio es tranquilo con letras grandes. Poco poblado, pocos turistas... Aquí por no haber no hay ni perros. En su lugar hay un montón de cabras pululando por la calle. Una de las cosas que no me gusta de Cabo Verde es que no se recicla nada. Pero aquí ya he conocido dos casos. Uno es el grogue Fortaleza, natural de la isla de Santiago, que utiliza las botellas vacías de Super Bock, para embotellar parte de su grogue. A esa miniatura le llaman Fortinho. Reciclajes aparte prefiero el grogue de Santo Antao. En Mindelo para chinchar a los praienses llaman al Fortaleza y análogos “mierdón”. El otro caso de reciclaje lo protagonizan las cabras. Se alimentan básicamente del papel que encuentran por la calle. Sirvan como ejemplos el de los sacos de cemento vacíos o los cartones de las cajas de cerveza. Deben estar muy hambrientas para hacer eso, así que ayer ofrecí a una un trozo de morena frito. “Deja ese cartón”, le dije. “Come un poco de pescado, ¡anda!” Me miró un instante con cara de hervívora y continuó degustando su exquisito manjar.

Por la tarde hay un torneo de fútbol con música zouk de fondo y retransmisión en directo; a toda pastilla. Hoy les toca jugar a las chicas. Siento debilidad por ello. Hace un par de años que perdí en buena medida la afición por el fútbol, pero cuando juegan chicas... ¡Y es que además lo hacen bien! Al poco tiempo de llegar a Mindelo, me sorprendió ver que, en la playa, las chicas jugaban a las palas sin que se les cayera la pelota cada dos o tres toques.

Ya es de noche, en la playa hay actuaciones de grupos y raperos locales. Hip hop fusionado con zouk u otras músicas autóctonas. Algunos adolecen de amateurismo, pero otros derrochan talento. Para ser una fiesta de pueblo el nivel es bueno. Sin olvidar que tienen que lidiar con una calidad de sonido tirando a pésima. Tras la intervención de un mozo que, más que cantar, parece que imite a una foca en celo, le pregunto maliciosamente a Duca si esto es el festival musical de Maio. No pilla la ironía y me explica –muy en serio- que esto son las fiestas del invierno. “¿Invierno o averno?”, le digo. Se ríe. “Esto para nosotros es el invierno. Es cuando llueve, es invierno”. Joder con el invierno... ¡pero si duermo con el ventilador encendido toda la noche!. Cuando acaba el evento, el presentador empieza a berrear micrófono en mano, agradece nuestra asistencia y después empieza a frasear de un modo muy divertido: “¿Donde está la marcha ahora? ¡En la discoteca Cocu!. ¿Donde vamos a pasarlo bien ahora? ¡A Cocu! ¿Donde va la gente mas cool? ¡A la boîte de moda, Cocu! Sufre algunos abucheos por la descarada publicidad, también se oye alguna que otra broma picante, ya que en criol “cocó” hace referencia a la entrepierna femenina. Como última aclaración para curiosos, al fruto del cocotero se le llama “coc”. No podemos resistir tamaña tentación así que caminamos hacia Cocu, que está en la otra punta del pueblo y es todo subida. Cuando llegamos está cerrada. Duca nos cuenta que es la discoteca la que presta el equipo de sonido para la fiesta en la playa y que tienen que traerlo para poder abrir puertas. Andrea comenta que la Cámara Municipal, como en San Vicente, debería tener un equipo propio. No hay nada que decir. Sólo reímos. Después de una hora merodeando por las inmediaciones de Cocu nos cansamos y nos vamos. Un amigo de Duca abre su bar para nosotros –son las tres de la mañana-. El tipo lleva una curda de espanto, así que nos deja allí y se marcha. Nos sentamos en la terraza a degustar una Super Bock más caliente que las puertas del infierno. Estamos bajo una gran lámpara y un escuadrón de mosquitos ávidos de sangre se ponen las botas conmigo. Me muerden hasta en la planta del pie. Hay una explicación posible. Dada la dureza exagerada del pie estándar de un caboverdiano –en serio, parecen de piedra-, quizá los míos se les antojen a estos insectos una auténtica golosina. En una ocasión en Boca de Lapa, una pedregosa playa de San Vicente, jugaba al fútbol con unos muchachos. Ya no estoy para esos trotes; tras unos minutos de sudor, dolor y cansancio extremo –, me di cuenta de que no había diferencia entre dar una patada a un pedrusco o a uno de aquellos recios pies. Por supuesto, me retiré ipso facto, alegando que había comido hacía poco y estaba haciendo la digestión.

Continuará...

Mindelo, 9 de septiembre de 2005

© Fermín San Vicente


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