martes, septiembre 27, 2005

 

Todo sobre Maio (I)

Estoy en Praia de vacaciones con Andrea y con Simone. Ambas criolas de San Vicente, jóvenes y rockeras. La ciudad, a nuestro juicio, es bastante fea y el calor es prácticamente insoportable. En unos días tenemos previsto viajar a la isla de Maio, donde nos esperan unos amigos. Ali, que vino hace unos años de Milán y Fatú, oriunda de Mindelo. Por encargo de Ali vamos a comprar unos paquetes de lasaña para enviárselos en el Cidade Velha, un barco que hace el trayecto entre Praia y Maio cuando a la luna se le antoja. Por primera vez desde que estoy en este país, piso un supermercado bien surtido de productos, que me recuerda a las grandes superficies europeas. “Claro, estamos en la capital”, pienso. Encuentro ron jamaicano Captain Morgan –uno de mis favoritos- a precio de risa y como no, me hago con una botella. Llegamos al puerto y, tras dar con el citado barco, Andrea habla con Manuel, el capitán. Es español, tiene un ojo de cristal, la voz áspera como un membrillo y, en definitiva, más aspecto de pirata que de marinero. Le pasa una bolsa con las lasañas, pero él se interesa más por la cerveza que ella sostiene en la otra mano y, sin cortarse un pelo le pide un trago. Toma la botella y abre la boca para dar un sorbo, mostrando unos dientes quebrados y negros como el carbón, con cierta tonalidad verdusca cerca de sus encías. Tras saciar parte de su sed, hace el gesto de devolver la botella, pero Andrea le sonríe y le dice amablemente que puede quedársela. A él le parece estupendo, le da las gracias y nos despide con su torturada voz, quien sabe si fruto de los implacables vientos atlánticos o del consumo inmoderado de alcohol y cigarrillos.

De vuelta a la ciudad tratamos de idear un plan de ataque para conocer la isla de Santiago, pero debido al calor o a varias picaduras de mosquitos en mis piernas, no sé... El caso es que tengo el cerebro embotado y no reacciono. Así que en un momento de lucidez (o de falta de ella) decidimos no abandonar a su suerte en un país extranjero a esas pobres lasañas y acompañarlas hasta Maio. Nos apresuramos a recoger nuestras cosas y aunque llegamos con más de una hora de retraso al muelle, aún estamos a tiempo de coger el barco. La impuntualidad tiene sus ventajas. Unas cuarenta personas y uno de esos macacos autóctonos de la isla esperamos pacientemente el momento del embarque. Pido permiso a su dueño para sacarle una foto y acepta amablemente. Hasta hace lo posible para que su “bebé” mire a la cámara y sonría. ¿A qué padre no le gusta que su retoño luzca lozano y dichoso en una fotografía?

Por lo visto este barco tarda una hora y media en llegar a Maio, la mitad del tiempo que otros. Cuando zarpa, se me pega el culo en el asiento: es rápido de veras. En la cubierta, la escena es la de cualquier viaje marítimo en Cabo Verde. Caras largas, preocupación, angustia... Se me hace sorprendente que un pueblo insulano se maree tanto con el mismo mar que rodea sus vidas día a día. Andrea se queda en la cubierta, un poco de aire fresco puede ayudarle a sobrellevar el viaje. Yo, culo inquieto, voy y vengo de adentro a afuera. En la parte interior hay dos niveles, en el inferior, unos veinte asientos dispuestos en fila, como si se tratase de un cine. Está muy logrado, es posible que nos dispongamos a ver una película “gore”. Ahí encuentro a Simone, que me confiesa que ya ha vomitado. Tiene el pareo liado en la cabeza, al igual que muchos otros. Lo he visto en otras travesías, puede que sea una manera de abstraerse del mundo –y del mareo-. En el otro nivel, medio metro más elevado, la gente está tirada; unos por el suelo y otros en unos asientos tipo sofá, en plan despatarrado: donde caben cuatro sentados, hay uno solo estirado. ¡Maricón el último!.

El macaco está en su salsa, más suelto que nadie, aprovechando los momentos en que nadie sostiene su correa para trepar por los asientos y las cabezas de la gente. Se asoma a todas y cada una de las ventanas. Incluida una que hay hecha añicos, presumiblemente de una pedrada. Mira al mar aunando interés y cierta familiaridad. Vislumbro en su rostro algún que otro gesto de aprobación, como si le pareciera que todo va bien. Pregunto a su dueño si muerde y me dice que a veces sí, pero que carece de importancia porque no tiene dientes. Me intereso por su salud dental, pero voy por mal camino. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Y este tipo ha hecho a su mascota a su interés y conveniencia. Le arrancó los dientes como requisito fundacional de su relación de amistad. “¡Cómo!”, exclamo alarmado. Pero él lo entiende como una pregunta –lost in translation- y me responde cómo de verdad. Lo puso hasta las cejas de grogue y cuando el animal ya no se aguantaba de pie se los arrancó uno a uno con unos alicates. La mar de natural. Prefiero no interesarme por el proceso de convalecencia. No obstante, el animal luce feliz, no aparenta tener traumas ni nada por el estilo.

Salgo a la cubierta y no me mato de puro milagro. He cometido la estupidez de andar descalzo y, el vómito de un angelito que viaja tirado sobre un pareo, pasándolo peor imposible, convierte el suelo de madera en una pista deslizante. Me agarro como puedo no sé ni adonde y consigo mantener el equilibrio. Nadie se ríe, cosa rara. Ya que, sanamente desvergonzados, los caboverdianos se desternillan con este tipo de cosas: caídas, golpes, hasta si tropiezas con una piedra. Claro que no se ríen porque, francamente y sin un ápice de malicia, están más jodidos que yo. Aunque no todos, un grupo de jóvenes con la misma camiseta contra el SIDA, resisten como campeones. Se hacen bromas sin parar y parece que se divierten. Deduzco que deben ser deportistas, pero ya son muchos trayectos en barco y aún queda mucho mar por recorrer. “Ya veremos... Tiempo al tiempo”, pienso. Efectivamente, a menudo que pasan los minutos, el cuadro clínico de mareos sube de tono y se vuelve caricaturesco. Que el cielo me perdone, pero no puedo evitar que me parezca un tanto divertido. Eso sí, soy educado y disimulo. Saco mi botella de cola y le doy un ínfimo sorbo. A dos metros de mí una criola guapísima acaba de arrojar todo menos el hígado dentro de uno de los tres o cuatro baldes que el barco pone a disposición de sus clientes, a modo de bolsas para el mareo. Presumo que debe ser un buen método para inducir el vómito. Me pide un trago de mi bebida. Le advierto que aunque lo parezca, no es cola si no un potente ron jamaicano. O no me entiende o no me cree, da un tirón de la botella y se la acerca; la huele; le sobreviene una arcada; se apresura a devolvérmela y, ahora sí, abrazando el balde como si tuviera miedo de que se le escapara, echa el hígado por la boca. En la cubierta aún queda gente saludable, pero en el interior ya sólo quedamos dos sin marearnos: el macaco y yo. Los minutos se suceden -me ahorro de explicar más detalles escabrosos- y llegamos a Maio. El barco trata de atracar, pero no lo consigue. Por lo que cuentan, tiene poca altura para este muelle. Da unos bandazos impactantes contra el duro cemento, nos alejamos y esperamos hasta que llega el Barlavento, otro barco más grande que nos hace de puente. Es un auténtico rescate. Al igual que los demás he de poner un pie sobre una cuerda gruesa, elevarme alargando los brazos y encomendar mi suerte a dos mozos que estiran de mí. Demuestran ser de confianza y no fallan ni una sola vez. Las maletas, menos delicadas, vuelan de un barco al otro.

Ali nos recoge en el muelle con un taxi. Tiene unos treinta años, es alto, delgado y va despeinado como un loco (o como yo). Habla criol mixturado con italiano, de una manera muy graciosa; medio gritando, como si estuviera enfadado porque nadie le da la razón. Parece un poco pirado, me gusta. El conductor es simpático, se llama Milton. Me ofrece palomitas y se interesa por mi botella de cola. Le digo que es ron jamaicano; acepta, le da un trago y espurrea un poco el volante y el salpicadero, el resto lo escupe por la ventanilla. Me dice que qué demonios es, que si es gasolina. Le contesto que claro que no y le pregunto que si bebe grogue habitualmente. “Claro que sí”, me responde. Tomo aire y lo expulso lentamente, para así poderle decir más relajado “Entonces, ¿cómo demonios puede ser que esto te parezca fuerte?”

Ya en el apartamento, me llama la atención que, como en Praia, portones y ventanas tienen esa fina red anti-mosquitos. Se lo comento a Ali y me dice que no es sólo contra mosquitos, que aquí las moscas muerden y las cucarachas aprenden a volar desde bien jovencitas. Alentador. Nos lleva después a su “trattoria”, donde se encuentran Fatú y Luca, el bebé de ambos. Cien por cien criol y tan blanco como la navidad en Nueva York. Andrea bromea con Fatú y le dice que así no parece su madre, sino su niñera.

La Vila de Maio –Bila para los maienses- se me antoja Cabo Verde puro. El turismo es casi nulo y algunos dicen que todo el suelo de la isla ya está vendido, pero no es verdad. Y que pronto será tan turístico como Sal o Boavista. ¿”Pronto” en Cabo Verde? Sin comentarios.

Busco un lugar donde conectarme a internet y las perspectivas no son buenas. Me explican que en todo el pueblo hay tres locales que suman cuatro ordenadores con conexión. Voy al sitio más recomendado, una tienda de fotografía donde cobran 350 escudos por una hora. Es un robo y para colmo, son dos ordenadores en red compartiendo una lenta conexión analógica. Y aún hay más: cuando uno de ellos está libre, el dueño de la tienda, aprovecha para navegar, ralentizando la cosa todavía más. Concretamente mira webs de pornografía. ¡Maldito salido! Media hora después me retiro desesperado y el amable señor me dice que le debo 250. Como no me salen las cuentas, él me aclara que a menos tiempo más caro. Es un claro abuso por la falta de competencia; en San Vicente al pagar 200 por una hora disfruto de una velocidad seis veces superior. La verdad es que me enfado un poco. Le pago, no sin antes añadir que en las escuelas de Cabo Verde deberían enseñar, entre otras cosas, que ser blanco no implica necesariamente ni ser idiota ni estar podrido de dinero. Le prometo amablemente no volver, a lo que él contraataca diciendo que puede hacerme un descuento. Lo dicho: piensa que soy idiota.

La playa de la ciudad, a la que nos dirigimos a tomar un baño, quita el hipo. Si alguien que desconoce este país tiene esa imagen de paraíso tropical de arenas blancas, aguas turquesa y palmeras, aquí es verdad. Excepto por una cosa: el mar es terriblemente bravo, como debe ser. Esta playa kilométrica está partida en dos por aquel maravilloso muelle donde atracamos. Cuentan las malas lenguas que solamente está construida la mitad del proyecto. Es una “I” y debía ser una “L”. Que el presupuesto existía, pero que el Presidente de la Cámara de Maio es un político de la cabeza a los pies y se quedó con la pasta. Es un tipo con muy mala prensa. Se dice que algunos maienses están buscando, en los lugares más recónditos de la isla, el supuesto palacio que se está construyendo con lo que desfalca. Desde aquí la vista de la villa es encantadora. En Maio les gusta pintar las casas con vivos colores. Hay celestes, amarillas, calabazas y violadas; entre otras.

Por la tarde vamos a un colmado a aprovisionarnos de comida y demás cosas. Es todo carísimo. Y sus vendedores lo saben, pero dicen que en esta isla no hay nada, sólo problemas. Por la noche conozco a Duca, un amigo de Simone que vive aquí. Es un verdadero pozo de ciencia sobre Cabo Verde, conoce todas las islas a la perfección. Es un tipo muy oscuro de piel, natural de Praia. Tiene unos cuarenta años y es de complexión fuerte. Es muy simpático y amable. Y un gran aficionado a la Super Bock, la cerveza más abundante en Sotavento. Toda una suerte haberle conocido.

Cuando se hace de noche, flipamos con el cielo. Estrellas fugaces incluidas. Hay luna nueva y también ayuda que Bila es un pueblo poco iluminado, pero además de eso la luz se va todos los días a eso del anochecer. A veces durante una hora, a veces durante tres. El Presidente de la Cámara vuelve a ser protagonista. De nuevo las malas lenguas cuentan que el motor de la compañía eléctrica no tiene fuerza suficiente y que los emigrantes hicieron una dotación para comprar uno más potente que nunca llegó. Adivina, adivinanza: “¿Dónde está el dinero?”

Pasan un par de días y llega el fin de semana. A ver qué nos depara. Maio es tranquilo con letras grandes. Poco poblado, pocos turistas... Aquí por no haber no hay ni perros. En su lugar hay un montón de cabras pululando por la calle. Una de las cosas que no me gusta de Cabo Verde es que no se recicla nada. Pero aquí ya he conocido dos casos. Uno es el grogue Fortaleza, natural de la isla de Santiago, que utiliza las botellas vacías de Super Bock, para embotellar parte de su grogue. A esa miniatura le llaman Fortinho. Reciclajes aparte prefiero el grogue de Santo Antao. En Mindelo para chinchar a los praienses llaman al Fortaleza y análogos “mierdón”. El otro caso de reciclaje lo protagonizan las cabras. Se alimentan básicamente del papel que encuentran por la calle. Sirvan como ejemplos el de los sacos de cemento vacíos o los cartones de las cajas de cerveza. Deben estar muy hambrientas para hacer eso, así que ayer ofrecí a una un trozo de morena frito. “Deja ese cartón”, le dije. “Come un poco de pescado, ¡anda!” Me miró un instante con cara de hervívora y continuó degustando su exquisito manjar.

Por la tarde hay un torneo de fútbol con música zouk de fondo y retransmisión en directo; a toda pastilla. Hoy les toca jugar a las chicas. Siento debilidad por ello. Hace un par de años que perdí en buena medida la afición por el fútbol, pero cuando juegan chicas... ¡Y es que además lo hacen bien! Al poco tiempo de llegar a Mindelo, me sorprendió ver que, en la playa, las chicas jugaban a las palas sin que se les cayera la pelota cada dos o tres toques.

Ya es de noche, en la playa hay actuaciones de grupos y raperos locales. Hip hop fusionado con zouk u otras músicas autóctonas. Algunos adolecen de amateurismo, pero otros derrochan talento. Para ser una fiesta de pueblo el nivel es bueno. Sin olvidar que tienen que lidiar con una calidad de sonido tirando a pésima. Tras la intervención de un mozo que, más que cantar, parece que imite a una foca en celo, le pregunto maliciosamente a Duca si esto es el festival musical de Maio. No pilla la ironía y me explica –muy en serio- que esto son las fiestas del invierno. “¿Invierno o averno?”, le digo. Se ríe. “Esto para nosotros es el invierno. Es cuando llueve, es invierno”. Joder con el invierno... ¡pero si duermo con el ventilador encendido toda la noche!. Cuando acaba el evento, el presentador empieza a berrear micrófono en mano, agradece nuestra asistencia y después empieza a frasear de un modo muy divertido: “¿Donde está la marcha ahora? ¡En la discoteca Cocu!. ¿Donde vamos a pasarlo bien ahora? ¡A Cocu! ¿Donde va la gente mas cool? ¡A la boîte de moda, Cocu! Sufre algunos abucheos por la descarada publicidad, también se oye alguna que otra broma picante, ya que en criol “cocó” hace referencia a la entrepierna femenina. Como última aclaración para curiosos, al fruto del cocotero se le llama “coc”. No podemos resistir tamaña tentación así que caminamos hacia Cocu, que está en la otra punta del pueblo y es todo subida. Cuando llegamos está cerrada. Duca nos cuenta que es la discoteca la que presta el equipo de sonido para la fiesta en la playa y que tienen que traerlo para poder abrir puertas. Andrea comenta que la Cámara Municipal, como en San Vicente, debería tener un equipo propio. No hay nada que decir. Sólo reímos. Después de una hora merodeando por las inmediaciones de Cocu nos cansamos y nos vamos. Un amigo de Duca abre su bar para nosotros –son las tres de la mañana-. El tipo lleva una curda de espanto, así que nos deja allí y se marcha. Nos sentamos en la terraza a degustar una Super Bock más caliente que las puertas del infierno. Estamos bajo una gran lámpara y un escuadrón de mosquitos ávidos de sangre se ponen las botas conmigo. Me muerden hasta en la planta del pie. Hay una explicación posible. Dada la dureza exagerada del pie estándar de un caboverdiano –en serio, parecen de piedra-, quizá los míos se les antojen a estos insectos una auténtica golosina. En una ocasión en Boca de Lapa, una pedregosa playa de San Vicente, jugaba al fútbol con unos muchachos. Ya no estoy para esos trotes; tras unos minutos de sudor, dolor y cansancio extremo –, me di cuenta de que no había diferencia entre dar una patada a un pedrusco o a uno de aquellos recios pies. Por supuesto, me retiré ipso facto, alegando que había comido hacía poco y estaba haciendo la digestión.

Continuará...

Mindelo, 9 de septiembre de 2005

© Fermín San Vicente

Comments: Publicar un comentario

<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?