viernes, junio 30, 2006

 

La noche más larga del año (parte final)



Y hoy va a ser
La noche más larga del año
Y la quiero vivir como si en realidad
No tuviera
Que asistir a su final


Nacho Vegas





Finiquitada la fiesta del hotel, volvemos a la plaza para asistir a la batucada popular. Mi mundo se derrumba: tenía clasificadas a la mayoría de las mujeres según sus zapatos; y ahora, están ahí, algunas deliciosamente descalzas con los tacones en la mano, ¡y otras en chanclas! ¿De dónde las han sacado? Mientras tanto, mis tripas crujen notificándome que ya se han curado y que tras el riego de calimocho necesitan ingerir algo con sustancia.

La batucada está chula, aderezada cómo no, por derrapes y más derrapes. El premio se lo lleva Tchon con su Vespa. Es tan corpulento que cada vez que hace chirriar la rueda sobre el suelo parece que la moto se vaya a desintegrar bajo sus orondas posaderas.
La canción estrella del momento vuelve a ser Soncent é sabe, é sabe pá cagá, woh! Hasta que un badiu (que vendría a ser lo que un madrileño para un barcelonés) se arranca con un Praia é sabe, é sabe pa cagá, woh! Los abucheos lo convencen de que calladito está más guapo.

Entonces veo aparecer a Norman, que es un rasta inversamente proporcional a Rasti. Es decir, no fuma porros, le pega al alcohol y ya nadie recuerda si algún día supo lo que era el buen rollo. Va dando vueltas con aire de yonki. Está todo sucio, como si hubiera estado en una verbena en el vertedero. Es gratificante ver a un tipo que te da cien patadas oliendo a basurilla.

Cada vez hay más gente. La plaza es el punto de reunión de todas las fiestas, cada uno contando lo bien que lo ha pasado. Las percusiones nos enardecen. Saltamos como locos. Lo sabía: estando piripi, el salvajismo no me molesta en absoluto.

Los tamborileros aflojan. Me retiro a una esquina a tomar más notas. Pasan tres vestidos con pinta gangsta hip hop y uno me suelta un fraseo en plan rapero: “Qué bueno que es Cabo Verde, tú eres un poco listillo que seguro que te gustan las criolas”. Otro que me toma por un turista. Le respondo que me gustan más los criolos y él deja de sonreír y mira al frente. Sus amigos se ríen.

Un tipo simpático se detiene para conocerme y resulta que somos vecinos. “Yo también soy de Vila Nova, tú hablas criol muy bien, ¿cuántos años llevas aquí?, tú no eres español, yo te declaro caboverdiano por derecho propio, ¿tienes un cigarro?, ¡no fumas!, ¿y veinte escudos?, ¡no tienes!, vaya, olvida eso de que eres caboverdiano, vuelves a ser extranjero, hasta luego”.

Veo pasar mi cajera favorita del súper, me sonríe, su candidez está siendo aniquilada por ese vestido tan ajustado y ese tacón derecho, que se tuerce y le confiere un aire de femme fatale perturbador. Su novio, para mi decepción, es bastante feo, sobretodo porque me mira muy serio; y me quedo con las ganas de decirle: ten cuidado, el amor es ciego pero los vecinos no.
La batucada termina, pero el deporte de quemar neumáticos… ¿Pero no estamos en un país pobre? ¿Y este despilfarro?

Al fin llega la banda, estamos preparados para el pasacalles. Me estoy meando, y todo el mundo mea que te mea. Los chicos en las paredes, las chicas más valientes entre los coches. ¿Y yo? ¿Qué puedo hacer? No hay ni un maldito bar abierto. Un momento, me dice Zaida, la oficina de la compañía telefónica está abierta y conozco al chico, venimos de allí y nos ha dejado usar el lavabo sin problema. Te acompaño. Cuando llegamos Zaida le pregunta y el tipo dice categóricamente que no puede ser. Ella le insiste, y él que no. Olvídalo, Zaida, me conozco de sobras a esta clase de pichabravas que hacen favores SÓLO a las chicas. Salimos del edificio y me planto al lado de la caseta del guarda, la banda está pasando al otro lado del muro; me concentro, puedo hacerlo, puedo hacerlo; y lo hago.

Caminamos junto a la banda. Son tres músicos que representan a todos los que tocan los domingos a las siete, para que los niños bailen. Lo que hacen ahora es pedir el aguinaldo. Y como todo el mundo aquí (menos yo y cuatro más) es adicto a la procreación, dicen que les sale sembrado.

Recorremos las calles, una por una. La colecta no parece tener mucho éxito. Tal vez la gente aún duerme. Fabiana y yo comentamos lo dura que es la sed, y justo entonces avistamos un oasis al final de la avenida, en el que algunos coches están repostando. Disimuladamente, nos desmarcamos de la multitud y nos lanzamos en pos de la cerveza prometida. Llegamos a la tienda jadeando, la chica nos atiende y entonces ve venir la marabunta. Tal vez la experiencia de otros años, tal vez el mero sentido común, la llevan a salir corriendo del mostrador para gritarle a Iván (el de la manguera) que entre inmediatamente y cierre la puerta. Como en una película de terror serie B, Iván consigue su objetivo en el último instante y decenas de manos se estrellan contra el cristal como moscas borrachas en pos de miel. Cuando se tranquilizan un poco, Iván abre la puerta y los deja entrar de tres en tres, evitando así lo que hubiera sido un asalto en toda regla.

El pasacalles entra en el barrio de Madeiralzinho y la colecta mejora: las ventanas se abren y las monedas van cayendo. A mí, la banda, me tiene más que sorprendido. Los he oído alguna vez en la plaza y, ya sabéis, una banda municipal cualquiera, con sus trompetas, sus clarinetes, etcétera. Pero esta mañana no salgo de mi asombro. Debe hacer ya media hora que los acompañamos y están tocando sin cesar la misma secuencia de veinte segundos una y otra vez. Y yo, anómalamente curioso para estos lares, intento que alguien me explique qué significa eso o si nunca van a cambiar o si es un chiste o si están borrachos. Pero nada. Yo, que voy un día a pescar y sueño que soy un besugo. Que organizo una cena y cocino un arroz (buenísimo, por cierto) y sueño que soy el chef de South Park. Que una chica me pisa por la noche y sueño que… (bueno, esto prefiero no contarlo). Adonde quiero llegar es a que, cuando me acueste, voy a soñar con que soy una trompeta y ahí un tipo ahí soplándome todo el tiempo o peor aún, que soy una nota de esta canción y que nadie me quiere por estar más sobada que una barandilla.

Pero no todo es música. En este tórrido lugar, cualquier evento es bueno para darle un poco al asunto del flirteo. Zaida, por ejemplo, ha triunfado con un blanquito que al poco me presenta y resulta ser español. En un momento de la conversación me pregunta dónde he estado y le digo que en la mejor fiesta posible, en la que había más tacones. Él, perplejo, pregunta qué tienen que ver los tacones y yo le respondo que para mí mucho. Por ejemplo ésa de ahí delante que dices que tanto te gusta, estaba en mi fiesta con tacones en vez de chanclas y ganaba un montón. Tonterías, dice, los tacones lo único que hacen es que parezca que tienen mejor culo del que tienen. Nada, un analfabeto en lo que respecta al zapato femenino, pero qué se le va a hacer. Nuestra desconexión le hace volver con Zaida, que al punto me pide opinión con la mirada y yo le respondo con un gesto de desaprobación. Lo siento, pero no soporto a los tipos que hablan de las mujeres locales como una cosa caliente.

Apenas hemos recorrido una décima parte de la ciudad, cuando la banda se para. Es una placita donde hacen un descanso tradicionalmente. Y… ¿después del descanso cambian de canción? Nadie me responde. El silencio hace que los fans nos interrelacionemos. Así conozco a una pareja de profesores de Canarias de edad avanzada pero bastante rockeros. Ni se han acostado ni tienen sueño.

El alcohol derriba murallas. Un artista portugués que vive aquí hace muchísimo y ha llegado al punto de pisarme y reaccionar como si yo fuese una piedra, viene y me abraza. ¡Feliz año nuevo! Claro, sobre todo para ti, por lo que se ve.

Sólo quedan dos chicas con tacones, ¡y se marchan! Así que voto por lo mismo. Fabiana dice que después de una fiesta así hay que comer, y que la mejor opción es ir a su casa. Entramos, su madre está levantada. Miro la hora, es mediodía. Su hermano se despierta y, a pesar de la resaca, se sienta a desayunar con nosotros. Esto es una revancha en toda regla. En la mesa hay buena parte de las viandas que anoche miraba con impotencia. Y para redondearlo, el hermano prepara unos gin-tonics. Bueno, todo en orden. O casi. Siento una sensación extraña, giro la cabeza y veo a la madre de Fabiana mirándome con el ojo tó torcío. ¿Imaginaciones mías por la falta de sueño? No lo creo. Cómo ya dije con las tazas, cada vez encuentro este lugar menos exótico. Y otra suegra más que no me acepta, no hace otra cosa que corroborarlo.



FIN


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