lunes, mayo 02, 2005

 

La Captura (fallida) de León

Esta historieta que divulgo ahora me sucedió hace cerca de un mes. En aquel entonces todavía buscaba la verdad sobre Mindelo en sus bares, cuando ya estaba oscuro, una noche tras otra. Un martes cualquiera me encontraba en el Club Flamingos, el local con más turistas de la ciudad. Ya no lo frecuento. Cada noche, sin perdonar una sola, tocan morna: un estilo vernáculo adaptado de la saudade brasileña y que es algo así como una expresión de tristeza, malvivir o nostalgia del país. Y doy fe de que el cantante consigue transmitir todo eso plañido a plañido. Como curiosidad está bien, pero una semana escuchando semejante peñazo y hasta un tipo tan vital como yo podría deprimirse.

Para colmo, estaba sentado circunstancialmente con dos sesentones italianos de pelo níveo que hablaban de chicas en su propia lengua. ¡Menudo panorama! Traté de eludir la conversación, pero fui obligado a pronunciarme y, naturalmente, no coincidíamos en gustos: yo optaba por las de veinticinco; ellos preferían las de dieciséis. Saqué mi libreta de notas y tras juguetear un poco con el bolígrafo, escribí: “en Mindelo también hay cosas deprimentes”; al tiempo que pedí un segundo “stomperot”, un brebaje para machotes que podría considerarse el cóctel local. La fórmula es casi magistral. En un vaso cualquiera se pone la mitad de “grog”, la bebida nacional, que es un destilado de la caña de azúcar afín a la cachaça brasileña. (Hay de diversas calidades: los mejores no tienen nada que envidiar a un buen ron; los peores son más nocivos que el bicloruro de mercurio). La otra mitad se completa con ponche de miel, obtenido de mezclar dicho aguardiente con miel de caña. Una vez los dos caldos reposan dentro del vaso, la camarera los mira fijamente durante unos segundos a ver si se mezclan solos y, al ver que no es así, se da media vuelta y sigue con lo suyo. Aunque si estás de suerte, le ha puesto una rodajita de limón. Es una bebida peligrosa, puedo asegurarlo. No es extraño hallar de vez en cuando a un tipo tirado en la calle, aparentemente dormido (o muerto), al que le hacen de colchón sus propios vómitos: está pasando la castaña de “grog”. Los domingos por la mañana hay uno en cada esquina. Ya se sabe; el día del Señor en la iglesia vino y en la calle grog. Lo importante es purificar el alma.

Cuando pedí el tercer “stomperot”, la camarera, la rotunda Ana Julia me gritó: “¿Otro más? ¡Te vas a emborrachar!”. Sólo me faltaba eso, que una mujer me riñera por beber. A mí no me tose nadie, al menos hoy en día. Se revolvieron en mi mente traumáticos recuerdos del pasado, cuando una manipuladora novia pretendía forzarme a andar un lóbrego camino, estrangulado por ceñidas cadenas, diciéndome constantemente lo que tenía que hacer. El rebelde agazapado dentro de mí explotó, tenía que defender mi hombría. Llegué a beber seis o siete más y otras tantas veces Ana Julia me reprendió con severidad. La expresión de su cara, protectora y divertidamente enojada en conjunto con sus marcadas facciones africanas, me hacía reír de lo lindo. Pero al rato me aburría y decidí marcharme, no sin antes despedirme de aquellos dos pederastas en potencia, que aún seguían dándole al mismo tema. Caminé por las oscuras calles mindelenses de regreso a casa, inundado por un genial estado de euforia contenida. “¿Yo, emborracharme?”, me repetía a mí mismo riendo burlonamente. Me sentía libre, feliz y poderoso. Muy poderoso.

Subí a casa, donde en uno de los lados hay una terraza comunitaria. Allí habita un pobre y solitario perro llamado León. Atado a una corta cadena todo el santo día con apenas un metro de libertad. Su dueño, un muchacho de diez años, lo saca a pasear una vez por la mañana y otra por la tarde, sustituyendo los eslabones metálicos por una correa de cuero y no es sólo eso; además le hace mil inapropiadas perrerías. El can, lógicamente, está un poco mal de la azotea. Al verme llegar, como de costumbre, empezó a ladrar fieramente.

Me sentía fetén; no obstante, tiraba de mis cejas hacia arriba, en una reñida lucha contra mis obcecados párpados, que sólo pensaban en cerrarse. A mi izquierda estaba aquel bicho, gruñéndome bajo ese increíble cielo ignorante de la polución y amigo íntimo de las estrellas. Enfrente, la bahía en calma, entreviendo en la penumbra esos tres barcos oxidados que encallaron hace décadas y de cuya estructura da buena cuenta año tras año la implacable agua del mar. Y a mi derecha Mindelo, con esa leve luz, durmiendo en quedo silencio. Azuzada por ese paisaje pleno de espiritualidad, emergió como la lava de un volcán el alma de Alejo el libertador, venido aquí para curar al mundo de sus injusticias, con la gracia de Dios y la inestimable ayuda del “grog”. Y solté al perro.

En un principio se mostró contento de aquel nuevo don. ¡Estaba libre! Fue tan grande su sorpresa que, borracho de excitación, empezó a correr y a ladrar, girando la cabeza hacia atrás, en un obvio gesto de desconfianza. Justo ahí me di cuenta de que tal vez no había sido buena idea. Tenía que darle caza para devolverlo a su anterior estado contra natura. Sentí la agitación del niño travieso que ha cometido una trastada y quiere enmendarlo antes de que sus mayores lo adviertan. En medio de la terraza había cuerdas con ropa tendida. Largas sábanas azuladas, floreados manteles, lencería no muy fina y dos de esas camisas negras con un estridente tigre estampado que han puesto aquí de moda los chinos. Un montón de ropa hortera boicoteando mi vil misión de captura. Cuando iba por un lado, León iba hacia el otro; una y otra vez. Yo estaba con la lengua fuera, jadeante y hasta las cejas de confusión. Los ladridos despertaron a mi compañero de piso, Pedro, que se paró en el umbral de la puerta y me miró atónito. “¡Anda, que vienes guapo!”, me dijo. Yo seguía estúpidamente empeñado en atar al perro y, claro, a él que estaba sereno no le parecía lo más apropiado. Perseguí al animal lanzando tímidamente la mano hacia su cuello mientras él me respondía abriendo la boca y clavando dentelladas al aire. Hasta que lo conseguí: me mordió en la mano izquierda, en el flexor del pulgar. Me había clavado un colmillo y una gota de sangre afloró a la superficie de mi piel. “¡Hostia puta; me ha mordido!”, exclamé patidifuso. Pedro valoró la situación y viendo que capturar al perro era tan difícil como convencerme de que olvidara la cacería, tomó la inteligente decisión de irse a dormir. Ni siquiera me dijo adiós.

Entré dentro del piso para corroborar lo que en ese momento me pareció increíble. Me había dejado en la estacada. La puerta de su cuarto estaba cerrada con él al otro lado, ajeno al terrible brete en que me encontraba. Dada la propensión a sentirnos desamparados en determinados estados etílicos me quedé allí plantado, estupefacto. Estaba sólo en el mundo; aunque ahora más que nunca empecinado en llevar a cabo mi cometido. Reanudé la persecución con tanto fervor que el éxito llegó de inmediato. Mi mano derecha apretaba su collar. León trataba de girar la cabeza, la boca entreabierta, gruñendo rabioso y dejando a la vista dos desafiantes y salivosas filas de dientes. De repente, obstinado en mantener su libertad tiró hacia adelante con fuerza; yo no quise soltarlo y di una vuelta tremenda. Caí al suelo golpeándome fuertemente en el hombro y el pómulo izquierdos. Me levanté aturdido por el porrazo; sentía dolor. Miré al animal y comprendí que era mejor dejarlo estar. “Que te jodan, eres un perro malo”, le increpé frustrado. Y me fui a la cama.

A la mañana siguiente me levanté con un fuerte dolor en el hombro y el pómulo negruzco cual boxeador vapuleado. Me miré en el espejo y puse cara de tipo duro. No era nada creíble, ya que la resaca marcaba mis facciones inexorablemente; incluso me privó durante unas horas de advertir una considerable herida en la parte anterior del hombro. Salí a la terraza y allí estaba mi contrincante atado a su cadena. ¿Había sido un sueño? Me temo que no. Su dueño ya le había dado su paseo matutino. Seguro que ni se preguntó por qué el animal andaba suelto. El caboverdiano no gasta neuronas innecesariamente; tal vez, en ocasiones, ni siquiera necesariamente. León me miraba fijamente, la cabeza un poco agachada; meneando la cola, con cara de arrepentimiento. Me acerqué a acariciarlo, le di unas palmadas en la cabeza y le dije que no se preocupara, que sin rencores. Que su comportamiento había sido normal. Y que no se podía decir lo mismo de mí, aunque no me arrepentía. Tras ofrecerle unas galletas de chocolate, aquél fue el comienzo de una sincera y profunda amistad.

Mindelo, 2 de mayo de 2005

© Fermín San Vicente


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