jueves, junio 30, 2005

 

La Fiesta de Santa Cruz en Salamansa

Estamos a principios de Mayo. Tras otro duro y rockero fin de semana en Mindelo, ha llegado el salvador lunes. “Ahora toca descansar”, pienso yo como un iluso. Ayer oí que durante tres días –empezaba entonces-, se celebra una fiesta en Salamansa. Aunque los días fuertes son hoy y mañana. No lo tomé muy en serio, además estuve preguntando y sí, me corroboraban que había una fiesta, pero nadie me explicaba en qué consistía. Por la tarde suena mi móvil, al que aquí también llamamos “grilo”, ya que su imagen es eso, un divertido grillo de color verde sospechosamente parecido a aquél que se llama Pepito. Todo el mundo está quedando para dicha fiesta. Por lo visto es mucho más importante de lo que parecía ayer. Es por eso que no me canso de repetir nunca: aquí cuenta infinitamente más el hoy que el mañana. Acordamos encontrarnos a las nueve en la Praça Amílcar Cabral o Praça Nova.

Me permito hacer un inciso sobre otro original aspecto de esta ciudad. Aquí, calles, plazas y avenidas pueden tener de cero a tres nombres. Cero es porque la inmensa mayoría no tiene placas que las identifiquen y nadie sabe cómo se llaman. De los números ya ni hablemos. Un amigo italiano me contó su propia anécdota al respecto. En una conversación con un lugareño le decía que él vivía en la Rua Veinticuatro de Setembro. Está en el mismísimo centro. El caboverdiano le discutía con vehemencia la existencia de esa calle, recordándole que él llevaba viviendo aquí toda la vida. “Querrás decir Doce de Setembro, esa sí existe, pero veinticuatro no”. Mi amigo trató de indicarle el lugar por proximidad con otras calles más conocidas, pero no había manera. Al final, el desespero le llevó a decir “en casa del señor José” y, como si José no hubiera más que uno en todo Mindelo, su interlocutor exclamó “Claro, al lado de aquella tienda de vinos”. Y acertó. Lo mismo me sucedía a mí. Yo vivo en la Rua do Minho. Aún no encontré a nadie que sepa donde es. Entonces sólo digo “cerca de Praça Estrela, en casa del señor Amadeo” y me comprenden a la primera. Al llegar a ese piso llamé por teléfono para que me trajeran una bombona de gas. Me habían asegurado que era un servicio altamente eficiente, que en una hora venían a casa. Tardaron más de un día. Al llamar de nuevo, no conseguí explicación alguna de cual era el problema. Al día siguiente lo entendí, ya que encontré a la camioneta de reparto a cien metros de casa. El conductor miraba a uno y otro lado como si buscara algo. Yo, calmada y amablemente le pregunté si tenía que dejar una bombona en la Rua do Minho número tal. Me respondió que sí, que desde ayer. Pero que ahora que había averiguado la calle, ya que a ésta todo el mundo le llama Rua Crake, cómo demonios iba a encontrar mi número si no hay nada que los indique. Me di cuenta de que tenía más razón que un santo. Días después adquirí un mapa de calles de Mindelo y los nombres no coincidían ni con las placas ni con los nombres que les da la gente de aquí. Pregunté, ardua tarea, hasta que di con un amigo caboverdiano que tenía la respuesta. Me explicó que las calles tenían su nombre de siempre, por el cual la gente las conoce. Tras la independencia les pusieron nombres relacionados con la revolución. Muchos años después, el gobierno mudó y cambió los nombres de todas las calles principales, ya que su política no iba acorde con ideas revolucionarias, sino que eran más conservadores. Diez años después volvió a cambiar el gobierno y... ¡Sencillamente agotador!

Volviendo a la cita, hemos quedado en la popularmente conocida como Praça (a secas) a las nueve de la noche. Aquí las nueve significan las diez. ¡Y nadie se ruboriza, ni nada! Lo que no deja de ser gracioso es que los europeos suelen criticar la falta de puntualidad de los caboverdianos, pero ellos son los primeros. A mí me parece maravilloso. Estoy tan relajado que a veces creo que moriré así, de relax; de calma; dulcemente... Aún no he conseguido que nadie me explique en que consiste esa fiesta. Encuentro unas amigas que van para allá y cuando les pregunto me miran con cara rara y me responden “No sé... Una fiesta”. De modo que la intriga se mantiene. Sobre las diez, puntualmente, llegan los últimos. Una italiana, dos portugueses y tres españoles. Sopa de blanquitos. El más veterano como habitante del lugar de todos nosotros, con una buena dosis de cara dura y sin cortarse un pelo, nos invita a tomar un taxi. Subimos cuatro detrás y dos más adelante. El taxista se cree que le estamos gastando una broma y se ríe. Nos dice que ni loco, que son cinco mil escudos de multa. La de carreras que tendría que dar el pobre hombre para pagarla. Armados de humanidad, tomamos dos en vez de uno. Nos dirigimos a la “rotunda”, dónde hoy hay carrinhas especiales que van para Salamansa. Una carrinha es una camioneta Toyota con una caja detrás para mercancías: o sea, cosas o personas sin muchas manías. Este trayecto normalmente cuesta setenta escudos por persona, cien si es de noche. Encontramos uno por cincuenta. ¡Menuda suerte! Aunque para todo hay un porqué. “Subí, subí”, nos apresuran. Y subimos, pero tras de nosotros sigue subiendo gente. Si lo normal es que haya diez personas, aquí vamos dieciocho. A mí me gusta atrás de todo, al final de la caja. Giras la vista y ves la carretera y todo lo que se va quedando atrás. Aunque ahora advierto que mi capricho me aleja de mis compañeros europeos. Y así es como consigo el gran privilegio de un curso de criol acelerado y, como además son mindelenses del pueblo llano, de propina tengo otro curso de argot ciudadano y uno más de cómo se grita en Cabo Verde. Eso sí, tratan en todo momento de hacerme partícipe de sus bromas y sus ganas de reír y pasarlo bien. Me han comentado que para algunos mindelenses, ésta no es una fiesta agradable. Ni siquiera van. Se dice que hay mucha chusma y muchos bandidos. Vamos a ver.

Salir de Mindelo una noche de luna nueva con el cielo despejado, es un espectáculo sin parangón para aquellos que amamos las estrellas. Aparte de las de los coches, no hay luces en las carreteras, lo cual otorga aún más puntos a este ejercicio contemplativo. Aunque haya diferencias abismales, algunas veces he tenido aquí sensaciones muy ibicencas. Me refiero a la magia que he podido sentir allí en excursiones de este tipo tanto vesperales como nocturnas. No sé exactamente porqué, pero San Vicente ya lo supera todo. Alzo la vista, quedando ajeno al fuerte traqueteo de las ruedas contra el suelo empedrado. Allá en el cielo, una sola nube gigantesca y trasluciente parece un agujero por el cual entra o tal vez sale todo. Se me humedecen los ojos. ¡Son ya tantos subidones de serotonina! El trayecto a Salamansa es corto y además el conductor le ha pisado a fondo. En Cabo Verde están tratando de aprobar una ley para que el carné de conducir tenga validez internacional. No quiero dar mi opinión. Pero aparte de que aquí no hay semáforos, me gustaría ver que cara ponían en la Dirección General de Tráfico al ver un medio de transporte como éste. Ya estamos en nuestro destino. Este pueblo lo fundaron habitantes de Santo Antao que salían a pescar y se fueron haciendo alguna casa, otra más otra y al final se quedaron. En los últimos años ha crecido mucho. A las mujeres de aquí las llaman “peixeras” y se dice que son tan hermosas como bravas. Es parecido al término pescatera en español. Es así, no hay más: es solo que venden pescado ¿Y cómo iban a desempeñar ese trabajo sin gritar? El aluguer para al principio del pueblo. Se ve movimiento, muchas luces y se oye mucho “barull”, como dicen en criol. Sólo estuve aquí una vez y era de día. Aquí sí que sentí lo de ser blanco como una cosa muy especial. Iba de copiloto en uno de esos gigantescos Ford con un amigo caboverdiano. Bien, alguna gente se me quedaba mirando como si hubieran visto una aparición, algunas chicas me gritaron y me hicieron feroces gestos, aunque en absoluto violentos y a mí no se me ocurrió otra cosa que ir saludando con la mano ¡No sabía qué hacer! Minutos después empecé a sentirme como el Papa de Roma y decidí mirar hacia ningún lado y meterme la mano bajo una pierna.

Ahora veo el pueblo de noche por primera vez y se me antoja como algo totalmente nuevo. Al entrar en él, al fin voy percibiendo en que consiste la fiesta. Casi todas las casas están reconvertidas en establecimientos tipo bar, mercearia o incluso discoteca. Paramos en el primero. Las especialidades del lugar son morena frita y stemperot. Me tomo dos de estos para entrar en calor y como un trozo de pescado. Como animación tienen un televisor y un reproductor de dvd con un film de Chuck Norris. El audio está en francés. ¡Jó con Salamansa, qué internacionales!, pienso. A la hora de pagar me cobran cada stemperot a veinte escudos. Me sobreviene de repente un fuerte dolor de cabeza claramente psicosomático. Mis amplios conocimientos sobre el alcohol hacen saltar las alarmas: algo tan barato nunca es bueno. Me paro a pensar y decido que ahora estoy en Cabo Verde. Mando al diablo mis prejuicios. El dolor de cabeza desaparece solo, en unos minutos. Atravesamos el pueblo por su calle principal, que es dónde se encuentra casi todo el cotarro. Muchos de esos bares habilitados, un par de discotecas y un club deportivo muy animado con pista de baile. Aquí venden comida y el producto estrella parece ser la canja. La canja es una sopa altamente nutritiva a base de gallina. Según la cultura popular, si tomas canja de noche por mucho alcohol que ingieras al día siguiente no tienes resaca. Por supuesto que esto no tiene mucha base científica, pero si lo crees a pies juntillas puede ser altamente efectivo. Ésta es una fiesta más joven y aquí pasan de morna u otros estilos más clásicos. Aquí solo zouk y a toda castaña. Me recuerda un poco a la Feria de abril, en lo que se refiere a comida, bebida y alegría sin fin. Además, en ciertos aspectos, el zouk se podría comparar a las sevillanas. El objeto de la música es el baile. Ésta es invariable, lo único que muda son las letras, las cuales normalmente y con todos mis respetos son de contenido leve. Llegamos a la parte más elevada de la calle. Más o menos en medio de todo. Aquí se encuentra el Casino de Salamansa. Quince o veinte mesas altas con el mismo juego de dados. Hay que apostar poniendo una moneda en el número que crees que va a salir. Es una especie de ruleta minimalista y popular, en la cual no hace falta frac o un largo vestido de fiesta para jugar. Ni siquiera se ven billetes, sólo monedas. Los ocasionales crupiers tiran los dados y listo. Es tan sencillo que dudo que puedan hacer trampas. Es un casino con éxito, su actividad es frenética. Nos dirigimos al final de todo y llegamos al último bar. La parte de atrás da a la playa, está bastante aislado de todo lo demás. Aunque eso no impide que esté lleno hasta la bandera. Suena música de baile occidental de calidad, cosa extraña. Al entrar en él, tantos blanquitos juntos, siento un recibimiento un tanto hosco. La consabida fórmula: paciencia. Quince minutos después ya me tratan como si me conocieran de toda la vida. Los excusados, que no son otra cosa que la playa de detrás, ofrecen una vista del cielo impresionante. Así que a pesar de la oscuridad es divertido ver como todos sus usuarios miran hacia arriba curiosos o embelesados. El precio del stemperot es invariable en todo el pueblo, así que seguimos dándole calor al cuerpo. Hay una canción popular, rabiosamente actual que reza así: “um pontch, un stemperot; vint escuts es mas barot”. Y la cantamos. La alegría se confunde con el principio de mi ebriedad. Pero tal y como estoy, feliz y contento, todo me sienta mejor que bien.

Poco después probamos suerte en una discoteca, aquí llamada bôite. Hay que pagar cien escudos para entrar. Junto a la taquilla encuentro unos caboverdianos muy simpáticos que tratan de convencerme de lo ventajoso que sería para mí pagarles la entrada; de que con ellos allá arriba la fiesta será mejor. Levanto la vista. Está a rebosar de gente. Subiendo las escaleras, que son exteriores echo un vistazo a la calle, la cual ofrece un aspecto impresionante. Es una fiesta tremendamente jovial. Santa Cruz debería estar orgullosa de tamaña celebración. Adentro hayamos lo típico de una bôite: zouk, buena diversión, bastante calor humano y mucho refregón. Como debe ser. Tengo una especie de visión retro. Imagino una discoteca chic de Barcelona. Una de esas en las que la gente está estirada con la copa en la mano mirando a un lado y a otro, para ver quién ha venido y quién no. Pienso que si lo explico aquí no me creerían o no me entenderían. Hace muchísimo calor. Un amigo “portu” y yo nos escapamos del gentío y salimos a la calle. Vamos en busca de la patata. La patata es una forma que tenemos de llamar al corazón y por extensión, son unas encantadoras criolas mindelenses que nos hacen más que tilín. Las encontramos, y tomamos una cerveza con ellas; hay que matar la sed. Volvemos a la discoteca en busca de los demás. Le decimos al portero que ya estábamos dentro antes y nos deja pasar sin problema. ¡Igualito que en New York! Para colmo, al subir nos damos cuenta de que, o han hecho reformas o ésta no era la disco donde estábamos antes. Nos miramos asustados, sabedores de que, en este momento, el caprichoso Dios Stemperot gobierna nuestras vidas. Poco después encontramos la disco correcta, pero ya no están allí. Caminamos errantes por Salamansa en busca de nuestros compañeros. Una criola nos para y nos dice no sé qué relacionado con el francés. Yo le respondo que estamos demasiado borrachos para aprender idiomas y continuamos nuestro camino. Seguimos buscando en la calle de detrás, paramos en una mercearia a pedir uno más para llevar, cuando una amable salamansesa, me dice que suba al piso de arriba, que hay una bôite “sab pa cagá” y que además no hay que pagar nada. Decido echar un vistazo, subo las escaleras. Son de esas metálicas que hay habitualmente en las naves industriales. Mientras yo subo, una estampida de gente baja apresurada. Si no fuera por sus rostros ufanos y sus risas se diría que arriba hay un incendio. Me cruzo con no menos de treinta personas y al llegar arriba entro y no hay nadie. Excepto el DJ y la música a un volumen ensordecedor. Me acerco a él e, inevitablemente, le grito para saber si ya cierran. Me responde que no, que la gente se ha ido porque sí. Dura profesión, pienso. Regreso abajo. Un rato después encontramos a los demás. Todos quieren ya marcharse. La fiesta aún da de sí, por lo cual me quedo con unas amigas. Ahora todo más tranquilo, vamos a comer algo para reponer energías. Poco a poco la calle se va vaciando, los crupiers recogen sus mesas, las casas apagan sus luces y el ruido va dejando paso a una ya necesaria calma. Se acabó. Nos dirigimos a la entrada del pueblo, a coger un aluguer de regreso a la ciudad. Pero tristemente, no hay ninguno. En unos minutos nos juntamos gente suficiente para llenar tres. En algunos rostros se refleja cierta confusión ante la perspectiva de no poder regresar. Otros cuantos nos lo tomamos en plan divertido. Pasados unos minutos aparecen dos luces en la carretera. Los más atentos echamos a correr. Sólo quince de nosotros lo conseguiremos. No es demasiado difícil, gracias a los más perezosos o despistados. Y así regresamos a Mindelo, esta vez en un vehículo tipo furgoneta, sin poder mirar al cielo. Con una heterogénea mezcla de jolgorio y de cansancio. De lo que sí estoy seguro es de haber vivido la mejor experiencia festiva desde que llegué a este país. Tenía que ser en una fiesta popular. Como refiere una conocida canción de aquí: “Cabo Verde no tiene diamantes ni oro, pero sí una gracia especial que le dio Dios: la morabeza de sus gentes”.


Mindelo, 30 de junio de 2005

© Fermín San Vicente


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