martes, abril 18, 2006

 

La noche más larga del año (Relato nocturno, I parte)

El pollo, seguro que fue el maldito pollo. El veintinueve por la noche di una cena en casa y comimos unos muslos en estado dudoso. Debí haberlo supuesto, dada su procedencia: el supermercado de la esquina, cuyos estantes atesoran un buen surtido de productos extraños. Quesitos duros color amarillo limón, leche en polvo que solamente se deslíe con la turmix, bolsitas de té que se abren al echarles agua caliente y, desgraciadamente, etcétera. Pero centrémonos en el pollo. Aun habiendo sido magistralmente cocinado por mí, conservaba zonas rosadas cerca del hueso y tal cosa (después de hacer un master sobre pollos y pollas en internet) debe ser motivo de desconfianza por parte del consumidor. El que más enfermo se puso fui yo, cómo no. No por qué, pero ellos (los caboverdianos) son más resistentes. Tal vez sea el viento, tal vez el sol. El caso es que el treinta y uno al mediodía aún seguía en la cama, corriendo los diez metros (obstáculos) hacia el lavabo una y otra vez. Al final, viendo que no había manera, me sometí y tomé el remedio local: agua con harina. Y al parecer funciona, viene a ser como enyesarte las tripas. Yo me hubiera quedado en casa de buen grado, porque… ¿Qué es la noche de fin de año para uno cuando ya no se es (tan) joven? Pero Fabiana no me dio alternativa, de hecho fue ella la que me recomendó (y obligó a) lo del yeso.

Salí de casa poco antes de la medianoche, resignado, ya que semanas atrás me había propuesto seguir la tradición-nunca-rota y comerme las doce uvas de rigor. Aquí dicen que también lo hacen (normalmente con pasas), pero por lo que vi se queda en un dicho. Llegué a casa de Fabiana, sus padres y otros familiares me recibieron cordialmente. Lo peor: una mesa llena de comida suculenta y bebidas importadas muy por encima de la salubridad del dichoso grog (aguardiente de caña local). Y yo resignado a mi fatal hambruna y a mi condición de abstemio impuesta fascistamente por las bacterias; triste como un pescado.

La decoración del salón podría ser la de cualquier casa española de la generación de mis padres, o la de ellos directamente. Echo un vistazo a la vitrina y encuentro las mismas tazas de café que tiene mi madre en la suya… las mismas flores azuladas… ¡Son las mismas tazas! ¿Dónde está el exotismo? Me establezco a más de cuatro mil kilómetros… ¿y al final me doy en las narices con las mismas tazas? Sigo distrayéndome con la colección de muñecas que hay sobre la librería: una rubia, una pelirroja, una negra, otra rubia, una morena… esto parece París. El padre de Fabiana me anima de tanto en tanto a que coma y beba. Qué más quisiera yo. Comiendo se te pasa, me dice. Qué manera de provocar.

Las reuniones familiares (¿a veces?) pueden ser bastante insulsas y tediosas. Se necesita algo externo que las anime (yo hoy no cuento). De repente, alguien toca a la puerta y resulta ser el espíritu de la navidad en armoniosa trinidad. Dos señoras y un señor con instrumentos improvisados: una pequeña cacerola rellena de chinas (me refiero a piedras), una pandereta compuesta de un madero con unas chapas atravesadas por un clavo y una guitarra de juguete a lo Pascal Comelade. Tocan y cantan y todos nos ponemos de pie y todos (menos yo) saltan de alegría. (Yo también sentía cierta alegría, pero no salté para que no cayera el yeso de mis paredes intestinales, no me parecía buena idea).

La retransmisión televisiva de la Puerta del Sol es curiosa; un canal local no-oficial que habitualmente retransmite señales foráneas, piratas o no, enfoca la bahía de la ciudad, donde la gente se baña tradicionalmente para sacarse todo lo malo y empezar el año limpios. Claro que debe ser simbólico, porque precisamente en esas aguas… limpieza, lo que se dice limpieza… la playa de los perros, que la llaman. Claro que falta el reloj en la torre, incluso falta la torre. Pero bueno, cuando se intuye que ha llegado la medianoche, pues a beber una copita de champán, tranquilamente; que lo mismo da diez minutos antes que después.


Llegamos a la plaza del centro después de un largo paseo. En la calle se respira un ambiente festivo como una tarde de toros. Sobre todo juventud arriba y abajo, gritando: “Soncent es sabe, es sabe pá cagá” (Soncent: San Vicente; sabe: rico, en sentido normal o figurado; lo demás se entiende, ¿no?). Más que un grito es un clamor general, y la que hay montada es el sitio donde ninguna madre querría que estuviera su hijo. Coches y personas pelean por la supremacía en la calzada, bicicletas en contra dirección entre los huecos, motoristas quemando rueda contra el asfalto. “Soncent es sabe…”. Mención aparte para el tema de los petardos, lo que en mi pueblo llamaban TRUENOS salen de las manos de algunos graciosillos en dirección a los pies de los demás. La mar de divertido. Me declaro acérrimamente en contra de la cultura del miedo, pero esto está en las antípodas y me parece excesivo. Eso, unido a que no estoy borracho como el noventa por ciento de los asistentes, se traduce en cierta aversión hacia semejante hecatombe, que se me antoja un tanto primitiva. Y ese parecer, expresado en voz alta… Alguien me pregunta qué me parece la fiesta y respondo desafortunadamente que demasiado africana. Cabo Verde no es África, ellos tienen todo el derecho a sentirse como quieran. Yo sin ir más lejos, me siento muy ibicenco y poco español. Pero mi comentario ha ofendido y me deja en una situación un tanto delicada ante las SEIS amigAs con las que voy a pasar la noche, el cielo me asista.


Entramos en Mindelhotel, la fiesta a la que nos hemos adscrito por eliminación del resto. Veinticinco euros con barra libre de comida y bebida, actuaciones estelares, etcétera. La fiesta chic por excelencia. En la parte exterior, está montado el escenario y un par de barras y en el recinto interior hay otra barra más y la comida, que tiene una pinta asquerosamente deliciosa, dispuesta en mesas. Y un puñado de sillas de espaldas a la pared, para mirones y cansados. Estoy esperando para entrar al lavabo cuando sale un cocinero grandón como un oso pardo, sorbiéndose los mocos y con la nariz manchada de blanco. Los cocineros son unos viciosillos, eso es algo universal. Se lo advierto, puesto que puede hacer mal efecto que vuelva al trabajo así, con esos restos de… ¿tal vez harina?

Bueno, qué hacer en una fiesta, pues beber. Me acerco a la barra con el humilde objetivo de conseguir una agüita con gas, lo cual se convierte en una ardua tarea ya que el barman va de culo y no tiene ni las rodajas de limón cortadas. No es falta de profesionalidad, en este caso, lo sé de buena tinta. Son directrices, cuanta más demora en servir las copas, menos productos se gastan. A mi lado hay una negra… ¿guapísima? No lo sé, la abstemiez me hace alucinar, por un momento me parece que es un travelo. Cuando me habla ya no me quedan dudas, lo es. Al menos es simpático. Tal vez por eso consigue su bebida antes que yo y deja al puesto libre a ahora sí, una criola guapísima. Me mira, me saluda con una dulce sonrisa de marfil y golpea con un dedo y mucha gracia una de las bolas doradas que cuelgan sobre la barra. ¡Dulce navidad! Yo le sigo el juego y la imito, pero sin éxito, o quizá con demasiado, ya que la bola se descuelga y cae dentro de la cubitera. El barman regresa con las manos llenas de cervezas y se queda bloqueado al ver mi enceste, la beldad le dice que no se lo piense más y que cambie el hielo, que hay mucha gente esperando. Él resopla, todo el mundo le grita. Como si su motricidad se activara con voces, se va descoyuntando arriba y abajo, en un alarde de descoordinación absoluto, debe faltarle un tornillo o quizá sea un cortocircuito. Al final consigo mi insípido trofeo, que por cierto está tan caliente que oigo las burbujas chisporrotear a pesar de la música. Y he de decir a pesar. Don Kikas, el primer artista de la noche le va pegando al zouk, y la clientela de aquí ni frío ni calor. Los habituales de la noche del Mindelhotel son demasiado esnobs en ocasiones, pero… ¿y qué? Mientras aboguen por la marcha sin zouk, estaré con ellos a brazo partido.

Regreso con mis amigAs, que se ponen de comida hasta las cejas. Yo miro. (Enumeraría las delicatessen que había sobre la mesa, pero me dan punzadas en el hipotálamo). Aparto los ojos de la kilométrica mesa de las viandas y doy un repaso circular a los asientos. Veo a un hombre vestido elegantemente, Don Vito en versión negrito. Ni siquiera se levanta en busca de comida ni bebida, va pidiendo a la gente que pasa cerca de él y éstos atienden con diligencia sus peticiones, así que cuando nuestras miradas se cruzan me agacho para atarme los cordones… pero llevo chanclas. ¿Será posible mi indecencia? Nochevieja y yo con chanclas.
Fabiana vuelve hasta mí y me abraza, justo en el momento en que le estoy tocando el culo a Rita, su mejor amiga. No hay nada malicioso en ello, sólo una gran confianza. Claro que, al parecer no es lo que piensan dos tipos que me miran con cara de pocos amigos. Que no, que no estoy abusando, que mía es sólo una. Fabiana llama mi atención sobre un tipo (blanquito) que está a dos metros, haciendo caretos como si masticara limón con azufre. Debe estar enfermo, digo, o a lo mejor es idiota. No, replica Fabiana, que yo lo conozco y nunca lo he visto así. Entonces es la blanca navidad, apunto. ¿La blanca navidad? Sí, remato, una costumbre muy occidental donde blanca se refiere a nieve y nieve es solamente una metáfora.
Salimos al exterior, Don Kikas sigue dándole al zouk y todo el mundo baila sin agarrarse, por lo cual le podría pegar a la polka y sería mucho más divertido. Lo mejor de este tipo de fiestas es la afluencia natural de gente mayor. El espíritu del rock´n´roll no ha llegado a Cabo Verde todavía, cosa que me parece buena y mala al mismo tiempo. ¿Una fiesta de fin de año con tus padres? No, gracias. Y a mí particularmente no me caen mal (los míos). Y para que estén más cómodos (los padres ¡y abuelos! de los otros) hay sillas alrededor de la pista, como si de un baile de pueblo se tratara. Y ahí está sentado, el señor Fidelio, mi antiguo casero, con su mujer al lado, los dos juntos tienen más de cinco veces mi edad, y ahí los tienes, disfrutando de una noche de rock´n´… perdón, perdón… una noche de zouk (de momento). Por el tema de la música no hay que preocuparse, pronto entrarán en escena otros dos músicos que no le pegan al zouk (cuántas veces repita la palabra no importa, de hecho la repetición es la cualidad más palpable de este gran estilo).

A falta de nada más interesante (subjetividad a la enésima potencia) me dedico a mirar tacones. Aquí no suele haber muchos, pero siendo fin de año, las mindelenses han hecho los deberes y esto es el paraíso. Y algo curioso, hay una buena cantidad que se doblan de un modo espectacular, deben ser de los bazares chinos, pero la ya de por sí malabarística labor que es andar sobre esas finas agujas (no lo supongo, lo he probado) se hace más difícil todavía y a mí sólo puede parecerme más excitante aún. Parezca lo que parezca, hay que verse abstemio por obligación para llegar a entender que uno acabe divagando con cualquier cosa. Entonces me acerco a la salida y me encuentro a Rasti, un tipo muy pero que muy cool. No es el glorioso payaso de los Simpson’s (ya me gustaría a mí), pero es un tipo peculiar, casi un profeta. Sigue la religión de Rastafari, que le vino revelada cuando cambió el consumo de grog por marihuana. Insiste en que salga. Quiere fumarse un pof conmigo para celebrar la entrada del año. Mmmm… déjame pensar, estoy jodido de las tripas, ¿qué daño me hará esto? ¡Qué idiota! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? Si no quieres, no pasa nada, dice Rasti. Calla, calla, ¿cómo no voy a querer?

Nos apartamos hasta un descampado, en un muro hay varias parejas bailando sin música. Un buen modo de comenzar el año: calentitos. Sentados sobre una piedra, Rasti me habla de su nueva religión, de un tal Tafari nosequé, el elegido, que murió hace treinta años. Pues menudo elegido está hecho, le digo, si lleva décadas criando malvas. Rasti me dice que peor es Jesucristo, que lleva muerto más de dos mil. Y continua, que si algún día el hombre blanco patatín, que si algún día el hombre negro patatán… y pleno de convencimiento me resume todo en un meridiano objetivo final: la supremacía del negro sobre el blanco. Yo le digo: Coño, Rasti, ¿tú has visto mi color de piel? Y me dice que sí, pero que no hay que tomárselo muy a pecho, que sólo son ideas. A mí me da que a éste lo que más le gusta de esta religión es fumar hierba y no lavarse el pelo.


CONTINUARÁ


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