jueves, mayo 11, 2006

 

La noche más larga del año (Relato nocturno, II parte)

Cuando regreso a la fiesta, han cambiado algunas cosas importantes. La primera: yo (ahora estoy conectado con Rastafari: línea directa); la segunda: el músico. Es el turno de Biús, un tipo que toca todos los palos de la música nacional (buena noticia), pero (mala de nuevo) empieza con un zouk. Y qué le voy a hacer: ¿resignarme o liarme a tiros? Da igual lo que decida, no tengo pistola.

Afortunadamente, el z… (rellénense los puntitos) no es eterno, y arranca con una coladera veloz que nos hace vibrar. Zaida, la prima de Fabiana, se marca un baile imposible: ¡su culo va a salir disparado en cualquier momento! Pues no, se queda ahí, bamboleando, bien sujeto a las caderas. Y yo le grito: ¡cadela! (perra, guarrilla, etc.), y en vez de girarse ella, se gira otra que pasa por ahí y yo, muerto de miedo, dispuesto a justificarme y ella ¡se para y me sonríe! Jóder, tanto tiempo buscando las claves de cómo ligar en Cabo Verde… Da igual, a pesar de lo bien que encaja mi piropo, he de confesarle que no iba dirigido a ella. Y se marcha con una linda sonrisa, pero sin ocultar su decepción. ¡Uff!

Hoy yo no soy yo. Mi vida social, aquí, no es más intensa que la del huésped de un zulo; pero en un gran día como hoy, Fabiana me presenta a toda la gente que conoce, sin distinciones; y por lo visto conoce a todo el mundo. Éste es mi. Éste es mi. Éste es mi… Y yo soy su. ¿Dónde diablos habrá ido a parar mi nombre? Yo antes tenía uno. Necesito un break, así que me siento en una silla, en la sección añejos.

¿Estoy acabado? Claro que no. El cantante berrea y canta el soniquete: ¡Soncent es sabe, es sabe pá cagá, woh! Y una gran mujer, cuyas caderas no caben en mis pensamientos, con un inocente vestido rosita, empieza a saltar delante de mí. Y yo, como si me hubieran puesto un muelle en el culo me levanto y salto también. Qué alegría.

La fiesta mejora por momentos, más aún cuando en el escenario, la chica de los coros se multiplica y deja de cantar y se pone a hacer fotos al público con una digital. A mí esta falta de profesionalidad me pone. Lo siento, pero (casi todas) mis personalidades y yo estamos hartos de cosas serias. Imploro por una nueva revolución (¿ultradadaísta, tal vez?), algo que oxigene al mundo antes de que el pobre sufra un paro cardíaco.

La cosa sigue por la vía del desmadre, algunos especímenes del público tratan de invadir el escenario; los seguratas resisten como pueden en sus atalayas y, al repelerlos, intentan imponer respeto. Pero ríen como niños en el circo. Los asaltantes insisten: “Vamos, Arlindo, déjanos subir, que es nochevieja”. Y es que se conocen de toda la vida…
La hermana de Zaida, Joana, la que más se ha enfadado con mi desafortunada insinuación de que estamos en África, me ha perdonado. Si no, no se entiende que me pellizque la barriguita con cinco dedos a la vez, y que me baile de esa manera tan tan tan cerca y que me… No, no puedo contarlo, podría originar un conflicto familiar. Y aquí la familia es sagrada; más aun que esa raquítica cruz que plantaron en la visita de aquel Papa que no se quería morir nunca.

En un momento dado, decidimos cambiar de sitio, ya que los intentos de invasión del escenario son cada vez más salvajes. Sólo los intentos, ya que cuando uno de ellos alcanza la cima, no rompe las guitarras ni escupe al artista (tampoco está Loquillo dispuesto a darle un puñetazo); sencillamente se queda ahí, bailando, y el cantante y su banda no parecen molestarse. La guinda la pone un chica que arranca vítores del público (masculino) al subirse con una faldita corta y enseñar las braguitas y unas nalgas orondamente bellas, y por si eso fuera poco al encontrar el equilibrio lo vuelve a perder y se da un batacazo de miedo. ¡Dios! Nada, nada. Como si tal cosa, se levanta riendo, igual que los niños cuando se caen (los niños de Cabo Verde, claro).

Vuelvo al lavabo, uno de los mejores sitios donde estar, de momento. Y lo digo porque la pulcritud empeora como un diabético sin jeringa. Un tipo me invita a que entre con él al retrete. No me está proponiendo nada gay, sólo trata de tomarle el pelo al turista que piensa que soy. Cuando le respondo en su propia lengua, tacha la sonrisa y se pone serio, muy serio (y con cara de machote).

Mis visitas al lavabo. Sufro (entre comillas y en silencio) paruresis. ¿Y eso que é? Es sencillo: no consigo mear con gente delante. Así que mientras espero que los farloperos, o los otros paruréticos, despejen el único retrete, veo la fauna entrar y salir, sacudírsela, mirarse al espejo después, arreglarse el pelo un poquito unos, atusarse el bigote otros (ni uno de cada diez se lava las manos). Y aguanto miradas inquisitorias que me dicen: ¿Y tú qué haces ahí? Es que tengo paruresis. Ya, ya… ¿No serás maricón? No pienso contestar a eso.

Salgo del lavabo, puerta con puerta está el de chicas y dentro hay una que se levanta el top para enseñarle a otra Dios sabe qué. Aunque lo que yo estoy viendo, Dios sí sabe lo que es (o eso espero, por su bien). Al verme grita sorprendida: ¡Ahhhhh! Miro al suelo, aun avergonzado… ¿Por qué no cierras la puerta, guapa?

Biús vuelve con otra de zouk y un tipo candidato a moscón del año aprovecha para restregarse con Rita y ella me mira con un poco de sálvame, mucha resignación y algo de gustirrinín, también. Helo aquí: un pueblo donde el refregón forma parte del orden natural de las cosas. No tengo ganas ni de bailar ni de salvarla, pero lo hago (por pura maldad). Cambio de pareja, le digo al tipo, la mía está en el lavabo, cuando llegue te aviso. Que sea una rémora no quiere decir que sea idiota, así que se larga. Rita me abraza, me besa. Eres mi salvador. No, no lo soy, Rita, soy una mala persona. Regreso a la sección añejos, a tomar algunas notas con que escribir este hatajo de despropósitos, y voy moviendo la vista de la libreta a los tacones; libreta, tacones, tacones, tacones, libreta… y guardo el bolígrafo; tacones.

Me pongo en pie, el efecto de la hierba se disipa y Zaida se acerca para advertirme que tengo algo en el ojo. Por lo visto es una burbuja, ¡dichosa agua con gas! Conque voy a la barra interior a pedir una copita, las de fuera están atestadas. ¿Y por qué la de dentro no? Porque no tienen whisky. Ni vodka, ni ginebra… Lo más fuerte, Martini. Podría ser una elección. Un vermut negro, pido al barman, que sigue estresado cortando rodajas de lima de una en una. Aunque al oírme, para y me mira con el ojo torcío. Zaida me aclara que aquí se dice vermut rosso. De ahí el mosqueo. Un momento, le digo, me parece muy bien. Pero yo le he dicho un vermut negro, y no: un vermut, negro. Y además no es negro, es criol y su piel es más blanca que la mía. Ya, ése es el quid, me explica Zaida. Olvidemos la política de la piel. Para el que no lo sepa, el vermú no es otra cosa que sangre de Cristo (eso sí, blanca) coloreada y aromatizada con hierbas, algunas de ellas medicinales. Se me ocurre, que si lo combinamos con Coca cola tenemos un calimocho perfecto; puede que incluso se lleve bien con el yeso y todo mi pitote intestinal.

El jalimocho me está sentando fetén; tanto que, estúpidamente rebelde, me pongo a pedir z… a saltos justo cuando el artista cambia de tercio. Debe ser una especie de síndrome de Estocolmo de la música. Las mujeres (a los hombres no los veo) me miran y se ríen. Mira, un turista adicto al zouk. Ah, qué mujeres. A cada momento veo más y diferentes.

Otro viajecito al lavabo; el suelo pringoso pringoso. ¿Agua, sudor, meados, bebidas? ¿Otros? Una mezcla de todo, revuelta por la suela de mil zapatos, chanclas, incluso hay un par de valientes entrando ahí descalzos descalzos. Mañana tendrán un cultivo de champiñones entre los dedos, puede que hasta las rodillas. Tal vez lo hacen a propósito: aquí van caros. Dentro del retrete la cosa degenera más aún, he de girar la cabeza hacia atrás. ¡Coño! Alguien ha dejado el marco de la puerta casi arrancado; no está mal, me sirve para aguantar la copichuela.

La promesa de la noche sube al escenario, Jorge Neto, sus canciones beben principalmente del funaná, a mi juicio una de las músicas más interesantes del país, natural de Praia, con un ritmo y una fuerza menos previsibles que en el z…, muy festiva. Todos saltamos a su ritmo, al final la noche promete. Al menos por un rato, ya que a la tercera se arranca con un z… Inaudito. Él no hace ESE tipo de música, los rumores apuntan a la dirección del hotel como culpable. Un turista español llama mi atención, se comunica con una linda señorita por señas, vamos que no le da al criol, pero cuando se pone a bailar z… me deja anonadado. Como si lo hubiera aprendido desde pequeñito. Felicidades, chavalote.

Jorge Neto va alternando, un z…, una divertida, un z…, una divertida. La gente está tan borracha que casi no se da cuenta. Hasta yo empiezo a disfrutarlo.
Fabiana me susurra una confesión INCONFESABLE: cuando era adolescente le gustaba este tipo. No es feo del todo; canta bien, parece simpático… pero esos pantalones de pelo ¿de camello?... pero ese metro cincuenta y tres… pero ese peinado de dedos en el enchufe… pero ese style tan, tan, tan… ¿quillo? Esto me rompe los esquemas, todas esas adolescentes que me silban por la calle, y yo que me hecho la melena hacia delante para taparme las entradas, es posible que todas esas jovencitas tengan un gusto tan horroroso cómo el que tenía Fabiana, ¿o tiene…? (Bien, este malsano ejercicio de autoflagelación con látigo de siete colas, ha llegado a su fin).

Y de repente, ante mí, la escena más bonita de la noche. Una pareja que deslumbra a su paso. Y los dos vestidos de blanco. Él es una mezcla de David Copperfield y del rubito perfecto que protagoniza Starship Troopers. Y ella vendría a ser la fusión de Claudia Schiffer con Ricitos de Oro. Los tirabuzones le resbalan graciosamente por la espalda como miel y su piel cándida, ebúrnea… (Creo que el calimosto me sigue cayendo MUY bien).

A las seis y pico de la mañana todo el mundo sorprendido (y curda) por el hecho de que aún no nos hayan puesto en la calle. En las barras dicen que no hay hora de cerrar y siguen sirviendo. Hasta que aguantéis, me suelta uno de los barmans. Pues vais listos conmigo, he empezado hace nada, así que como el yeso resista...

Biús vuelve al escenario en plan extra y nos obsequia con música, nada de z… Lo cual reafirma la teoría de la culpabilidad. El sol aparece por encima de nuestras cabezas y se produce una desbandada que me hace sospechar que Bela Lugosi estuvo de visita en esta ciudad y dejó plantadas unas cuantas semillas. Quizá ésa de ahí, que combina una mirada vampírica y unas cejas afiladas con unas increíbles botas negras de quince centímetros de un tacón tan fino que si se me sube al sofá, me lo agujerea. Hola… Que si vais cortos de adeptos y quieres morderme…

CONTINUARÁ


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martes, mayo 02, 2006

 

Un utilitario distinto

Lo compré en una feria, aunque menuda feria. Era una nave industrial de paredes descascaradas con olor a cañería vieja. Entrada libre, rezaba el cartel. En la puerta, una azafata de cincuenta y pico con gafas de culo-botella y sorda como una lata. Eso sí, amable y sonriente, aunque lo estropeaba un poco que apenas le quedaban cuatro dientes sanos. Y dentro el recepcionista, el vendedor y el gerente concentrados en un solo hombre: Ricardo el lince. Y como cliente exclusivo: yo. Definitivamente, El salón del automóvil distinto ofrecía una imagen paupérrima.
Ricardo, para empezar, se llenó la boca enumerando las maravillas de una moto verdiblanca con orejas. Pregunté si eran de plástico, y él se echó a reír.
–¡Vamos, hombre! –me dijo–. Estará usted bromeando, Gabriel. Esto que tiene ante sus ojos son orejas reales, hechas de cartílago… ¿Qué digo? Hechas de, no. Nacidas de. Con pabellón, tímpano, yunque y todo lo demás. Y no olvide que funcionan perfectamente. Si hay algo poco humano en ellas es, precisamente, que tienen un oído finísimo, como si fueran de jirafa.
–No acabo de verle la ventaja a una moto con orejas –dije algo confundido.
–Claro, mi buen amigo. Para eso estoy yo aquí, para relatarle las ventajas de nuestros fantásticos productos. Nuestra moto con orejas es ideal para solitarios empedernidos a los que les gusta hablar consigo mismos. No me diga nada, ya lo sé. Sé distinguir a un solitario parlanchín en cuanto lo veo. Imagínese alguien, no algo, esto es importante… Alguien que le escuche sin responder, que ni siquiera se forme una opinión sobre lo que usted le cuenta, que NO le juzgue. El placer real de semejante compañía reside en saber que sus doctas palabras no caerán en saco roto, sino en un saco de vacío perfecto e infinito, almacenadas para siempre en un lugar donde no le molestarán nunca jamás.
–Verá, no me veo con ella –insistí–. Mi mujer se enfadaría, es de un celoso…
Ricardo apretó el puño izquierdo con decisión y me echó la otra mano sobre el hombro. Giré la vista atrás, continuaba siendo el único visitante. Asistí, algo falto de interés, a sus explicaciones sobre un tractor que roncaba y se dormía, aunque justo antes apagaba el motor para no despertarse con su propio ruido. Después me mostró unos patines que se reían porque les hacia cosquillas rozarse contra el suelo; y por último un triciclo que, si pedaleabas con suficiente fuerza, cantaba La Traviata en versión cadena engrasada. Yo estaba a punto de enojarme, y mucho. Cómo demonios se podía llamar aquello Salón del automóvil… ¡Ni aunque fuese distinto! Cuando ya esperaba encontrarme con una plancha de surf que danzara la polca o un patinete funámbulo, Ricardo, incansable, levantó una lona negra con una revolera maestral, dejando al descubierto al que poco después, se convertiría en mi pequeñín. Un utilitario rojo, brillante, y con cierto aire intelectual; ya que, tal y como recalcó aquel buen negociante, nos hallábamos frente a un aries en toda regla: decidido, emprendedor y competitivo pero, ante todo, con un fuerte sentido de la personalidad.
–No lo dude un instante, Gabriel –dijo–. Éste es un coche sólo para personas especiales, hartas de sentirse superiores ante sus objetos. Pero no olvide que también puede darle quebraderos de cabeza. Usted… Imagínese que el coche es una mujer, haga la comparativa y decida.
No sé bien por qué lo compré. Hice la comparativa y me equivoqué en la ecuación. Sí, yo ya tenía una mujer así, y la quería una barbaridad. Y eso me llevó a confusión, supongo. Así, pensé que amar a mi coche (de un modo distinto, se entiende), sería como salpimentar un poquito mi vida.

Cuando salí de allí y empecé a rodar con él, ya sentía su gran personalidad envolviéndome; y parados en un semáforo, una idea brotó de mis labios con la espontaneidad de una hoja mecida por el viento.
–¿Sabes una cosa? Creo que te llamaré Lorenzo: el coronado de laureles… ¡El victorioso!
Maldita la hora. El muy canalla se paró en señal de protesta y treinta minutos después el atasco que tenía organizado era tremendo. Un policía me multó varias veces, incluyendo desacato a la autoridad cuando le dije que, de ninguna manera, iba a dejar que traumatizaran a mi coche enganchándolo con una grúa. Que sólo se trataba de encontrarle un nombre que fuera de su agrado. Probé todos los que me venían a la cabeza: Marcos, Tobías, Vladimiro… Abelardo, Raúl, Fabián… Y nada, él seguía rezongando con el motor, cada vez más enojado, diría yo. Al final, una viejecita que pasaba por allí me sacó del brete.
–Vamos a ver, joven… –dijo amablemente alzando la punta del bastón–. Usted no sabe tratar a un auto con personalidad, por lo que se ve. Haga el favor de pedirle disculpas, remarcando que usted no va a ponerle nombre alguno, ni ahora ni nunca.

Llegué a casa y mi mujer, como era de esperar, me tildó de idiota. Estuvo dos días sin apenas hablarme. Hasta que el comportamiento del auto comenzó a parecerle tan extraño como apasionante. Yo lo intentaba, pero nunca conseguía acertar a la hora de aparcarlo. Cada mañana me lo encontraba en un lugar distinto. A veces, al parecer, perseguía una sombra. Otras no le gustaba que los niños se apoyasen en él y las menos, le ponía nervioso el olor de los guisos de esa vecina, que le echa comino a todo lo que hace chup-chup.

Con el paso de las semanas, la cosa se fue complicando. Algunos días, cuando me disponía a ir al trabajo, él había decidido darse una vuelta. Su animadversión hacia mí era cada día más patente y, para mi sorpresa, mi mujer se presentó un día con el carné de conducir en la cartera. Después de años y años de intentonas… ¡En tan sólo dos meses! Entonces me di cuenta de que el problema era yo. Francamente, cada vez me sentía más lejos de ellos, que se entendían a la perfección. Mi mujer sabía siempre donde aparcarlo, él nunca se cambiaba. Sé captar una indirecta, así que me compré un bono-bus y regresé al fabuloso mundo del transporte público.

Una noche, cuando nos disponíamos a ir al cine a ver una reposición de una película de no sé qué director húngaro que, tal y como me restregó mi mujer por la cara, a ellos dos les encantaba, él se negó a abrir la puerta del copiloto y ella arrancó el motor sin dudarlo y me dijo:
–Total, no hace falta que vengas. Tampoco la entenderías.

Sé que debería haberlo visto venir. Por ejemplo, por el hecho de llevar tres meses sin hacer el amor con ella. Pero aún así, no pude dejar de sorprenderme el día que encontré aquella nota:

Este triángulo está cojo. Está claro que el único que no pone nada de su
parte eres tú. Nos marchamos, no nos busques.
Adiós.

Es cierto que había empezado a darle un poco a la bebida, pero es que no sabía cómo afrontar todo aquello. Pero después de que se fueran me he ido recuperando poco a poco y ahora vuelvo a sentirme animado, pero sobre todo muy, muy esperanzado. Ya que, la semana que viene hay feria: El salón de la esposa feliz.

FIN

20/4/2006

Fermín San Vicente

Nota: Ganador del Concurso sobre Realismo Mágico de Bibliotecas Virtuales


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