martes, diciembre 20, 2005

 

Todo sobre Maio (VI)

Sábado por la mañana. Alquilamos una flamante camioneta Toyota con asientos en la caja trasera. O sea, que 2 irán más o menos cómodos y los otros 3 se divertirán tanto como si compitieran en un rodeo. Nuestra intención es visitar el norte de la isla, prácticamente deshabitado. Lamentablemente, no hay ni bares. Tal vez por eso Duca no viene, aunque la versión oficial es que tiene mucho trabajo. El primer objetivo es Praia Real. Cuando llegamos a Morrinho preguntamos y nos indican el camino: “Es por allí” y por allí vamos. Andrea, Simone y yo viajamos en la parte de atrás. Estoy un poco cansado de excursiones y el paisaje me parece todo igual, así que me da por hacerme el rarito y me pongo a leer; o al menos intentarlo. Cada pequeño bache me hace temblar; cada gran bache me levanta el culo del asiento. Parezco un airgamboy descoyuntado. En breve se nos presenta un entretenimiento extra, las ramas de los árboles invaden el camino a la altura de nuestras cabezas o nuestro lomo, depende de la ocasión; lo que obliga a ir esquivándolas. Cuando te alcanzan, duele. Pero yo me sigo haciendo el rarito y no suelto el libro. “Ataúdes tallados a mano”, de Capote. Una novela sobre un crimen real, ya emocionante de por sí; pues yo le añado un poco más de pimienta. Cada vez que noto la tensión en mis compañeras (quiero decir cuando las veo moverse), me agacho todo lo que puedo. Llegamos a una encrucijada; Jorge, que va al volante, para y pregunta: “¿Izquierda o derecha?”. Quién sabe… “Derecha”. Un kilómetro más allá otra más. “¿Derecha o izquierda?”. “Pues izquierda”. Un poco más allá hay un enorme poste clavado en medio del camino y no está ahí para joder, es que el camino se acaba; ¿y adónde llevaba?, pues se diría que al poste. Vuelta atrás, desandamos lo que habíamos recorrido y probamos por otro lado; el camino termina una y otra vez; ya no hay más postes, pero sí árboles o muros de piedra o sencillamente nada. Estamos perdidos, sin duda. Simone telefonea a Duca para pedirle ayuda; no hay cobertura. De todos modos no creo que hubiera servido de mucho. “Mira Duca… estamos aquí, en medio de un inmenso desierto, justo al lado de unos arbustos. Sí, hay muchas dunas. No, no se ve el mar; ¿que no puedes ayudarnos? ¡Maldita sea!”

Lo importante no es el objetivo, sino el camino. Vueltas hacia aquí, giros hacia allá. Lástima no tener una brújula para echarnos unas risas jugando a los boy-scouts. Cruzamos una vasta extensión absolutamente cubierta por crujientes matorrales que apenas levantan un palmo del suelo. Todo termina allá a lo lejos con un gran parapeto de dunas gigantescas. El paisaje es deslumbrante y no me refiero a su belleza, sino a la cegadora y fastidiosa luz blanca que despide la cándida arena al reflejar el sol. Estamos en el final de la “carretera”; a Jorge se le va la mano con el coche y clava un poco los neumáticos en la arena. Pero parece que lo conseguimos, hemos alcanzado nuestro objetivo. Remontamos una leve pendiente y ahí está: Praia real. O al menos lo suponemos, ya que no hay cartel alguno que lo indique. Es una gran bahía cerrada de aguas tranquilas, realmente bonita. Eso mismo deben pensar los que hacen fiestas aquí y lo han dejado todo lleno de basura. Pero esa fetidez... no puede ser de estos residuos, huele a pescado podrido. Nos miramos unos a otros. Es esa mirada universal que encierra una pregunta secreta: “¿Alguien quiere quedarse?” Esta claro que no; retiramos las miradas y volvemos a la camioneta. Ahora hay que desatollarla; Jorge toma el volante y las ruedas no paran de dar vueltas sobre sí mismas. “Voy a necesitar ayuda”, me dice. ¡Toma y yo! Echo una mirada a las criolas y me responden con una sonrisa reveladora, así que me veo obligado a castigarme un poco el lumbago yo solito.

El sol cae vilmente sobre nuestras cabezas, sobre todo las de los lacayos que vamos en la caja. Exploramos un poco más el norte, andando y sobretodo desandando caminos. No he visto un alma humana, sólo alguna que otra cabra. Al final paramos en Cascabulho. Gracias a la escasez de turismo nos recuerdan y nos vitorean. Vamos a casa de la tía de Duca a comprar agua. Sólo tienen caliente o helada. Esto es así: una sirve para hacer té sólo con poner dentro la bolsita y la otra es un bloque de hielo duro dentro de una botella de plástico. Optamos por lo segundo, ya se descongelará. Le pregunto a la tía de Duca por la salud del conejo y me dice que no, que ya no tiene salud. Tenía razón el animalejo de estar acojonado. Se acabó la aventura, ahora sólo vamos a recorrer territorio conocido. Tengo el privilegio de conducir por aquella fantástica pista de tierra que lleva a Pedro Vaz. Pero aparece otra maldita encrucijada y sin tiempo para pensar tomo el camino de la izquierda. No es lo mismo ir de tricopiloto con Duca que conducir uno mismo. Tengo la sensación (fuerte) de haberme equivocado. Lo digo en voz alta, un estúpido error ya que nos dirigíamos a San Antonio, única población de la isla que me falta por visitar. Aunque mejor, yo también los tengo un poco hinchados de aventura. O no, ya que en vez de dar la vuelta y volver por donde he venido me guío por la geometría y giro a la derecha campo a través en busca del camino “correcto”, como si llevara un todoterreno y, debido a la ya comentada regla de tres de los baches delante y detrás, oigo gritos de los pasajeros despotricando de mi conducción e incluso mentándome la madre, así que desisto. Vuelvo atrás hasta el cruce de caminos y tomo el adecuado. Después de tanto deambular es un agradable lujo la familiaridad de la pista hasta Pedro Vaz. Me jugaría un dedo a que somos los primeros turistas que pasan por allí 2 veces en sólo 4 días. Al llegar paramos en el mismo lugar, donde la misma familia nos acoge con la misma hospitalidad. El único fallo es que pedimos unas cervecitas y nos las traen calientes. La nevera, que estaba desconectada. Nuestra capacidad de sufrimiento va más allá. Jorge se interesa por el sustento de los lugareños. El hombre responde tranquilamente, como si le diera pereza hablar; “Remesas de emigrantes, un fondo de ayuda internacional y esos pozos que abrieron hace un par de años que dan para algunos cultivos; pero es trabajo para unos cuantos, muy pocos. “¿Y nada de pesca?”, pregunto. ¿El mar no está cerca?”. “Sí, está cerca. Muy cerca. Pero no nos hace falta. Somos pocos, con lo que hay tiramos”. Además, nos cuenta, él es el conductor de la ambulancia del pueblo. No obstante, dada la escasez de población dudo que tenga mucho trabajo.

Mis camaradas excursionistas quieren playa (qué otra cosa podían querer) y el buen hombre se ofrece amablemente a mostrarnos una bien bonita. Se sube a la ambulancia, súper auténtica, tiene pinta de ser de los 50 y yo detrás con la Toyota del 2005. “Tú sígueme”, me ha dicho. Creo que me tomaba el pelo. Es el peor camino de cabras que he atravesado en toda la isla. Él no lleva nadie detrás y el vehículo no es suyo, cuando clave la amortiguación o se le caiga a pedazos pedirá a la Cámara Municipal que le den otro. Debe ir a 20 por hora, yo no puedo pasar de 5; aún así hecho la vista atrás y mis pasajeros parecen marionetas histéricas a cada nuevo badén que cruzamos. Al fin llegamos. ¡Guau! Es todo lo que puedo decir. Una cala impresionante. Para definirla bien yo diría: “¡Que le den por culo al Caribe!”. Eso sí, el guía nos advierte que nos adentremos poco, que la corriente es obra de Belcebú. La sensación de peligro es el condimento ideal para cualquier paraíso. Jorge se va a practicar la pesca con arpón y los demás nos quedamos en plan contemplativo. Un rato después las criolas se sueltan el pelo y hacen top-less. Yo aprovecho la coyuntura para despelotarme. ¡Libertad y rebeldía! El nudismo en Cabo Verde es ilegal, pero el policía más próximo está a más de 15 kilómetros.

Después de la caída del sol (y de la fuga de red eléctrica), vamos a la trattoria a cenar algo. Ali está que muerde. A la falta de luz hay que sumarle que se ha quedado sin agua. Se diría que conoce a la madre del Presidente de la Cámara, ya que habla de ella con gran familiaridad. En el patio encontramos a Bernardino, un italiano que pasa unos días aquí. Debe rondar los 40, lleva gafas, la cabeza rapada y tiene cara de tontín. Hoy va “suave” y dado que es una esponja, debe haber bebido más que la Reina Madre. Al poco de sentarnos comienza un monólogo con una triste voz de trompeta desafinada en el que su pregunta principal es: “¿Por qué Simone no me hace caso?”; a la cual siguen una serie de lamentos en tono infantiloide: “Jo, no vale. Yo quiero que Simone me haga caso”. Y yo que me trague la tierra para dejar de escucharte. Pobre Simone, joven, simpática y agraciada y tener éxito con esta clase de mamelucos. Está en una mesa con un matrimonio joven con sus 2 hijas. Nos sonríen, un poco apurados. Aunque ahí no acaba la cosa, el perverso Ali le invita a sentarse en nuestra mesa. Y ahí tenemos al tipo sentado al lado de Simone, con cara de lerdo, borracho como una cuba y (ahora) completamente cortado. El silencio se apodera de nuestras vidas. Bernardino rompe el hielo y ofrece a Simone una vuelta por la ciudad, a lo que ella responde con una gran sonrisa y un “no entiendo el italiano” la mar de significativo. Este hombre está jodido. Unos minutos después se disculpa y se larga. Incluso intenta salir por la puerta trasera, que siempre está cerrada. Creo que necesita ayuda. Pero la familia a los que acompañaba antes a la mesa, , están mirando para otro lado (me temo que concienzudamente).

Ya bien entrada la noche nos metemos en la discoteca Esperanza. Hay que ir obligatoriamente; como ya dije, ponen música para toda la isla: publicidad agresiva a rabiar. Es un antrillo en una primera planta con una terraza afuera donde se concentra toda la gente alrededor de la única barra. En el interior sólo la pista, con una decoración muy funky y de 0 a 3 parejas restregándose a ritmo de zouk. La cervecita al mismo precio que en el bar, que en la tienda o en casa de cualquiera. Eso es unificar criterios. En un rato el ambiente se caldea, otros 2 gallos haciéndose los machotes. La chica es muy bonita y va de lo más arreglada con un radiante vestido azul ajustado a las caderas. ¡Y qué caderas!; pero no tanto como para partirse la cara por ellas. Obviamente los gallitos no piensan igual y se agarran y ruedan por el suelo. Duca, fortachón donde los haya, va e intenta separarlos y de inmediato desiste, ellos no son tan fortachones, pero tienen un motivo. La cosa está igualada, se van zurrando el uno al otro alternativamente. Entonces aparece un negro de 2 por 2 que rondaba por allí, coge a uno de ellos y se lo lleva al hombro como si fuera un costal de harina.

Me han dejado tan sorprendido... ¡Se estaban dando puñetazos! La pelea típica en San Vicente, aunque en Sal también la he visto, funciona de la siguiente manera: dos tipos están encarados, se ofenden, se caldean y a pelearse. Una vez han decidido que se quieren dar de hostias, cada uno sale por un lado y todos los que les rodean se apartan unos cuantos metros, por lo que pueda pasar. Cada uno de los contrincantes va a buscar “algo” para lanzar al otro: una piedra del tamaño de un melón, una botella vacía, o cualquier otra cosa que pueda servir (tienen un gran sentido de la improvisación). Cada sistema de lucha tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Para mí éste es bueno, el que corre lo suficiente queda a salvo. Además, así no se hacen daño en las manos. Las mujeres son distintas, ellas sí se pelean cuerpo a cuerpo, con uñas y todo eso. Conozco una camarera que estuvo con la cara hecha un mapa más de un mes, aunque se lo tomaba con mucha naturalidad. “Es que me querían quitar a mi hombre”, me dijo mientras yo retrocedía 2 pasos instintivamente.

De vuelta a la bôite, todo debiera estar tranquilo. Pero no. Ahora hay otros 2 que discuten sobre cual de los contendientes tenía razón y empiezan a zurrarse. Los separan y entonces esos mismos se enzarzan en otra pelea. Es el cuento de nunca acabar, yo soy un excursionista cansado, voto por marcharnos y la propuesta es aprobada por unanimidad. Salgo de la disco Esperanza con la esperanza de no volver. Mañana hemos reservado una excursión más en el camión grande de Duca.

El domingo amanece y Duca no tiene el camión disponible. ¡Oh, qué lástima! Conservamos el alquiler de la Toyota, claro que es a él a quien le toca coger el volante. Le pedimos como niños entusiasmados que nos lleve al norte de la isla. Ahora todo parece (y es) muy sencillo. Las bifurcaciones están chupadas, como si tuvieran flechas: camino no hay más que uno. Llegamos a Praia Real, aquella bahía maloliente. Duca nos explica que el tufo se debe a que aquí pescan tiburones pequeños, les sacan el hígado, que es la parte más preciada y los devuelven al mar. Lógicamente no sobreviven a la cirugía y acaban apestando.

Al final levantamos campamento en Ponta Rica. Ésta sí es una playa solitaria. Ali ha traído una caña de pescar para mí. Voy a debutar en primera. Me enseña a colocar los anzuelos y demás parafernalias. Me siento raramente presionado, sin la libertad que me daba el amateurismo de mi anterior arma de pesca. Aunque he de reconocer que una vez lanzo el sedal hacia el mar me siento emocionado. Al menos durante 10 segundos, hasta que se me engancha el anzuelo. A Ali le sucede lo mismo y grita: “¡Duca! ¿Qué mierda de playa es ésta? ¡Está llena de rocas!” Duca se acerca tranquilo y nos muestra un espigón que entra en el mar. “Es allí donde tenéis que ir y lanzar bien lejos”. No sé, no sé. Duca es un tipo estupendo, pero esa manía de dar consejos y ánimos para la pesca con aire de experto y las manos en los bolsillos… Vamos hasta donde nos ha dicho y a mí se me vuelve a enganchar el anzuelo. Decepcionante, mi primer día con caña y no voy a conseguir pescar ni una miserable sardina. Las chicas nos animan desde lejos, mientras yacen bajo el tenderete que les hemos montado con 2 parasoles y unos pareos. Qué consideradas. Al menos hoy hemos traido unas latas de atún y garbanzos. Aunque no pesquemos, no moriremos de hambre. Sin olvidar que bajo el mar está Jorge, arpón en mano; aún hay esperanzas.

Entre las provisiones hay 2 cajitas de cerveza y una botella de un aguardiente de caña que he comprado esta mañana. No tenía muy buena pinta, pero dado que el mundo exterior se ha olvidado de que ésta isla existe y no llegan provisiones, es el único que queda en Bila. Cuando Ali me ha visto aparecer con la botella en la mano me ha dicho: “Eso has comprado, es una porquería; vamos a morir”. “¿Tan malo es?”, le he preguntado un poco alarmado. “Auténtico mierdón”, ha rematado. “Pregúntale a Duca cuando llegue”. Y eso he hecho, cuando ha llegado le he mostrado la botella y él, gran defensor del producto nacional me ha dicho: “No, claro que no es malo. Está bien, ya lo verás”. Y sí lo estoy viendo, aunque un poco distorsionado ya que parece que hasta tiene un punto alucinógeno.

Tras reconocer ante mí mismo que la pesca no es lo mío, me dispongo a explorar los alrededores. Abandono la playa y empiezo a cruzar una extensión considerable de piedras planas rojizas que parecen llevar a otra cala. Voy dando saltitos de una a la otra y la verdad es que están calentitas. Mis pies descalzos se resienten y empiezo a proferir algún que otro ¡uy! Me hago el valiente y me digo que puedo hacerlo y continúo. 2 minutos después ya me arrepiento. Ahora me encuentro a mitad de camino y los ¡uy uy uy! son continuos; vuelvo o sigo, está claro que sigo. Cuando alcanzo mi objetivo tengo las plantas de los pies como 2 cochinillos braseados y no ha merecido la pena. Ni siquiera es una cala bonita, además de estar llena de neumáticos rotos.

Aún habrá más…

Mindelo, 19 de diciembre de 2005

© Fermín San Vicente


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