martes, mayo 02, 2006

 

Un utilitario distinto

Lo compré en una feria, aunque menuda feria. Era una nave industrial de paredes descascaradas con olor a cañería vieja. Entrada libre, rezaba el cartel. En la puerta, una azafata de cincuenta y pico con gafas de culo-botella y sorda como una lata. Eso sí, amable y sonriente, aunque lo estropeaba un poco que apenas le quedaban cuatro dientes sanos. Y dentro el recepcionista, el vendedor y el gerente concentrados en un solo hombre: Ricardo el lince. Y como cliente exclusivo: yo. Definitivamente, El salón del automóvil distinto ofrecía una imagen paupérrima.
Ricardo, para empezar, se llenó la boca enumerando las maravillas de una moto verdiblanca con orejas. Pregunté si eran de plástico, y él se echó a reír.
–¡Vamos, hombre! –me dijo–. Estará usted bromeando, Gabriel. Esto que tiene ante sus ojos son orejas reales, hechas de cartílago… ¿Qué digo? Hechas de, no. Nacidas de. Con pabellón, tímpano, yunque y todo lo demás. Y no olvide que funcionan perfectamente. Si hay algo poco humano en ellas es, precisamente, que tienen un oído finísimo, como si fueran de jirafa.
–No acabo de verle la ventaja a una moto con orejas –dije algo confundido.
–Claro, mi buen amigo. Para eso estoy yo aquí, para relatarle las ventajas de nuestros fantásticos productos. Nuestra moto con orejas es ideal para solitarios empedernidos a los que les gusta hablar consigo mismos. No me diga nada, ya lo sé. Sé distinguir a un solitario parlanchín en cuanto lo veo. Imagínese alguien, no algo, esto es importante… Alguien que le escuche sin responder, que ni siquiera se forme una opinión sobre lo que usted le cuenta, que NO le juzgue. El placer real de semejante compañía reside en saber que sus doctas palabras no caerán en saco roto, sino en un saco de vacío perfecto e infinito, almacenadas para siempre en un lugar donde no le molestarán nunca jamás.
–Verá, no me veo con ella –insistí–. Mi mujer se enfadaría, es de un celoso…
Ricardo apretó el puño izquierdo con decisión y me echó la otra mano sobre el hombro. Giré la vista atrás, continuaba siendo el único visitante. Asistí, algo falto de interés, a sus explicaciones sobre un tractor que roncaba y se dormía, aunque justo antes apagaba el motor para no despertarse con su propio ruido. Después me mostró unos patines que se reían porque les hacia cosquillas rozarse contra el suelo; y por último un triciclo que, si pedaleabas con suficiente fuerza, cantaba La Traviata en versión cadena engrasada. Yo estaba a punto de enojarme, y mucho. Cómo demonios se podía llamar aquello Salón del automóvil… ¡Ni aunque fuese distinto! Cuando ya esperaba encontrarme con una plancha de surf que danzara la polca o un patinete funámbulo, Ricardo, incansable, levantó una lona negra con una revolera maestral, dejando al descubierto al que poco después, se convertiría en mi pequeñín. Un utilitario rojo, brillante, y con cierto aire intelectual; ya que, tal y como recalcó aquel buen negociante, nos hallábamos frente a un aries en toda regla: decidido, emprendedor y competitivo pero, ante todo, con un fuerte sentido de la personalidad.
–No lo dude un instante, Gabriel –dijo–. Éste es un coche sólo para personas especiales, hartas de sentirse superiores ante sus objetos. Pero no olvide que también puede darle quebraderos de cabeza. Usted… Imagínese que el coche es una mujer, haga la comparativa y decida.
No sé bien por qué lo compré. Hice la comparativa y me equivoqué en la ecuación. Sí, yo ya tenía una mujer así, y la quería una barbaridad. Y eso me llevó a confusión, supongo. Así, pensé que amar a mi coche (de un modo distinto, se entiende), sería como salpimentar un poquito mi vida.

Cuando salí de allí y empecé a rodar con él, ya sentía su gran personalidad envolviéndome; y parados en un semáforo, una idea brotó de mis labios con la espontaneidad de una hoja mecida por el viento.
–¿Sabes una cosa? Creo que te llamaré Lorenzo: el coronado de laureles… ¡El victorioso!
Maldita la hora. El muy canalla se paró en señal de protesta y treinta minutos después el atasco que tenía organizado era tremendo. Un policía me multó varias veces, incluyendo desacato a la autoridad cuando le dije que, de ninguna manera, iba a dejar que traumatizaran a mi coche enganchándolo con una grúa. Que sólo se trataba de encontrarle un nombre que fuera de su agrado. Probé todos los que me venían a la cabeza: Marcos, Tobías, Vladimiro… Abelardo, Raúl, Fabián… Y nada, él seguía rezongando con el motor, cada vez más enojado, diría yo. Al final, una viejecita que pasaba por allí me sacó del brete.
–Vamos a ver, joven… –dijo amablemente alzando la punta del bastón–. Usted no sabe tratar a un auto con personalidad, por lo que se ve. Haga el favor de pedirle disculpas, remarcando que usted no va a ponerle nombre alguno, ni ahora ni nunca.

Llegué a casa y mi mujer, como era de esperar, me tildó de idiota. Estuvo dos días sin apenas hablarme. Hasta que el comportamiento del auto comenzó a parecerle tan extraño como apasionante. Yo lo intentaba, pero nunca conseguía acertar a la hora de aparcarlo. Cada mañana me lo encontraba en un lugar distinto. A veces, al parecer, perseguía una sombra. Otras no le gustaba que los niños se apoyasen en él y las menos, le ponía nervioso el olor de los guisos de esa vecina, que le echa comino a todo lo que hace chup-chup.

Con el paso de las semanas, la cosa se fue complicando. Algunos días, cuando me disponía a ir al trabajo, él había decidido darse una vuelta. Su animadversión hacia mí era cada día más patente y, para mi sorpresa, mi mujer se presentó un día con el carné de conducir en la cartera. Después de años y años de intentonas… ¡En tan sólo dos meses! Entonces me di cuenta de que el problema era yo. Francamente, cada vez me sentía más lejos de ellos, que se entendían a la perfección. Mi mujer sabía siempre donde aparcarlo, él nunca se cambiaba. Sé captar una indirecta, así que me compré un bono-bus y regresé al fabuloso mundo del transporte público.

Una noche, cuando nos disponíamos a ir al cine a ver una reposición de una película de no sé qué director húngaro que, tal y como me restregó mi mujer por la cara, a ellos dos les encantaba, él se negó a abrir la puerta del copiloto y ella arrancó el motor sin dudarlo y me dijo:
–Total, no hace falta que vengas. Tampoco la entenderías.

Sé que debería haberlo visto venir. Por ejemplo, por el hecho de llevar tres meses sin hacer el amor con ella. Pero aún así, no pude dejar de sorprenderme el día que encontré aquella nota:

Este triángulo está cojo. Está claro que el único que no pone nada de su
parte eres tú. Nos marchamos, no nos busques.
Adiós.

Es cierto que había empezado a darle un poco a la bebida, pero es que no sabía cómo afrontar todo aquello. Pero después de que se fueran me he ido recuperando poco a poco y ahora vuelvo a sentirme animado, pero sobre todo muy, muy esperanzado. Ya que, la semana que viene hay feria: El salón de la esposa feliz.

FIN

20/4/2006

Fermín San Vicente

Nota: Ganador del Concurso sobre Realismo Mágico de Bibliotecas Virtuales

Comments:
Me encantó, muy muy original
 
Simplemente genial. Un derroche de imaginación, ingenio y sentido del humor. Enhorabuena.

Pablo.
 
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