viernes, septiembre 30, 2005

 

Todo sobre Maio (III)

Amanece un nuevo día. El solícito Duca nos va a dar una vuelta a la isla. Bendigo a Simone por sus prolíficas conquistas. La alarma del teléfono móvil martillea en mi cabeza poco después del amanecer y me levanto como un zombi sin que sirva para nada, ya que pasa a recogernos con dos horas de retraso. A veces se me olvida que estoy en Cabo Verde. Hoy, el vehículo, es un pequeño camión Toyota. Hago mis cuentas, somos cuatro y en la cabina caben tres; ¿el conductor más las dos chicas? Además yo soy blanco y, que se enfade quien quiera, pero el racismo existe. Me voy directo a mi lugar favorito –la caja trasera-, cuando Duca me dice que de eso nada, que todos en la parte de adelante; que nos apretaremos lo que haga falta. No dudo de sus buenas intenciones, pero Simone, quién si no, va a su lado prácticamente subida en el cambio de marchas. Incluso tiene que colaborar en la conducción; agarrar la palanca, soltarla, o esquivarla a instancias de Duca, que luce una sonrisa de oreja a oreja. Me pregunto si es porque le parece gracioso o lo que le exalta es el contacto con las piernas de ella (tiene un buen par).

A la salida de Bila paramos en una gasolinera. La chica que se encarga de servir el combustible avanza hacia nosotros. Su rostro, a mi entender, denota un terrible enfado y sus espaldas son más anchas que las de Chuck Norris; tiene toda la pinta de ser aficionada a la práctica de la lucha libre. “¡Joder!, esa mujer da miedo”, murmuro. “¡Maldita sea y yo en la parte de la ventanilla!”, Andrea me dice que no es para tanto. Y tenía razón. Al acercarse nos sonríe. No creí que fuera capaz de tal cosa. Conoce a Duca, a juzgar por el palmetazo que le da en la espalda. Para colmo empieza a mover el culo al ritmo del zouk que sale de la radio de la camioneta y adquiere cierto tinte de feminidad. La cosa sube de tono más aún cuando sigue bailando manguera en mano. Su danza me abre los ojos. ¿Qué me pasa? Ya no siento miedo, tampoco es repulsión; aunque me pese, ¡es atracción pura y dura!

Nos lanzamos a la carretera, aunque lo de lanzarse sólo es un decir. Creo que no pasamos de 30 por hora. Duca comenta que su pequeñín está un poco castigado, que son muchos años recorriendo la isla trabajando duro. De todos modos hay que agradecerle que no corra. Los amortiguadores deben estar clavados, suponiendo que los tenga. La carretera empedrada intima con nosotros, para ser más exactos con nuestras posaderas. Otro de los enigmas del lenguaje criol, a este tipo de vías algunos las llaman “asfaltadas”.

La primera parada la hacemos en el Bellavista, a unos cuatro kilómetros de la capital. Sin duda es el mejor hotel de la isla, pero la falta de competencia le resta mérito: es el único. En Bila hay un residencial que, si no se es muy exigente, no está mal del todo (tiquismiquis: abstenerse). Un chico nos atiende amablemente y, tras unos minutos de conversación, nos damos cuenta de que no es sólo el recepcionista. También es el gerente, el botones, el camarero y el encargado de la centralita. Me fijo en sus manos a ver si hay restos de grasa, quizá se ocupe también de la cocina. Nos enseña su inhóspito dominio; Como no me lo parece, le pregunto si hay ocupación y me contesta que claro que sí. Me intereso por el numero de clientes y me decepciona: no lo sabe. Está todo tan limpio, quieto y arreglado ¿Será un lugar embrujado? Visitamos uno de los apartamentos, saludo a dos empleadas de la limpieza con un “buenas tardes” al que me responden con risas diciéndome que aún son las once de la mañana. Y es verdad, burro de mí. Exagero sin mesura y les cuento, envolviendo mis palabras en un halo de misterio, que en la lejana isla de Santo Antao, se levantan tan temprano que han llegado a darme las buenas tardes a las nueve de la mañana. Ríen más aún, creo que no ha colado.
La piscina es grande, pero de agua salada. En Europa se vendería como rareza, aquí se hace por necesidad. Cuando la bordeamos, agarro a Simone y bromeo con ella. “¿Quieres un chapuzón?” Me responde que no, pero estas cosas pasan, se me escapa y cae al agua. Al menos iba ligera de ropa: un pareo, un top y un biquini. Es mejor mostrarme seguro. “Si te vas a secar enseguida”, le digo. Se ríe, lo toma bien; me llama bicho y graciosillo, aunque yo por si acaso miro alrededor a ver si hay piedras. Duca nos mira atónito, como si no fuéramos de este mundo.

La playa de Boca de Morro, a unos metros del hotel, es de ensueño. Aunque también podría ser de pesadilla: es famosa por su gran surtido de tiburones. Cuesta de creer, pero según dicen algunos expertos, eso no es peligroso. Cualquiera podría bañarse. Pienso en decirle a Simone que como ella ya está mojada... Aunque, intuitivamente, mantengo la boca cerrada (aquí si que hay piedras). Más o menos a un kilómetro se divisa otra construcción, también a pie de playa. Duca nos explica que es un hotel que ha sido clausurado por el gobierno y que esconde una sórdida historia que conoceremos in situ, ya que hay un vigilante y vamos a visitarlo. Antes, por supuesto, tiene planificada una cervecita en el bar del Bellavista. Nos sentamos en la terraza y aprovechamos el momento de relax para pedirle que omita mostrarnos todos los bares de la isla. No nos promete nada, sólo se ríe.

Simone, ya un poco más seca y más lúcida, me pasa su pareo anaranjado y me señala un buey que hay pastando en el campo contiguo, a unos pocos metros. “A torear. Eres español, ¿no?”. Malditos tópicos. Insiste e insiste, pero no encuentro la vena patriótica que me lleve a defender mis colores con orgullo. Me ofrezco a lidiar una cabra que hay un poco más allá, pero no le parece suficiente. Así que me levanto; ¡que no se diga! Abandono valiente el burladero (salto la barandilla), me acerco al buey pareo en mano y le azuzo “¡Eh, toro, Eh!”. No me hace ni puto caso. “¡Eh, toro caboverdiano, Eh!”. Tampoco funciona. Andrea me sugiere que le tire una piedra. Yo le respondo, que ya puestos, podría coger uno de sus cuernos y pinchármelo en el culo directamente. Las chicas están ávidas de sangre y yo no quiero decepcionarles, tengo que pagarles con un poco de mi arte. Me ciño el capote al hombro, tarareo ese pasodoble que reza: “morena...” y me marco un paseíllo de lo más gallardo, manteniendo un ojo en la plácida res, no vaya a ser que mi acertado estilo le despierte el instinto tauromáquico. Las criolas se desternillan, incluso Duca ríe. El pluriempleado del hotel, que llega con otra ronda, se queda clavado en el umbral de la puerta, dudando de si acercarse a nosotros o no.

De camino al hotel clausurado, atravesamos un oasis con cocoteros y Duca empieza a relatarnos que ese hotel es –o era- propiedad de un francés que está a la sombra. Diagnóstico: pedófilo de mierda. El enésimo pederasta que encuentra en este país un filón. Tras una docena de denuncias, lo aprehendieron y se lo llevaron a Praia. En Maio no hay ni cárcel. También era traficante de armas o muy aficionado a ellas, ya que le encontraron un arcón lleno ¡Toda una joya de tío!

El vigilante nos recibe con gran simpatía. Le preguntamos el nombre del complejo y como no lo sabe, no nos queda más remedio que bautizarlo: “el hotel del pedófilo”. Eso sí, hay que reconocerle el buen gusto y el mérito arquitectónico. Un puñado de casas hechas de piedra natural y madera, con tejados cónicos cubiertos por hojas de cocotero. Duca nos explica que no hay ni una gota de cemento en ellas. Sus particulares jardines, no están exentos de encanto: infinidad de áloes, palmeras y cactos. Una especie de éstos últimos de lejos me recuerdan a un higo chumbo. Están repletos de púas y por lo visto producen en la piel el efecto de una picada de mosquito (una por cada púa).

Las puertas están pintadas en vivos colores. Atravesamos una y el interior de la choza nos arranca expresiones como “¡Ahí va!”; “¡joder!” o “¡vaya tela!”. Está decorada y pintada como si de una casa de muñecas se tratase, literas azul y amarillo, ventanas naranja y caqui, estanterías y vigas de color rosa, mesillas de noche casi de juguete... Incluso en el lavabo: el retrete tiene una pieza de cada color y el espejo podría ser el de la madrastra de Blancanieves. Vamos a la cocina central; más formas y colores, todo fantasía. Parece que estemos en un cuento de hadas. Simone dice: “el hijo de puta éste debió tener una infancia jodida y ahora quiere joder la de los demás”. Es un comentario duro, pero bastante acertado. Monóculo (imaginario) en mano, tratamos de investigar unas inscripciones hechas con letra infantil en la pared de una habitación aislada, un auténtico zulo. No sacamos nada en claro porque hay una parte borrada. Sólo que está repetida tres veces la misma frase y que la firma una niña llamada Nadia. La verdad es que le ponemos pinceladas de humor y cachondeo al asunto, ya que la sensación que nos produce la estancia en el lugar es un tanto repugnante. Por momentos tenemos cara de estar masticando una aspirina. Tras la barra del bar, hay una pizarra con los precios de la comida. Son los más caros que nunca vi en este país. Debe ser porque los gnomos cobran sueldos más altos que los caboverdianos. Entramos en una casa de dos plantas, la que fuera morada del tipo en cuestión. Curiosamente aquí la decoración es sobria, no hay ni un solo colorín. Sólo madera y piedra. Más bromas, encerramos a Simone dentro de un arcón de ropa; y encontramos un diploma de paracaidismo a nombre del facineroso. Nada que traiga nueva luz a nuestra investigación. La cosa ya no da para más. Cuando nos disponemos a salir del recinto se cuelan en él una veintena de cabras. El vigilante se echa las manos a la cabeza y corre tras ellas. “Se van a poner las botas”, pienso. “Pobre hombre, habrá que ayudarle”. Ya me veo de nuevo corriendo tras una puta cabra. Me deja anonadado, en sólo treinta segundos y con su boca como única arma las expulsa de sus dominios a base de certeros silbidos.

Llegamos a Morro, antecedido por varias decenas de cocoteros, es un pueblo de pescadores con actividad casi igual a cero. Por supuesto no es así para Duca, habiendo un bar, allá nos lleva. No me apetece más cerveza. Pero no tienen “ponche de miel”, aquí no se estila, se beben el grog a palo seco. No pasa nada, yo siento un gran respeto por las costumbres... No se ve un alma en la calle. Sólo gallinas y cabras. Precisamente Andrea pide a un lugareño que arrastra a duras penas un cabrón de grandes astas si puede hacerse una foto con él –con el animal-. El hombre responde ríspidamente que no. Andrea se decepciona. “Tiene cara de cornudo”, me susurra. A mí, sinceramente, también me lo ha parecido. Hay muchas casas derruidas, aquí el colorido en las fachadas brilla por su ausencia. Partimos; y cuando parece que nuestro destino es la carretera nuestro guía y buen amigo para en otro bar, a la salida del pueblo. La excusa es que tienen una olla con cachupa sobre una barbacoa, pero no está lista ni saben cuando va a estarlo. La cachupa es el plato nacional. Es un guiso parecido al potaje, pero a base de maíz y diversos tipos de judías, entre ellos los denominados “frijoles piedra” que, tal y como su nombre indica, hace falta paciencia de la buena para cocinarlos. Aunque la cachupa no esté lista, ya que estamos aquí, “¿por qué no tomar otra cervecita?”, dice alguien. La acompañamos con una lata de fiambre de pollo que nos sabe a gloria. Esto son tapas sin pretensiones, ¡si las vieran los hosteleros de Logroño o de San Sebastián! Las dos chicas que atienden el bar son exóticamente bellas. Hasta Andrea se fija en una de ellas y me dice que si me gustaría conocerla. “No me importaría”, le respondo, “pero me gusta más la otra”. Criola, piel avellana, cabello lacio, rasgos orientales y los ojos de un impenetrable color esmeralda. “Nefertiti”, es lo primero que me viene a la cabeza.

Al fin en la carretera cruzamos el siguiente pueblo, Calheta. No paramos, algo que escapa a mi comprensión. “¿Es que no hay bares?”, pregunto. Duca se ríe y sigue conduciendo. La iglesia, pintada con vivas franjas amarillas, llama mi atención. Ya que hay que ir a misa los domingos para estar bien visto, que al menos sea con alegría. Ahora atravesamos la reserva forestal de Maio, plagada de acacias americanas. Esta prolífica extensión de tierra abastece de carbón a todo el país. Llegamos a la siguiente localidad: Morrinho; Duca nos da una vuelta motorizada por el pueblo. Algunas gentes a la puerta de casa, algunas mujeres sentadas en bancos, vendiendo en paños sobre el suelo ajos o mangas. Y a cincuenta metros un bonito edificio con letras bien grandes “Mercado Municipal”. Lo abrieron hace dos años y lo cerraron en dos semanas. “Técnicas de marketing imposibles: ¡Cómo vender sin clientes!” es el título de mi próximo libro, que será publicado con pseudónimo de economista. Milagrosamente, aquí tampoco paramos en ningún bar.

El siguiente pueblo es Cascabulho, ya apartado del litoral. Una tía de Duca tiene un bar, pero nos hace pasar a su casa. Eso sí, nos trae unas cervecitas. Sentados en el salón, tengo la sensación de que esto no es África, o al menos no es un lugar tan distinto. Una consola llena de portarretratos con fotos de toda la familia, un centro de mesa con frutas de plástico, estampas de la Virgen en la pared... La Super Bock está tan caliente como el motor de un autobús; le digo a “la tía” si tiene unos fideos para la sopa. Todos ríen menos ella, o no me entiende bien o no le ha hecho gracia. En vez de fideos trae un suave conejito blanco con el que nos entretenemos un buen rato. El animal parece estar un poco acojonado, pero le damos de comer unas flores encarnadas y se tranquiliza. Una jovencita que hay en la casa, guapa a rabiar, nos mira sonriente. Le pregunto si quiere que le haga una foto y me responde con una coquetería impropia de su edad que le gustaría mucho, pero que no tiene el cabello en condiciones. Tras oír mis carcajadas me dice que está bien y posa para mí como si estuviera en un casting para el filme “Lolita”. No sé donde están las cosas mal, pero aquí la sexualidad aflora mucho antes. Más fotos, al salir de la casa un grupo de diez o doce críos me piden una. Cuando me dispongo a disparar la mayoría salen corriendo y se esconden. Está claro que querían tomarme el pelo. Cuando les digo que la cámara tiene pantalla y podrían verse la cosa cambia. Se plantan muy formalitos ante mí con una expresión muy divertida, como si estuvieran en la tele.

Tomamos una ardua pista de tierra en dirección a Pedro Vaz, la siguiente localidad. El paisaje se vuelve más árido, hay un sinfín de árboles secos. Duca me corrige “no están secos, es sólo una densa capa de tierra que los cubre y les confiere ese aspecto. Aunque no lo parezca, está todo verde”. Fijo la vista todo lo que puedo. Él ríe y sigue en sus trece: “todo verde, todo verde”. A nuestra derecha se divisa el Monte Penoso, el punto más alto de la isla. Oí una historia que decía que es aquí donde los maienses encomiendan sus problemas. Según nuestro guía no es así; los maienses –como ya sabemos- encomiendan sus problemas a Dios. La leyenda del monte penoso es más oscura. Se dice que cuando uno vence a otro en una contienda, es porque ha llevado el alma del otro hasta el monte; cosas de hechicería. A la entrada de Pedro Vaz, hay un gran oasis con cocoteros y otras palmeras y caña de azúcar. El pueblo es muy pequeño y está casi desierto, pero nos reciben con gran hospitalidad. Había un bar, pero está cerrado hace años. Aún así lo abren para nosotros. Dentro hay una nevera llena de Super Bock una mesa y cuatro sillas. ¿Necesitamos algo más? Pedimos el menú y nos traen dos latas de atún, una de garbanzos, una cebolla y un “tupperware” para que lo mezclemos todo ¡A comer! Duca ya no se conforma con las cervecitas. “¿Pedimos una botellita de vino?”. “¿Tienen botellas pequeñas?”, le digo yo. Y no tienen, era sólo una manera de hablar. Y nos convence, tenía que ser así. Le observo disimuladamente. No es que los demás estemos para caernos, pero él parece completamente sereno. Mejor; la campaña “si bebes no conduzcas” todavía no ha llegado a Cabo Verde. No me imagino a la policía de aquí persiguiendo conductores alcoholímetro en mano. Y mira que hay pocos coches, pero es que tampoco hay policías suficientes. Podrían traer unos cuantos “Mossos” de Cataluña y así de paso enseñarles un poco sobre la vida. Lo que sí he visto, ha sido gente parar el coche y decirse a sí misma “Jreo ge assí no pueo jonducir”. Y ante tanta responsabilidad... ¿quién necesita represión?

Continuará...

Mindelo, 30 de septiembre de 2005

© Fermín San Vicente

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