martes, septiembre 27, 2005

 

Todo sobre Maio (II)

Al día siguiente me despierto y las hinchazones causadas por los mosquitos parecen sacadas de “Braindead: tu madre se ha comido a mi perro”. Indago en un libro de biología y descubro que las únicas que se alimentan de sangre son las hembras. Tal vez ahora entiendo algo tan descabellado como lo de las plantas de los pies. Los machos, que son esos que zumban en el oído de ese modo tan cojonero, son más educados y toman agua y néctar de flores.

Hoy, dentro del marco de las fiestas de su caluroso invierno, hay un acto relacionado con tortugas centenarias. Duca nos lo explicó ayer. Es la época y Maio es un destino preferente para el desove. Así unos cuantos hombres permanecen de noche agazapados en la playa y, una vez las tortugas han depositado sus huevos las atrapan y las retienen. Al día siguiente las devuelven al mar. La finalidad de tan noble acto es enseñar y concienciar a la gente de que cuando ven una tortuga en la arena deben dejarla marchar en lugar de hacer sopa con ella. No acabo de entenderlo muy bien, pero todavía no he visto nada. A mediodía en la playa nos encontramos diez tortugas de un metro de largo tumbadas panza arriba bajo una palmera, la cual no da sombra suficiente para todas. Rodeadas por una troupe de chavales de edades diversas, uno de ellos se encarga de mojarlas con un balde de agua que van llenando en el mar. No tienen muy buena pinta. Hay dos socorristas que se encargan de vigilarlas. Pregunto a uno de ellos si así no sufren. No me acaba de entender y tengo que aclararle que me refiero a las tortugas. Me responde que por supuesto que no; yo me permito la licencia de dudarlo. Precisamente, en un informe que leí no hace mucho sobre varamientos de tortugas, advertían que en caso de encontrar alguna en una playa, nunca se le debía dar la vuelta. Pero aún sigo sin haber visto nada. Los vigilantes se marchan, tal vez a comer, no lo sé. Los muchachos, siempre tan dulces en este país, se asquean de mirar a los infortunados reptiles y deciden pasar a la acción. El más inquieto se agacha y acaricia el cuello de una, suavemente una y otra vez y ¡zas! Le propina un manotazo que me duele hasta a mí. “Espero que las tortugas no tengan nuez”, pienso. El animal reacciona moviendo con fuerza sus patas delanteras, las demás también se asustan y la imitan; se golpean en el pecho cual simios, mientras sus cabezas se hunden parcialmente en la arena caliente. Tratamos de reñir a los críos, pero no nos hacen ni caso. De repente, llega una furgoneta de la Cámara Municipal. “Salvadas”, nos decimos. Se bajan dos tipos, hacen unas fotos de los animales y se marchan. Y los críos siguen en lo suyo. Puntapiés, golpes con un palo de escoba, etcétera. Es mejor ni mirar. Al rato regresan los dos socorristas y empiezan a cambiarlas de sitio, con ayuda de los maquiavélicos chavales, hacia una sombra mayor. Les dan la vuelta, estiran de sus patas delanteras y de nuevo panza arriba. Una de ellas, puede que involuntariamente, es víctima de algo parecido a una de esas llaves de lucha libre en las que se coloca al contrincante cabeza abajo y se le parte el cuello dejándole caer contra el suelo. Al parecer sobrevive, pero yo ya he tenido bastante. Decido asímismo, perderme el entrañable acto en el que las devolverán al mar. Me imagino a alguien sobre el escenario, micrófono en mano, hablando de proteger a las tortugas y los niños pensando: “¡Ah! ¿Pero había que protegerlas?”.

Hoy es domingo y Duca se presta a darnos un paseo, a sacarnos de excursión. A pesar de tener mujer e hijos, ha mostrado cierto interés por Simone. Bienvenidos a Cabo Verde, donde la fidelidad es como la declaración de la renta: aunque no sea legal hacerlo, puedes objetar. Así que bromeo constantemente con ella al referirme a él como “tu chuch (novio) de Maio”. Ella, simpática a rabiar, me sigue el juego y me dice divertida: “¡Oh, sí!, nha (mi) chuch de Mai”. Por eso cuando lo veo aparecer con un camión grúa de doce metros de largo le comento “Eres una chica muy avispada, ¿no?. Te buscas novios con coche grande, ¿eh?” A lo que ella responde riendo y dándome una patada en el culo. No obstante, minutos más tarde dudamos de si es realmente su novio o está interesada en ella, ya que ha quedado relegada junto conmigo y con Ali a la inconfortable caja trasera del camión. Duca recoge a un par de vendedoras de frutas con un montón de críos, que se dirigen al siguiente pueblo. En esta isla recoger a alguien que pide una “buleia” –autostop- es casi obligatorio. Ali les dice en su hilarante criol que si no tienen televisión, que si no saben hacer otra cosa además de hijos. Y ellas, lógicamente, se desternillan de risa.

Es un viaje duro para mis posaderas, pero por primera vez salimos de la Vila de Maio y el paisaje me sorprende. No lo imaginaba tan verde. Hay bastantes cocoteros y en los lindes de la carretera corretean, entre acacias americanas, multitud de pintadas; aquí las llaman gallinas de mata. Atravesamos tres pueblos, Morro, Calheta y Morrinho y nos desviamos por una pista de tierra. Nos cubrimos con un pareo para sobrevivir a la asfixiante polvareda. Al fin llegamos a una bonita playa desierta, una de esas que alternan arena blanca con salientes pedregosos. Ali se alegra de que el lugar esté desierto, ya que se ha empeñado en que comamos lo que pesquemos –él y yo-. Eso sí, a instancias de Duca, cómo no, llevamos un arcón con dos cajas de cerveza bien fresquitas.

Diez minutos después aterrizan en el lugar varios camiones y furgonetas llenas de niños y mayores que convierten la playa en un sitio más que concurrido. Ali maldice al cielo y después a Duca, apuntando que así no va a haber quien pesque. Y se dedica a gritar a los críos diciéndoles que se vayan a bañar bien lejos. Como ya le conocen se ríen, o sea, que no van a hacerle caso. Él es un pescador experto y lleva una caña de profesional; yo un vulgar aficionado que ni siquiera llevo caña, sólo un sedal enganchado a un palo de madera con dos anzuelos y una tuerca en el extremo para hacer de peso. No obstante, yo soy un pescador con suerte. Tres veces fui a pescar con mi logrado artefacto. La primera capturé cinco “mané cabesa”, pescado incomestible según algunos, comestible según otros. Pensaba freírlos, pero los dejé dos días en la nevera y dado su creciente “olor a mar”, decidí dárselos a Jaton, mi gatito. Los devoró con avidez, por lo cual consideré mi debut un verdadero éxito. La segunda vez pesqué un pulpo y la tercera una morena, difíciles trofeos para un principiante. Unos decían que era la típica suerte y otros que a ver si los llevaba a pescar algún día.

Hoy me hago con tres sargos más bien pequeñines, lo cual significa que poco vamos a comer. Ali dobla mi resultado, lo cual sigue sin ser demasiado. Ahora hay que agradecer a Duca que nos trajera a una playa concurrida, puesto que una amable y numerosa familia de maienses nos da de comer un delicioso guiso de patatas y carne; algo que me hace recordar con una lagrimilla en el ojo, cuán lejos está mi madre.

Me siento en la arena a cuidar un rato de mi sobrino Luca –así lo han etiquetado-. Es un bebé estupendo, aunque un poco vicioso. No consigo desviar su atención de la cerveza que sostengo en la mano izquierda. Fatú regresa y allí sentados, me pone al corriente de sus impresiones sobre la isla. Me habla del impopular Presidente de la Cámara y de los motivos de su mala prensa, aparte de los consabidos; me dice que ha vendido toda la isla, que hasta ella se ha comprado un trozo de tierra. Pero que ha cometido tantas irregularidades que tiene varias papeletas para acabar entre rejas. Otro tema que toca y que al parecer le molesta, es la extrema religiosidad del lugar. Yo ya había oído algo al respecto. Hace unos días pregunté a Duca si era verdad que allí eran tan devotos. Su insólita teoría me dejó boquiabierto. “No es que en Maio seamos más creyentes que en otros lugares de Cabo Verde”, me dijo. “Lo que sucede es que hay buenas playas rodeando toda la isla y, dado que mucha gente aquí no tiene trabajo pueden disfrutarlas entre semana. Es por eso que los domingos prefieren ir a la iglesia”. Fatú pone cara de frígida, se reanima y me dice que no, que de eso nada. Que son religiosos hasta la médula y que no sólo está mal visto tener hijos fuera del matrimonio –cosa insólita en este país-, sino que es peor aún ser padres legales ante La Santa Madre Iglesia y relacionarse con otros que no lo sean. Alucino mucho, pero qué importa. Para eso están los viajes, ¿no? Esta conversación me trae a la memoria un par de cosas que he visto en Bila. La primera es una inscripción con letras gigantes en la pared de una iglesia que reza “Contra el SIDA, la mejor solución es Jesucristo” Tras tirar a la basura diez minutos de mi vida cavilando sobre ello empieza a dolerme la cabeza y prefiero dejarlo. La otra es un bonito mural con un chico y una chica bajo el cielo azul, con flores de colores, nubes blancas, hierba fresca... y la siguiente leyenda “No al SIDA. Programa para enseñar a nuestros jóvenes a disfrutar de su tiempo libre saludablemente” y yo me digo “¡Pero si aquí los condones son gratis! ¿Será el sexo insalubre?” Mejor olvidarlo.

Al caer la tarde subimos a la caja del camión; me preparo para el polvoroso viaje de vuelta. El calor es inaguantable, pero el mayor incordio son las moscas. Ya no hay mosquitos. Hace dos días, la Cámara Municipal -que algo bueno debía hacer-, fumigó las calles para acabar con esos agradables insectos, que tanto y tan bien me habían mordido. Fue efectivo y las hinchazones de mi cuerpo van desapareciendo. Pero moscas hay para dar, vender y montar una feria. Son increíblemente atrevidas, son temerarias. Si dejas caer uno de esos manotazos sin muchas ganas ¡ni se inmutan! Se quedan pegadas a tu brazo tal cual, te miran y te desafían. Dudas un instante, son africanas y no sabes si eso es un peligro extra. Un tanto furibundo, repites el manotazo y ahora sí se alejan; aceptan su aparente inferioridad, pero regresan una y otra vez. La noche pasada llegaban al punto de despertarme; correteando por mi cuerpo, haciéndome molestas cosquillas e intentando morderme. Al final, ojeroso, me levanté como un zombi y me embadurné de repelente. Fue peor aún, parecía gustarles; creo que se alimentan de él. ¡Maldita industria farmaceútica!

Al fin llegamos a casa y me estiro a descansar. ¡Pescar es agotador! Vila de Maio es un lugar muy tranquilo. La contaminación acústica es muy inferior a la de Mindelo. Salvo excepciones: cuando la discoteca Esperanza abre, pone música para toda la isla. No sé si lo consiguen, pero no me cabe duda de que esa es su intención. Las malditas moscas siguen en sus trece y no me dejan tranquilo. Agarro el insecticida y, aunque estoy a favor de la vida, mis nervios vencen a mis principios. Me relajo y cuando empiezo a entornar los ojos, oigo los balidos de un cabrito. Incansable y repetitivo; diez minutos después, el dichoso sonido se me ha metido en la cabeza de tal modo que ya no estoy seguro de si es real o imaginario. Respiro hondo. Diez minutos más y salgo al balcón a investigar y lo veo. Está en el edificio de enfrente, cuatro plantas en construcción. El animalito desespera, atrapado en la más alta. Creo que llama a su madre, que está en el descampado de abajo con unas amigas. Le contesta de tanto en cuando, pero no parece estar por la labor de subir a rescatarlo; está muy ocupada degustando el delicioso envoltorio de lo que fue un saco de yeso. Hago unas fotos y vuelvo a colocarme en posición horizontal.

Entro en una especie de duermevela, oigo balidos, veo astas de diversas formas y tamaños, siento moscas mangoneando dentro de mis oídos y... más balidos. Abro los ojos empapado en sudor y salgo al balcón de nuevo. Ahora las cosas están peor. Su madre se ha ido. “¡Está bien!” le grito, “¡ya voy!”. Mi inocencia urbana me lleva a preguntar a mis compañeras si las cabras suelen morder. Simone me responde que no mientras Andrea se ríe. Allá vamos en misión de rescate. Aparte de llevar a las chicas conmigo, cojo un pareo y una cuerda sin saber muy bien para qué. Subo los cuatro pisos; el bicho se pone histérico al verme, corre hacia una ventana y salta; se queda suspendido dos segundos en el alféizar, no le gusta la pronunciada altura, vuelve al suelo y sigue corriendo. No para de berrear ni un segundo y eso, al mezclarse con el balido permanente que ya había en mi cabeza me deja medio atontado. Corro tras él, Andrea a su vez corre tras de mí, cámara en mano filmando un video. Tan sólo soy una insípida versión terrestre del insigne Jacques Cousteau, pero tiempo al tiempo. Voy a por ella, la tengo casi acorralada. De repente salta al vacío. “¡Oh, no!”, exclamo sobrecogido. Me asomo y veo que tan sólo ha saltado al nivel inferior. Antes de que pueda sentir alivio, el puñetero animal sube raudo –y balando, como no- hasta el piso superior. ¡Qué demonios le pasa! ¿Sabe subir y no sabe bajar? ¿Le fallan las neuronas? Pues claro, está como una cabra. En otra de mis carreras me despellejo los dedos de los pies al tropezar contra las piedras que hay tiradas por el suelo. Esta vida de zoólogo de pacotilla acabará conmigo. Miro mis pies, me pongo serio y le digo “Se acabó tu tiempo”. Avanzo completamente decidido y consigo atraparla. Me siento un poco ridículo, tengo el pareo sobre ella y el trozo de cuerda en la boca; le cojo las cuatro patas –dos con cada mano- e inicio mi triunfal descenso. Bajo dos pisos y desde el segundo, con fines meramente educativos la lanzo al abismo. ¡Es una cabra! Debe conocer sus virtudes y posibilidades. Cae perfectamente y se va corriendo con la cabra de su madre. Simone me recrimina no haberle prestado el animalito para hacerse una foto. Le muestro mis pies heridos y le pido comprensión. Ella pone cara de pena, pero para demostrarme su enfado amablemente y haciendo gala del humor caboverdiano, me lanza una piedra del tamaño de un melón. Mis maltrechos pies la esquivan. ¡Uff! No me imagino en el hospital –por llamarlo de alguna manera- de la Vila de Maio. Cada mañana hay veinte o treinta personas en la puerta con muy mal aspecto. Yo diría que siempre son los mismos. Quizá sus malas caras son más un intento de provocar compasión y ser atendidos que no los verdaderos rasgos de una enfermedad.

Cuando anochece vamos a pasar un rato con Ali y Fatú. En su restaurante tienen generador a gasolina, así el apagón se hace más agradable con una cervecita fresca en la mano bajo la cálida luz de una bombilla. Además ella cocina de película. La nota negativa es que me tengo que tragar la telenovela; no sé si es peor la portuguesa o la brasileña. Ali la sigue con devoción, pero sobre gustos no hay nada escrito. Claro que esta mañana me ofreció un CD de Eros Ramazzottti al verme con un disc-man en la mano. “Dale una oportunidad”, me dijo. “Mira Ali, no se trata de oportunidades. Es sólo que este reproductor es un regalo y no quiero que se estropee”

Continuará...
Mindelo, 14 de septiembre de 2005

© Fermín San Vicente

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