lunes, noviembre 07, 2005

 

Todo sobre Maio (V)

Un buen rato después del amanecer, tras soltar unos cuantos manotazos y dar los buenos días a las 10 o 12 incordiantes moscas de rigor, nos llega una buena noticia por vía telefónica. El barco atracará con dos horas de retraso, lo que nos concede el privilegio de otra cabezadita. Algo que no tiene precio tras el duro día de ayer. ¡Bendita impuntualidad!

Recogemos a nuestros amigos, que según cuentan, han tenido un buen viaje. Jorge es blanco, a pesar de ser criol. Y cuando digo blanco, no me refiero sólo al color de la piel. En San Vicente he visto muchos criolos y criolas más blanquitos que yo, sin duda. Sin embargo, siempre tienen algún rasgo autóctono. El pelo rizado, la nariz ancha, la boca pronunciada... Pero al llegar a Praia encontré blancos 100 por 100. Claro que eso es una apreciación totalmente personal (y muy mal encajada). Por ejemplo, un cuñado de Andrea: blanco. Compartimos mesa durante un par de horas. “¡Jóder, menudo criol! Podría ser mi tío”, pensé. Yo no sabía nada de eso, cosa un poco estúpida por mi parte; ¿acaso no hay españoles negros? El caso es que más tarde, al comentar que el sujeto en cuestión era blanco, Andrea casi me come vivo. “¡No es blanco, es caboverdiano!”. “Ya; será caboverdiano, pero es blanco”, vuelvo a repetir. “No es blanco, es criol. Concretamente de la isla de Fogo”. “¿Y entonces no es blanco?”, vuelvo a cuestionar. “No”. Bien; lección aprendida: ser caboverdiano te exime de ser blanco; algo que puede resultar ventajoso (en algunas ocasiones).

En el pueblo se comenta –tranquilamente- que el barco sólo ha traído pasajeros, nada de mercancías; ni comida: cosa delicada. Hasta los huevos vienen de Praia. Y eso que en la calle hay casi tantas gallinas como cabras. Ves a saber, quizá están en huelga pidiendo el derecho a una alimentación más digna.

Entrada la mañana voy en busca de otro lugar para navegar por internet (aunque sea en barca de remos). He recopilado la información necesaria; sin contar aquella maldita tienda de fotos donde me tomaron el pelo, tengo dos opciones más. El primer objetivo, una tienda de no sé qué (nunca lo averiguaré); a pesar de estar en horario comercial está cerrada. En la ventana hay un letrero que dice: “Con ADSL es mucho más rápido”. ¿ADSL? Me agito un poco ante la posibilidad de un orgasmo virtual en el ciberespacio. Me dirijo al mercado municipal, que está justo al lado y pregunto a una amable señora que vende patatas y boniatos. No sabe nada. Sin embargo, un señor que zanganea felizmente recostado en una silla se levanta un poco el sombrero, me mira y me pone al corriente de la situación. “¿El de la tienda de al lado?”; y él mismo responde: “No tiene mucho trabajo, así que no suele estar”. “Claro, una forma muy efectiva de no tener trabajo”, le digo. Cabo Verde va para adelante, aunque por lo visto lo hace zigzagueando. Es más largo, pero también más divertido. Aún me queda una opción, el Casal de Juventud: mi última esperanza. Me planto allí y, tal como me habían dicho, tienen diez ordenadores, aunque uno sólo con conexión y ocupado. Los demás están a disposición de quien quiera usarlos, gratuitamente. Tras pedir permiso, enciendo uno de ellos. Windows del año 95 en español. Siento una punzada de añoranza, no sé si de mi tierra o de los tiempos pasados. Transcurrido un rato me ofrecen el ordenador que tienen en secretaría. Navegando por internet en un despacho y sentado en una silla comodísima. Como un rey. Pregunto el precio, “3€ una hora”. ¿Y media hora? La chica me mira como si (yo) fuera idiota. “¿No sabes dividir?”. “Pues claro que sé, pero en esta isla hay gente que no”. Me pongo en faena, revuelvo un poco en el PC y me encuentro una conexión a 256k, por 1,50 la media hora. Sin poder, ni querer evitarlo, cojo papel y lápiz y saco una sencilla regla de tres. Aquel forajido de la tienda de fotos debiera cobrar 25€. claro que por una hora entera, con su generoso descuento, me la dejaría por 35€. Simplemente, precio de puticlub. Por lo que yo debiera preguntarle que si la señora que atiende el mostrador es su mujer y que si podemos hacer un arreglillo. Aunque me temo que entonces el precio subiría muchísimo más aún. Mejor olvidarlo.

Un rato después entro al BCA a sacar dinero. El banco más concurrido del país. Antes era nacional, desde hace unos años es portugués. El neocolonialismo es igual de productivo y mucho más disimulado. Me sorprendo enormemente, no puedo creerlo. Tienen esos postes con una cinta que sirven para hacer cola y guardar el turno. ¡Como en el aeropuerto! ¡Y en Maio! En la supuestamente avanzada Mindelo, en el centro, hay dos oficinas del BCA. Son perfectamente diferenciables. La más concurrida, en la Rua Lisboa, tiene forma oblonga y se entra a ella por una esquina. Un larguísimo mostrador la atraviesa, con cinco puestos de atención que suelen funcionar al 80 por ciento. Se hace una cola única en paralelo y al que le toca el turno va hacia el primer cajero que queda libre. Todo muy normalito, la única pega es que si dejas un espacio considerable entre tú y el que tienes delante, puede venir alguien y ocuparlo. A mí ya me ha pasado media docena de veces. Parece extraño, lo sé. Pero si lo piensas detenidamente tiene su lógica. Una vez conocí a un tipo en un tugurio que decía: “Agujero que veo, agujero que tapo”. Así que lo mejor es encular al de delante. La otra sucursal está en Plaza Nova y tiene más miga. Hay tres cajas, sobre una de ellas pende el letrero “grandes movimientos”, pero no pone cuánto es uno de esos y, dado que la oficina es cuadrada, por poner alguna excusa, la gente normalmente hace colas independientes. Es infinitamente más entretenido. Cuando entras miras la disposición de los cajeros y tratas de recordar cual de ellos (o ellas) es el menos empanado; aunque en definitiva la suerte es la que va a decidir cuanto tiempo has de estar en el banco. Precisamente allí, hace un par de meses, mientras jugaba al “a ver cuando me toca”, la directora se levantó de su silla y puso firme a todo el mundo alarido en boca. Dispensando gritos a diestro y siniestro, reorganizó las colas y pidió intimidad para las operaciones de sus clientes. A mí me parecía pura utopía. De hecho, tener a alguien al lado que te apoya, te comprende y puede comentar tus movimientos bancarios no está tan mal. Todos obedecieron como mansos corderitos. Y yo me sentí importante. “Estoy asistiendo a un momento histórico”, pensé. Dos semanas más tarde la cosa volvió por los mismos derroteros.

Tras salir de la oficina futurista del BCA, encuentro a aquel tipo que viajaba en el barco con un macaco. Está con unos críos que también tienen macacos. En total hay tres: parecen clones. Tal vez sea alguna asociación de amantes de los animales. Les pregunto si los otros tampoco tienen dientes y no contestan; sólo se ríen. ¡Qué cabroncetes!

Ya por la tarde, cuando el opresivo calor declina, doy un paseo con Andrea. Pasamos junto a la iglesia y me pregunta si quiero entrar. ¿Y por qué no? No obstante, llevo una pinta de rarito tremenda: unas chanclas de indigente a las que tengo muchísimo cariño, unos pantalones cortos que ya han absorbido la mitad del polvo de la isla y una camiseta un poco andrajosa de color amarillo con las mangas cortadas y la caricatura de un niño con una jeringuilla en la mano. Muy apropiada. Aún la salva que puede leerse “Diabetic”. Es la portada de un E.P. de Mogwai. Andrea, armada de prudencia, opina que lo mejor es preguntar y se dirige a dos jóvenes que pasan cerca de nosotros. “¿Creéis que habrá algún problema porque entre así a la iglesia?”, les dice mientras me señala ladeando con la cabeza como si yo fuera un bicho raro. Los chicos se ríen “¿Y por qué no va a poder entrar así?”. Para mí la pregunta no es tan descabellada. En la Catedral de Barcelona hace unos años que instauraron la medida de no dejar entrar con chanclas o bermudas; esto vino dado sobre todo por los guiris. Defendían y defienden algunos católicos, que es una medida muy apropiada, que visitar el templo con esa vestimenta ¡es una falta de respeto a Dios! Curioso, la mayoría de veces que he visto al Hijo representado, va en taparrabo y con los pies sucios. Entramos en la iglesia, es básica pero bonita. Aunque creo que para un país como éste el catolicismo, que es el culto mayoritario, es una tomadura de pelo. Las figuras que representan a los santos, como las dos que hay en este templo, ¡son blancas! Al menos podían tener una de La Virgen de la Moreneta. Imaginemos a cualquier nación de blancos practicando con total normalidad una religión en que casi todos los santos fueran negros. Creo que aquí ni se lo plantean. Llevo a menudo una camiseta con la cara de un negro muy enrollado que sentencia: “Jesús was a nigga” (Jesucristo era negrata). La de veces que he tenido que explicarlo. Pero nada, no lo pillan.

Salimos de la iglesia, un hombre en la plaza se dedica a podar los árboles, sierra eléctrica en mano. Parece un trabajo duro. En las ramas cercenadas veo restos de guirnaldas de papel que, a juzgar por la capa de mugre que acumulan, deben ser de una verbena del siglo pasado. Metiéndome donde no me llaman, le pregunto al hombre si no va a aprovechar para sacar esos sucios papelillos de ahí. “No, yo sólo podar”, me responde riendo.


Amanece un nuevo día: mi vida en Maio. ¿Alguna vez viví en otro lugar? Nuestros amigos de la capital programan una nueva excursión, a una playa cercana a Calheta. Creo que sería capaz de vivir en esta isla una buena temporada, pero semana y media de turismo ya me parece demasiado. Yo me planto. Decido quedarme en casa a pasar un día tecnológicamente plácido frente al ordenador. Sólo saldré para hacer un recado. La semana que viene es el Festival Musical de Bahía das Gatas y no queremos perdérnoslo. La voz popular asegura rotundamente que el barco vendrá en tres días con comida y se llevará pasajeros de vuelta. Hoy es viernes y el Tarrafal, el barco que hace el trayecto de Praia a San Vicente saldrá de allá el miércoles por la noche. Así que por si acaso me dirijo a la TACV, la compañía de vuelos nacional en la que “Viajar es un placer” (aunque debe ser tal sólo para masoquistas). Mi intención es hacer una reserva para el vuelo del miércoles. Me suena haber visto la oficina, pero a pesar de llevar aquí 10 días, todavía no domino el pueblo. Me pongo a andar llevado por la inercia, esperando que el dios sol no me desintegre. Llego a los lindes del pueblo casi sin darme cuenta y ahí está la oficina; la encontré, en el culo del mundo. Me acerco a la puerta, pasan 5 minutos del mediodía y un letrerito dice que la hora de cerrar son las 12 en punto. Hay gente dentro y la puerta está abierta. Entro con naturalidad y me siento a esperar, nadie me dice nada. En el mostrador hay dos niñas de unos 13 años; una de ellas lleva unos tacones que deberían estar sujetos a la misma prohibición que el alcohol. ¡Qué país! Cuando acaban, ante la pasividad de los demás me cuelo vilmente –me deben unas cuantas. El afectado reacciona un minuto después y protesta; pero mientras me hago el tonto y le pido disculpas el que atiende dice que ya puestos es un momento y me hace una reserva rapidísima. Este tipo tiene sangre sueca. Aunque le ha cambiado algunas letras a nuestros nombres. Debe ser el pistolero más rápido de la TACV, está desperdiciando su carrera aquí. Cuando vas a hacer una reserva en San Vicente siempre sabes cuando entras, pero nunca cuando vas a salir, aunque haya poca gente. A veces te preguntas, ¿qué les pasará a estas pobres chicas? Cuando me dispongo a salir de la oficina son cerca de las 12:20. ¿Estará este buen samaritano tan relajado que no se ha dado cuenta de que es hora de cerrar? Algo falla, la curiosidad me produce comezón así que le pregunto por el horario. “En el verano hacemos intensivo hasta las 3 de la tarde”, me dice. Le señalo el cartel y me suelta: “Ya, ese es el horario de invierno; pero no vamos a cambiar el letrero, todo el mundo lo sabe”. “Permítome contradecirle: yo no lo sabía”, le digo. “Claro, porque eres extranjero”. Las cosas como son: 2 puntos menos en hospitalidad.

Ya en el apartamento, salgo al balcón para vaciar mi bolso que está lleno de arena de playa. No advierto que en él quedaban un par de papeles de un cuaderno. Un montón de cabras vienen corriendo, aunque son las dos más veloces las que se llevan el premio. Se comportan como si fueran perros ante un suculento hueso de buey. En San Vicente hay una publicación gratuita de anuncios comerciales en la que al final de la última página reza: “Proteja el medio ambiente, una vez leído no tire este papel al suelo”. Aquí debería ser: “Proteja y alimente a sus cabras. Tire este papel al suelo, nunca a la basura. Desperdiciar la comida está feo”.

Más tarde la sección caboverdiana regresa de la expedición y Duca nos lleva de paseo a la playa de Lagoa, cerca de Barreiro, el pueblo que nos faltaba. De nuevo la camioneta Toyota, pero hoy hay una chica más y pierdo mis privilegios. Los chicos blancos detrás, sin olvidar, Dios me libre, que Jorge es criol. La caja es incómoda pero el menda, previsor a morir y con ayuda de Simone, ha preparado unas botellitas de ponche para hacer la excursión más agradable. Mientras cruzamos Bila unos niños me saludan: “¡Ali! ¡Eh, Ali!” Y les respondo agitando la mano. Es legítimo que se confundan, ¿quién no ha pensado alguna vez que todos los gorriones (o los chinos) le parecen iguales?

Al salir del pueblo recogemos a un muchacho que hace autostop. Jorge le da palique; me da la impresión de que lo hace en plan autorreafirmación (“yo también soy caboverdiano”) y con todo el derecho del mundo. Llegamos a Barreiro y tras atravesar el pueblo encuentro el paisaje más lunar de cuantos he visto en este país. Una vasta llanura árida de extensión kilométrica colmada de pedruscos variopintos. Aunque medio kilómetro más allá un inmenso oasis de acacias y cocoteros que llega hasta el mar estropea la evasión mental. Entre los árboles más cercanos a la arena, se encuentran un montón de barcas, la mayoría en desuso, a juzgar por su aspecto. La playa de Lagoa es casi un paraíso. Lo deslucen algunos residuos, principalmente botellas vacías de la dichosa Super Bock y alguna de “mierdón”: vestigios de más de una buena parranda. Lo más triste es que hay un contenedor a 25 metros. Dicen que Lagoa es una playa infestada de tiburones. Aún así, todos (menos Duca y yo) se van a tomar un baño.

Paseo por la larga y solitaria arena, muy despacito. Siguiendo una técnica zen que consiste en notar cada paso que das, uno a uno. El objetivo es valorar la importancia de andar y olvidar los estúpidos objetivos. Duca me alcanza y acaba con mi ejercicio espiritual (¡gracias, tío!). Conversamos. Le comento que para ser un país supuestamente pobre, hay demasiadas barcas desperdiciando su posible utilidad. A lo que me responde que las cosas no son tan sencillas. Es muy posible que tenga razón. Tras encontrar en la arena las huellas del desove de una tortuga, Duca me dice que deberían estar protegidas no sólo ahora, sino todo el año; que es una lástima que un animal centenario sea capturado y vendido por un precio ridículo. Aprovecho para contarle algo que me aconteció hace unos meses en Salamansa, un pueblo de pescadores de San Vicente.

Ese pueblo fue el destino de una excursión que hicimos a pie desde Mindelo, pasando por la playa de Punta Joan d´ Evora y a través de toda la costa, por montañas escarpadas, siguiendo una angosta senda que desaparecía en más de una ocasión. Al llegar al citado pueblo y mientras esperábamos transporte hasta la ciudad, fuimos a un bar a tomar un merecido premio: un stomperot; allí conocimos a un hombre que se puso como loco al vernos. Era un grandullón de más de metro noventa y debía tener unos cuarenta y pico. El dueño del bar comenzó a increparle, diciéndole que nos dejara en paz. El sujeto, además de ir tan chispado como un mechero la noche de San Juan, sabía latín. Y le respondió: “¿Verdad que tú no hablas inglés? Alguien tiene que tratar con los extranjeros” ¡Qué tío! El tampoco hablaba inglés. Chapurreaba cuatro palabras como demostración e inmediatamente volvía a hablar criol. Sin embargo, era simpático; así que ante la mirada interrogativa del amo del local, le indiqué que se tranquilizara. El tipo era pescador y nos contó que había viajado en un buque allende los mares y por todas las islas, incluyendo una anécdota sobre un conflicto que tuvieron con la policía por haber prendido en las redes, en principio sin querer, cuatro o cinco tortugas en época de cría. Claro que las podían haber soltado. “¡Que se jodan las tortugas!”, sentenció con convicción. Un amigo le dijo: “No puedes pensar algo así, cada animal tiene su lugar en el mundo”, a lo que el tipo respondió que a él no le importaba tal cosa, sino el bienestar suyo y el de su familia. Es obvio que la ecología es una ciencia solamente aplicable en países sin necesidades. Yo también trataba de convencerle y en el momento más álgido de la conversación el tipo me cogió de los hombros con sus ciclópeas manazas y, clavando sus enormes ojos en mí, me aseguró que una noche se le había aparecido Dios y le había dicho; “Oh, pescador, sigue adelante con tu vida, lo estás haciendo bien. Yo, a cambio, puedo garantizarte que nunca te faltará la comida”. No era un hombre, era un ángel con argumentos incontestables.

Duca sonríe. Le parece que el tipo tenía razón y me da sus argumentos: “Mira Fermín, un hombre sale a la mar con su barca, gasta 10€ en gasolina y lanza su caña en medio del mar. Tras pasar ahí todo el día vuelve a casa sin un triste pescado que asar en la parrilla. Otro día se hace a la mar, encuentra una tortuga y sabe que le van a dar 100 o 150€ por ella. ¿Crees que va a dejarla ir por preservar el medio ambiente?”.

Abandonamos la playa de Lagoa al anochecer. La oscuridad tímidamente desafiada por las “luciérnagas” de Duca no permite ver más de 2 o 3 metros alrededor; ahora sí estamos en la luna de verdad. De vuelta a Barreiro, paramos a tomar una cervecita. Al bajar del camión Duca ayuda a Simone y yo me hago la picha un lío con el catalán y el criol y suelto algo así como “Duca tiene buen color”, cuando quería decir “buen corazón”. Simone y Andrea se ríen y él me mira sorprendido. “Lost in translation”, le digo. Y se ríe. Dentro del bar hace un calor insoportable, así que nos sentamos en la calle, donde una generosa comitiva de mosquitos (hembra) dan una cálida bienvenida a mis piernas.

Seguirá más adelante…

Mindelo, 7 de noviembre de 2005

© Fermín San Vicente

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