miércoles, noviembre 02, 2005

 

Todo sobre Maio (IV)

Abandonamos Pedro Vaz, con el alma radiante por tanta hospitalidad (y por el vino). Se acabó la polvorosa pista de tierra; la vida nos obsequia con una estupenda carretera de amorfos adoquines. A un lado, bajo un sol inaguantable, 4 o 5 cabras se nutren tranquilamente de unos arbustos secos. “¡Si os dijera lo que comen en la capital, no me creeríais!”, les grito.

Llegamos a Alcatraz, el siguiente poblado. El nombre me intriga, así que busco vestigios de una antigua prisión de alta seguridad. Nada. Oteo el cielo, pero no veo un solo pájaro. Sólo un puñado de casas. La forma de mirarme de la gente me confunde. Aquí ser blanco ya no es un color, es algo que provoca indistintamente admiración, sonrisas, u hosquedad en las miradas. Lo cual no deja de parecerme curioso, ya que en muchas casas hay antenas, de donde se deduce que tienen televisión. No hay bares, sólo una especie de supermercado con cervecita fresca y banquetas para los clientes. Cuando entramos están ocupadas por unos chicos jóvenes que nos las ceden de inmediato. Hospitalidad intachable: dudo que les hayan educado para favorecer el turismo. Yo me rindo y me pido una Coca-cola, pero no tienen. Y aunque en Bila hay un almacén de dicha marca, ¿quién se iba a molestar en traerla hasta aquí? Supongo que sólo los USA en caso de guerra, cosa poco probable en Cabo Verde. Aunque la primera vez que tomé un avión en el aeropuerto de San Vicente, ni rayos X, ni detector de metales. Al avión derechitos. Lo primero que me vino a la cabeza fue: “¡Joder; menudo cabreo se iban a pillar los yanquis si se enteraran de esta falta de seguridad!”.

A cambio me ofrecen una cola “Ceris”, la marca nacional de bebidas. Se me antoja muy gustosa, con un sabor más intenso. A fin de cuentas, la nuez de cola es oriunda de África. Con suerte en un rato me veo hiperexcitado, dando botes como un muñeco diabólico saliendo de su caja sorpresa. La chica de la tienda es negrísima y guapísima, ambas cosas. Aunque hay una tercera: es tan áspera que rasca. Unos minutos después entra una preciosidad de dos o tres añitos. Al verme abre los ojos cual lechuza hambrienta; se queda paradísima, petrificada. Le sonrío y empieza a reírse. Se acerca dando tumbos, meneando sus bracitos en forma de aspa. La cojo en brazos, está muy receptiva. La lanzo por el aire, parece que le gusta. “Más, más”, me pide entre carcajada y carcajada. La dependienta, que resulta ser su tía, acaba siendo la mar de simpática conmigo. Malditos prejuicios. Aun cuando nos vamos, salen a despedirnos a la entrada. Saco la cámara con intención de fotografiar a Duca y a la calle en que nos encontramos. La tía piensa que es a ellas a quien voy a disparar. Pone a la niña en el suelo, la mete corriendo en la casa de al lado, me obsequia con una mirada que bien podría agriar un bote de leche condensada recién abierto y se da la vuelta airadamente. Escena insólita en Cabo Verde... ¡Con lo que les gustan las fotos! Quizá tiene algo que ver con esa creencia de que las cámaras roban el espíritu. Siento el malentendido, pero la cola africana me ha sentado tan bien que ni me molesto.

A tiro de piedra (esto es literal) se encuentra Pilão Cão, otro poblado terroso en el que no hay ni bares ni colmados con derecho a asiento. No importa; Duca, el prestidigitador, se las sabe todas. En este país, en cualquier pueblo de mala muerte, según tengo entendido, siempre hay al menos una casa donde te venden una cervecita y te ofrecen donde sentarte. Y ahí estamos, en el salón de unos desconocidos (no para Duca), ocupando un confortable sofá y viendo fotos de familia en un álbum que la señora de la casa nos ha ofrecido amablemente. No se puede pedir más. Cuando salimos, encontramos un niño deficiente que alucina tanto al verme que me persigue riéndose a mandíbula batiente. Me giro, le pongo cara de malo y sale corriendo y gritando, echándose las manos a la cabeza. Hasta que se siente seguro y vuelve a por mí. Jugueteamos un rato escondiéndonos tras las esquinas. Sus padres le llaman, no les hace caso. Me lo estoy pasando teta, hasta que mis compañeros de viaje me miran con cara de “¿nos vamos?”. Y nos vamos. Cuando estamos a punto de subir a la camioneta, Duca se acuerda de que tiene que saludar a unos parientes. Un señor y una señora ancianos y amabilísimos. No tienen cerveza, así que nos invitan a whisky Ballantine´s. Cómo negarse ante tanta cortesía. Sólo Andrea, que va con un ojo medio cerrado, tiene la fuerza de voluntad de “di simplemente no”. Aquí sentados, escuchamos una insólita historia sobre la mosquilla de la cabra. A ver si consigo explicarla. Una cabra infectada estornuda y expele una larva que se convierte en una mosquita diminuta. Es un parásito que puede alojarse en el ser humano. En la mucosa del ojo, en la nariz o en la boca. El remedio, para expulsarla, es poner leche de dicho animal recién ordeñada en la parte afectada. Lo que no acabo de entender bien es lo de los síntomas. Si se aloja en tu boca todo te sabe a leche de cabra y si se aloja en tu nariz todo te huele a leche de cabra. “¿Y si es en el ojo?”, pregunto. ¿Lo vería todo en plan “beeeeeé”?, ¿cómo si bajara un precipicio dando brincos de roca en roca? No saben decírmelo. Cabo Verde, el país de los enigmas. Aquí, a veces, mi curiosidad se siente tan insatisfecha como una mujer tras diez años de matrimonio.

Nos vamos con la peste a whisky y retomamos la carretera, que desde hace un pueblo y medio vuelve a ser un adusto camino de tierra. Esta parte de la isla es rotundamente árida. Bajas y onduladas montañas de variados ocres y marrones en las que las nubes no consiguen detenerse. Todo piedra; pura y dura. Y a lo lejos el Penoso, gobernando desde lo alto. Algo que me gusta, a diferencia de la isla de Sal (por ejemplo), no está todo lleno de basura. No nos engañemos, la densidad de población en Maio es ridícula. Nos acercamos a la zona más fértil de la isla. Codo con codo se encuentran los pueblos Figueira Seca y Figueira d´ Horta. ¿Jeroglífico, contrasentido u ocurrencia? Seguro que hay una explicación lógica. Atravesamos un prolífico cultivo de caña de azúcar y pregunto a Duca, con tono irónico, si en Maio se produce grog. “El mejor de Cabo Verde, sin lugar a dudas”, me responde; “el prestigioso grog Figuera”. Me río incrédulamente. Menos mal que se va acostumbrando a mí. “Te lo demostraré”, sentencia sonriente.

A la entrada de Figueira Seca tomamos un desvío hacia Ribera Dom Joao, localidad cercana al mar famosa por su queso fresco. Entramos en el pueblo y vamos hasta el final, a una casa donde lo venden. Cosas del turismo, nos lo despachan a precio de jamón de bellota y, por más que miro, no consigo ver ni una sola encina en los alrededores. Duca, que no sólo es amable sino también generoso, paga la cuenta. El colorido de las casas se lleva el Oscar® al mejor maquillaje. Una de ellas es pura fantasía, con los colores de la bandera de Francia. Simone se pregunta en voz alta: “¿Habrá pasado por aquí el pedófilo de mierda?”. Esperemos que no. Justo al lado de la casa donde nos acaban de dar el sablazo, hay un muro de piedra con una abertura y unas escaleras que llevan a un nivel inferior con un centenar de cocoteros y tras ellos, una loma que oculta el mar. Simone desaparece tras el muro como si se la hubiera tragado la tierra. Voy rápidamente tras ella. “¡Aaaaah!”, grita al verme. ¡Qué torpeza la mía!. Resulta que está agachada con la falda subida hasta los sobacos: iba a mear. Pasa una señora por la calle y se desternilla con la escena. “Anda, ven conmigo”, le dice. “Ven a mi casa, puedes usar el cuarto de baño”.

Andrea, que está con Duca en la calle contigua me grita: “¡Ven, corre!”. Y corro. Hay una pelea de gallos. Dan vueltas en círculos, tanteándose; apenas pisan el suelo, como luchadores de kung-fu. ¡Zas!, uno lanza un picotazo, el otro recula. No se quitan ojo, lástima que no haya concurrencia, podría organizar apuestas. La gallina, la muy guarrilla, se los mira con cara altiva, haciéndose la importante. Les voceo: “Eh, muchachos. No os peleéis por ella. Los hombres debemos estar unidos”. El más pasivo se gira ante mis gritos, momento que aprovecha el otro para atacarle. Ahora sí que le ha enganchado bien. ¡Qué cabrón! Todo el mundo lo sabe, el que más se las da de machote suele ser el más cobarde. El agredido se marcha, la brega ha sido tan intensa como corta.

Aquí sí hay un bar. Vamos hasta él motorizados y mientras bajamos de la camioneta, un grupo de seis o siete jóvenes que están sentados en un porche reaccionan como si asistieran a un aterrizaje de alienígenos del espacio exterior. Se quedan embobados y no me miran sólo a mí, así que me giro y observo a mis compañeras y a Duca intrigado, por si a alguien le han salido antenas verdes o una cola iridiscente; no es así: todo está en su sitio. Andrea, empuñando como arma un carácter implacable rompe el hechizo dándole su botella vacía de Super Bock a uno de ellos y diciéndole autoritaria: “¿Podrías tirar esto a la basura, por favor?”. “Claro”, responde el muchacho saliendo de su embobecimiento. Entramos al bar, pedimos unos zumitos de cebada en la barra y que si nos pueden lavar uno de los quesos. La camarera accede, algo que me sorprende porque es tan antipática como bella, y posee una beldad impresionante. Aunque con un ligero matiz, lleva la cabeza llena de rulos. A veces la famosa morabeza caboverdiana, término que define la amabilidad, simpatía u hospitalidad, puede ser un poco confusa o estar algo escondida. Esto puede confundir a más de uno. Andrea dice: “Haberla hayla, pero no cuando están trabajando. Piensa solamente en la mierda que les pagan...”. Es comprensible, con... Tomamos asiento en una de las dos mesas que hay. En la de al lado cuatro hombres juegan a las cartas. Nada peculiar; sólo uno de ellos, un tipo escuálido, que va vestido con un traje blanco como la nieve; perfectamente planchado, sin una maldita arruga. Y con sombrero de ala ancha incluido. Eso es elegancia y lo demás son bobadas. Andrea comenta que si va tan arreglado, debe ser porque quiere ir a la disco “Cocu”. Uno de sus compañeros de batalla le grita constantemente, jugada sí jugada también. Le increpa con tal mordacidad que parece que le vaya a soltar un guantazo en cualquier momento. Pero no; ruge y se calma, ruge y se calma. Puede que sea una terapia de desahogo como ir al fútbol, pero en caboverdiano. Y aquí el negro (vestido de blanco) hace de árbitro.

Otra cosa muy a tener en cuenta es la decoración del bar. Dos pósteres de Bob Marley, uno de Che Guevara y otro más de Metallica: una caricatura de una heavy de larga cabellera subida a una Harley Davidson con los pantalones rasgados dejando al aire un culo tremendo. Me froto los ojos y suspiro desolado. ¿Metallica? Ni Cabo Verde está a salvo. Me acerco a la barra a pedir un poco de agua, Duca me sigue y clava reciamente sus codos a mi lado. “Vamos a probar el grog Figuera”, me dice con voz de estar desvelando un increíble secreto. Desde la mesa oigo a la rockera Simone: “¡Yo quiero!”. Lo pruebo, no sabría decir si es malo o bueno. Debe tener como 70 grados, lo que dificulta percibir en él atisbos de calidad o nocividad. “Buenísimo, Duca”, las palabras salen de mi garganta rasgando el aire. Tal vez produzca un colocón extra, como la absenta. Como buen amante de lo ignoto, pregunto a la hermosísima tabernera cuanto cuesta un litro. Me pide 10 euros y vale, Maio es caro; pero pagar esa cantidad sería una falta de respeto a mi venerado Johnnie Walker.

Desandamos el camino hasta Figueira Seca, donde paramos. Es un pueblo mucho más animado que la capital. La calle rebosa de alegres jóvenes charlando y alborotando. Duca, el sapiente, nos muestra la iglesia y nos dice orgulloso: “Yo mismo la diseñé, cuando tenía dieciocho años”. Realmente en esta tierra el que es espabilado puede hacer (casi) lo que quiera. El templo es realmente bonito, un mosaico de irregulares trapecios, rectángulos y triángulos de piedras de diversos colores: cenizas, ocres, rojizas y castañas. La puerta y las ventanas, al igual que el conjunto, tienen forma pentagonal. Todo recubierto por un borde blanco y coronado por una escueta cruz. Además está en muy buen estado, no aparenta tener dos décadas. Pero el Duca del presente ya no juega a ser arquitecto, sino a bon vivant. Nos mete en un negocio que es mitad bar y mitad supermercado y al momento Andrea, Simone y yo estamos dando brincos como niños que reciben una gran bolsa de golosinas. ¡Tienen Sagres! ¡Y encima está helada! Sagres es la cerveza más común en las islas de Barlavento y para mi gusto da mil vueltas a la dichosa Super Bock, que además ya me sale por las orejas. Sin embargo, un amigo de Portugal me contaba que ésta es la más vendida allí; “cuatro millones de portugueses no pueden estar equivocados”. ¡Ja!; lo están, lo están. También encontramos grog Figuera con menos graduación que el anterior; no obstante, despide cierto aroma a gasolina. Duele un poco, pero tiene su qué. Y aún hay más: a la entrada una señora controla una parrilla con muslitos de pollo. Un poco de grasa nos ayudará; la anterior tapita de queso no ha sido suficiente y los garbanzos con atún hace tiempo que los hemos quemado en cosas tan variadas como reír, cantar (no debía confesarlo), empinar el codo, charlar o estar de excursión.

Duca y Simone comienzan una ilustrativa conversación sobre Alida e Ivonne, dos “chicas amables” de San Vicente. Gracias a las malas influencias, fueron las primeras criolas que conocí cuando llegué; expertas cazadoras de tíos generosos (no congeniamos, yo soy catalán). Su sombra es alargada, Maio está lejos. Por lo visto el ingenuo y dadivoso Duca se lió con Alida en una de sus visitas a Mindelo. Algo que Simone le tira en cara; ya que ella misma sufrió una cuchillada de rebote de la pájara en cuestión, tratando de defender a su hermana en un altercado que tuvieron. Fue en el brazo, nada grave, aunque le quedó una marca de recuerdo. ¡Y encima navajeras! Claro que “olían” mal a kilómetros, pero nunca pensé que fueran tan malotas. Duca sigue tratando de convencer a Simone de que “prácticamente” no hubo nada entre ellos y ésta, a la que tengo bien enseñada, no para de tomarle el pelo y decirle: “Era tu novia, lo quieras o no”. Andrea y yo nos cansamos del conflicto y salimos a dar un paseo. Decir que me siento observado sería poco; me siento famoso, sólo que no saben como me llamo. Estos podrían ser mis quince minutos de fama, aquellos de los que hablaba el loco de Andy Warhol. Ya se ha hecho de noche. Este lugar es un oasis de vaporosa luz en medio de un gran agujero negro. Llegamos a los lindes del pueblo, a un camino de tierra que parece no llevar a ninguna parte; estamos bajo un cuarto creciente de luna que apenas ilumina: la dimensión desconocida. “Si siguiéramos andando...” Me monto una parábola mental sobre el camino, el miedo y no sé que más (no consigo recordarlo), que deja alucinada a Andrea; me deja alucinado incluso a mí. Nada, un poco de inspiración basada en el arte de la fermentación y la destilación. Volvemos al bar y aquellos siguen con lo suyo. Meto un poco de cizaña: “Es lo que hay, Duca. Tenías una guarrilla de novia y punto”. Me ríen la gracia. Pero siguen. Para matar el aburrimiento (y dos o tres millones de neuronas más) me pido un grog Figuera. Y otra patita de pollo.

De pronto, una hora después, cuando empiezo a sentir ganas de regresar, a Duca se le ocurre que le cambien una rueda delantera. Tras echar un vistazo al neumático le secundo, no sé como hemos llegado hasta aquí. La llanta oprime la goma contra el suelo. Ya que la estancia se prolonga, nos lleva a una casa cercana. “Éste es mi hermano”. “Tanto gusto”. El hermano, de casta le viene al galgo, nos pone unos grog Figuera. “Yo ya tengo”, digo tratando de protegerme. “No, hombre; éste es diferente, el mejor de la isla”. Resignación. No sé cuanto tiempo después, tomamos la carretera y seguimos con nuestra road movie africana. La carretera no tiene luces (menuda obviedad) y los faros de Duca son levísimos apenas alumbran a metro y medio. Me pregunto si no ha encerrado una luciérnaga dentro de cada uno como solución de emergencia. Pasamos el indicador de Barreiro, el último pueblo antes de Bila. “Lo dejamos para otro día, ¿no?”, pregunta Duca. Nadie le responde, se supone que bromea. Hemos recorrido casi todo Maio. Al ritmo que hemos ido, descontando los bares, creo que podríamos haber visitado tres o cuatro islas. Aunque teniendo en cuenta el cansancio físico me siento como si hubiera estado en siete u ocho. Duca y Simone continúan hablando de lo mismo. Si el vehículo fuera mío, les hacía bajar de inmediato. Total, son cuatro kilómetros de nada.

Final y milagrosamente, estamos de regreso; paramos en la trattoria de Ali y Fatú y nos llevamos una bronca de escándalo. “¿Dónde habéis estado todo el santo día?” “¡Será posible; dejarnos aquí solos!” Siento un poco de miedo ante tamaña dependencia. ¿Nos dejarán regresar a San Vicente una vez terminemos las vacaciones? “Venga, una cervecita”, dice Ali. “Y un cuerno”, respondo. Y tomo el rumbo hacia el apartamento. En ese momento cruzan por delante de mí una manada de cabras despistadas, todas siguen a un gran cabrón de color negro con grandes astas y a pesar de que el suelo está lleno de papeles no les hacen ni caso. Un escalofrío recorre mi espalda, puede ser una señal de Lucifer que quiere obligarme a seguir bebiendo. “Ali, ¿no podría tomar una cola?” “Nada de cola, una cerveza”, me responde con ojos endemoniados. Y accedo, cómo no. Simone se pone triste al no encontrar a Saverio, su morena italiana. Morena es un eufemismo del miembro viril que las criolas usan con gran simpatía para denominar a un tipo del que les interesa básicamente un poco de sexo. Se refiere a la morena, al pescado ese que tiene forma de... serpiente. Y quién es él, aparte de la morena pretendida por Simone. Es un italiano que se acerca a los sesenta; no obstante, hay que reconocer que está en buena forma. Dicen que es uno de los mejores pescadores del mundo en la especialidad de tiburones con caña. Quizá de ahí el interés de Simone por su morena. Volvemos a casa a medianoche. Es demasiado tarde, mañana nos tenemos que levantar temprano. Vienen Eneida y Jorge, una pareja de amigos de Praia y vamos a buscarlos. Pura cortesía, ya que desde el balcón se ve el muelle y perderse en Bila es poco menos que imposible.


Será continuado...

Mindelo, 2 de noviembre de 2005

© Fermín San Vicente

Comments:
Hi Fermin Soncent!

I'm happy to know that you visited Maio, i was bor in Pedro Vaz - Maio.
i'm glad to know that you liked, and i invite you to visit again, may be we meet there one day, now i'm living in europe. if you want mail-me tonybossy@yahoo.com
 
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