lunes, noviembre 21, 2005

 

El Ataque de la Mujer Rinoceronte

Un miércoles por la noche me planto en Plaza Nova, la más concurrida de la ciudad, donde he quedado con unas criolas para tomar algo. Estamos en pleno mes de julio. La metamorfosis que sufre este lugar en verano es extraordinaria. Multitud de emigrantes regresan a su amada tierra para pasar las vacaciones. Cuando llegué aquí, me pareció divertido que la gente paseara dando vueltas y más vueltas a esta plaza. ¡Pero qué habrían de hacer, si no tienen ni un mal bulevar que echarse a los pies! Y qué mejor que dar giros siempre al mismo sitio: así te encuentras a todo el mundo. Es una costumbre muy arraigada, incluso tiene un nombre: hacer grog. Es por la semejanza (subjetiva) de los bueyes dando vueltas para que el molino triture la caña de azúcar. Bien, pues en los meses de estío les vendría bien una rambla; esto es un auténtico hervidero. Tanto que no hay quien camine ni distinga a nadie unos metros más allá. Las criolas sugieren que busquemos tranquilidad y vayamos a comer morena frita y beber una cervecita a Ribera Bote, un barrio cercano al centro menos abarrotado y más genuino.

Llegamos al bar Esmeralda; es una caseta circular decorada sino con gusto, sí con dedicación. Las paredes están formadas por esas placas onduladas de PVC que se usan habitualmente como techumbre; hasta la puerta del lavabo la han hecho con lo mismo. Unas cuantas ventanas, cubiertas parcialmente por raídas cortinas amarillas nos comunican con el exterior. El techo, que por lo visto lo colocaron hace poco, es una red metálica cubierta de paja, con luces multicolor de arbolito de navidad, de esas que hacen un guiño cada pocos segundos. A modo de cuadros cuelgan unas fotos (repetidas) de platos de comida: una especie de zarzuela de pescado y unos hojaldres rellenos. No son platos típicos de Cabo Verde y tampoco los cocinan aquí; es sólo decoración. En realidad son estridentes manteles individuales adquiridos, probablemente, en un bazar chino. También hay un póster con una receta equivocada de la caipirinha en varios idiomas. Queriendo combinar con las cortinas, manteles y sillas de un amarillo muy distinto; y unas omnipresentes luces de neón verde un poco chillonas que deben justificar el nombre del local.

La comida tarda: lo bueno se hace esperar. El canal de deportes retransmite una interesantísima competición de saltos de hípica mientras unas enormes columnas de sonido escupen música zouk a todo trapo. Hemos huido del gentío; pero tranquilidad, lo que se dice tranquilidad... A nuestra derecha, dos hombres toman un grog en silencio, completamente encorvados sobre la mesa, echando un ojo a la pantalla de vez en cuando. A mi espalda, tres mujeres y dos hombres disfrutan de una amena velada; comida, bebida y muchas risitas.

De pronto, una mujer entra en el bar y se dirige decidida hacia ellos. Debe tener alrededor de los cuarenta, es muy corpulenta y su rostro malcarado trae a mi conciencia
la imagen de un rinoceronte. No le doy importancia hasta que oigo el primer alarido. Vuelvo la cabeza y ahí está, dándome la espalda y gritando a uno de los hombres que hay sentados: “¡Perro callejero!” (es el término preferido por las mujeres de aquí para designar a su hombre cuando es infiel, mujeriego, juerguista, etc. No obstante, creo que si pudieran elegir, preferirían no tener que usar ninguno). Le vomita las palabras encima, impetuosamente y, para acompañar su afectuoso discurso, agarra un bote de malagueta que hay sobre la mesa e intenta estrellárselo contra la cabeza. Él se levanta tan rápido como puede, la silla cae al suelo estrepitosamente. Por suerte consigue interceptar su brazo y el bote se hace añicos junto a sus desgastados zapatos. No es sólo el daño que le podía haber hecho el golpe. Yo diría que si esa salsa del diablo entra en contacto con sus ojos, le deja ciego una semana. (La malagueta, prima hermana del tabasco, es el aderezo nacional y nunca falta en la mesa; se hace con aceite, vinagre, aguardiente y unos endemoniados pimientitos muy picantes, peligrosamente parecidos a los pimientos de Padrón. Un día, confusamente, estuve a punto de freír unos cuantos para acompañar un filete de pescado. En el último instante, un oportuno consejo caído del cielo me salvó).

Me levanto de un salto y me aparto de la enloquecida fiera, tengo pánico de cualquier lesión que requiera atención médica. (Algún día explicaré los pormenores de una noche en “urgencias”). Tras errar el ataque químico, se contenta con lo que queda y trata de agredirle con la mayonesa, el ketchup y, por último, las vinagreras. Más que lastimarle, parece que quiera hacer una ensalada con él; o comérselo, tal vez. Uno tras otro, yerra todos los embates. Mira a su hombre con ácido en los ojos y le insulta: “¡Cabrón, mal nacido... Perro!”; así como a las pobres acompañantes: “Zorras, sois unas malditas zorras”. Nunca entenderé esa manía universal de ofender a base de nombres de animal. Sería mucho más propio ofender con el nombre, por ejemplo, de un cuñado o una cuñada. El tipo está hecho un auténtico flan. El dueño del bar saca a la mujer rinoceronte hasta la puerta con la agresividad pertinente y consigue que se calme un poco. Ésta cambia de táctica e intenta volverse dulce: “Venga... vayamos a casa”, le dice al marido tratando de mostrar ternura. Sin embargo, él ha de defender su orgullo de macho a cualquier precio y, aunque su situación es jodida, se niega.

Al sentirse no sólo cornuda sino también rechazada, comienza a aullar de nuevo y aprieta los dientes como un pit bull rabioso. Vuelve el furor, sus ojos chispean. “¡Explícame que te dan esas putas, explícamelo!”. Las señoras (a mi entender erróneamente denominadas) que acompañan al adúltero quieren marcharse y se disculpan ante él. La escena es hilarante. El tipo está con una estúpida cara de susto y los ojos muy abiertos, mirando a su mujer a unos pocos metros, suplicándole silenciosamente que se marche y acabe con tan ridiculizante viñeta. Por otra parte, al sentir el golpecito inquisitorio en el hombro de una de sus amiguitas, se gira, se pone digno y en un tono amable aunque imperativo les dice que aquí no pasa nada: “Sentaos, esto lo arreglo enseguida”. Claro que las pobres señoras, aún queriendo marcharse, no las tienen todas consigo. Tienen que pasar al lado de la energúmena, plantada junto a la puerta con un puño en alto. ¡Y menudo puño! Pasados unos minutos la presión que ejerce sobre ella el dueño del bar da resultado, se cansa y se retira, tras obsequiar a la concurrencia con la versión oral del best-séller “Cómo insultar a un hombre infiel”.

Tomamos asiento, el espectáculo terminó. El corrupto vuelve a la mesa, aunque su amigo le ha abandonado. Puede que haya sentido pánico de verse en la misma situación y haya corrido hasta su casa para abrazar a su esposa. No hay bien que por mal no venga, ahora el perro callejero tiene tres (señoras) para él solito. Aunque la jarana ha decaído: sus caras denotan seriedad y nerviosismo.

Nosotros comentamos la jugada con risas, liberando tensión. De repente, en la ventana que tengo justo delante, aparece una cara congestionada que embiste el cristal y se pega a él berreando. Hasta creo ver su campanilla titilando. Era una necedad pensar que se iba a rendir tan pronto. Una ínfima aunque dolorosa convulsión me recorre el cuerpo. Esta histérica me ha dado un susto de muerte. ¡Joder; pero si yo no le he hecho nada! Su repertorio es limitado, pero no le importa repasarlo: “¡Cabrón, putas, perras, etcétera!”. Escupe las palabras con el brío de una ametralladora M60. Para animar aún más el cotarro, aparecen un par de jovencitas de unos doce y catorce años (las hijas) y una señora (la cuñada) que tratan de llevarse a la potencial parricida. Al ver a sus hijas el tipo se levanta y sale del bar. En la calle la disputa sube de tono y debido a la mortecina luz se convierte en un show espeluznante. “Esto es una merienda de negros”, pienso automáticamente. ¿De dónde demonios vendrá esa expresión? Las niñas lloran, empujones por aquí, agarrones por allá. “¡Lo mato; las mato!”. Y la cuñada: “No, que te buscas la ruina”. Y el marido: “Pero si sólo estaba cenando”. Las amiguitas aprovechan la confusión para hacer mutis por el foro casi de puntillas. El infiel y ahora perdedor las ve marcharse, mientras la cuñada trata de contener a la mula enardecida que es su mujer.

Aunque ésta, al ver que ha truncado los planes del marido y le ha jodido la noche, se siente satisfecha ¡y se marcha conteniendo la risa! El desventurado entra, se sienta (ahora solito) y pide un aguardiente. El dueño del bar hace bromas, ahora todo son risas balsámicas, de esas que se despilfarran tras un momento difícil. Realmente lo ha sido. Hasta para nosotros que, infelizmente hemos salido perjudicados por la contienda. La malagueta con la que íbamos a acompañar la morena yace desparramada por el suelo y no tienen más. Ya se sabe, dicen los entendidos que toda guerra tiene efectos colaterales. No obstante, tras haber oído algunas historias y haber contemplado ésta en directo, no alcanzo a entender cómo, por muy fuertes que sean las pulsiones sexuales, los caboverdianos tienen cojones de ser infieles a sus mujeres.

21/11/2005

© Fermín San Vicente

Comments:
muy bueno
 
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