lunes, abril 09, 2007

 

Reunión en la cumbre...



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viernes, junio 30, 2006

 

La noche más larga del año (parte final)



Y hoy va a ser
La noche más larga del año
Y la quiero vivir como si en realidad
No tuviera
Que asistir a su final


Nacho Vegas





Finiquitada la fiesta del hotel, volvemos a la plaza para asistir a la batucada popular. Mi mundo se derrumba: tenía clasificadas a la mayoría de las mujeres según sus zapatos; y ahora, están ahí, algunas deliciosamente descalzas con los tacones en la mano, ¡y otras en chanclas! ¿De dónde las han sacado? Mientras tanto, mis tripas crujen notificándome que ya se han curado y que tras el riego de calimocho necesitan ingerir algo con sustancia.

La batucada está chula, aderezada cómo no, por derrapes y más derrapes. El premio se lo lleva Tchon con su Vespa. Es tan corpulento que cada vez que hace chirriar la rueda sobre el suelo parece que la moto se vaya a desintegrar bajo sus orondas posaderas.
La canción estrella del momento vuelve a ser Soncent é sabe, é sabe pá cagá, woh! Hasta que un badiu (que vendría a ser lo que un madrileño para un barcelonés) se arranca con un Praia é sabe, é sabe pa cagá, woh! Los abucheos lo convencen de que calladito está más guapo.

Entonces veo aparecer a Norman, que es un rasta inversamente proporcional a Rasti. Es decir, no fuma porros, le pega al alcohol y ya nadie recuerda si algún día supo lo que era el buen rollo. Va dando vueltas con aire de yonki. Está todo sucio, como si hubiera estado en una verbena en el vertedero. Es gratificante ver a un tipo que te da cien patadas oliendo a basurilla.

Cada vez hay más gente. La plaza es el punto de reunión de todas las fiestas, cada uno contando lo bien que lo ha pasado. Las percusiones nos enardecen. Saltamos como locos. Lo sabía: estando piripi, el salvajismo no me molesta en absoluto.

Los tamborileros aflojan. Me retiro a una esquina a tomar más notas. Pasan tres vestidos con pinta gangsta hip hop y uno me suelta un fraseo en plan rapero: “Qué bueno que es Cabo Verde, tú eres un poco listillo que seguro que te gustan las criolas”. Otro que me toma por un turista. Le respondo que me gustan más los criolos y él deja de sonreír y mira al frente. Sus amigos se ríen.

Un tipo simpático se detiene para conocerme y resulta que somos vecinos. “Yo también soy de Vila Nova, tú hablas criol muy bien, ¿cuántos años llevas aquí?, tú no eres español, yo te declaro caboverdiano por derecho propio, ¿tienes un cigarro?, ¡no fumas!, ¿y veinte escudos?, ¡no tienes!, vaya, olvida eso de que eres caboverdiano, vuelves a ser extranjero, hasta luego”.

Veo pasar mi cajera favorita del súper, me sonríe, su candidez está siendo aniquilada por ese vestido tan ajustado y ese tacón derecho, que se tuerce y le confiere un aire de femme fatale perturbador. Su novio, para mi decepción, es bastante feo, sobretodo porque me mira muy serio; y me quedo con las ganas de decirle: ten cuidado, el amor es ciego pero los vecinos no.
La batucada termina, pero el deporte de quemar neumáticos… ¿Pero no estamos en un país pobre? ¿Y este despilfarro?

Al fin llega la banda, estamos preparados para el pasacalles. Me estoy meando, y todo el mundo mea que te mea. Los chicos en las paredes, las chicas más valientes entre los coches. ¿Y yo? ¿Qué puedo hacer? No hay ni un maldito bar abierto. Un momento, me dice Zaida, la oficina de la compañía telefónica está abierta y conozco al chico, venimos de allí y nos ha dejado usar el lavabo sin problema. Te acompaño. Cuando llegamos Zaida le pregunta y el tipo dice categóricamente que no puede ser. Ella le insiste, y él que no. Olvídalo, Zaida, me conozco de sobras a esta clase de pichabravas que hacen favores SÓLO a las chicas. Salimos del edificio y me planto al lado de la caseta del guarda, la banda está pasando al otro lado del muro; me concentro, puedo hacerlo, puedo hacerlo; y lo hago.

Caminamos junto a la banda. Son tres músicos que representan a todos los que tocan los domingos a las siete, para que los niños bailen. Lo que hacen ahora es pedir el aguinaldo. Y como todo el mundo aquí (menos yo y cuatro más) es adicto a la procreación, dicen que les sale sembrado.

Recorremos las calles, una por una. La colecta no parece tener mucho éxito. Tal vez la gente aún duerme. Fabiana y yo comentamos lo dura que es la sed, y justo entonces avistamos un oasis al final de la avenida, en el que algunos coches están repostando. Disimuladamente, nos desmarcamos de la multitud y nos lanzamos en pos de la cerveza prometida. Llegamos a la tienda jadeando, la chica nos atiende y entonces ve venir la marabunta. Tal vez la experiencia de otros años, tal vez el mero sentido común, la llevan a salir corriendo del mostrador para gritarle a Iván (el de la manguera) que entre inmediatamente y cierre la puerta. Como en una película de terror serie B, Iván consigue su objetivo en el último instante y decenas de manos se estrellan contra el cristal como moscas borrachas en pos de miel. Cuando se tranquilizan un poco, Iván abre la puerta y los deja entrar de tres en tres, evitando así lo que hubiera sido un asalto en toda regla.

El pasacalles entra en el barrio de Madeiralzinho y la colecta mejora: las ventanas se abren y las monedas van cayendo. A mí, la banda, me tiene más que sorprendido. Los he oído alguna vez en la plaza y, ya sabéis, una banda municipal cualquiera, con sus trompetas, sus clarinetes, etcétera. Pero esta mañana no salgo de mi asombro. Debe hacer ya media hora que los acompañamos y están tocando sin cesar la misma secuencia de veinte segundos una y otra vez. Y yo, anómalamente curioso para estos lares, intento que alguien me explique qué significa eso o si nunca van a cambiar o si es un chiste o si están borrachos. Pero nada. Yo, que voy un día a pescar y sueño que soy un besugo. Que organizo una cena y cocino un arroz (buenísimo, por cierto) y sueño que soy el chef de South Park. Que una chica me pisa por la noche y sueño que… (bueno, esto prefiero no contarlo). Adonde quiero llegar es a que, cuando me acueste, voy a soñar con que soy una trompeta y ahí un tipo ahí soplándome todo el tiempo o peor aún, que soy una nota de esta canción y que nadie me quiere por estar más sobada que una barandilla.

Pero no todo es música. En este tórrido lugar, cualquier evento es bueno para darle un poco al asunto del flirteo. Zaida, por ejemplo, ha triunfado con un blanquito que al poco me presenta y resulta ser español. En un momento de la conversación me pregunta dónde he estado y le digo que en la mejor fiesta posible, en la que había más tacones. Él, perplejo, pregunta qué tienen que ver los tacones y yo le respondo que para mí mucho. Por ejemplo ésa de ahí delante que dices que tanto te gusta, estaba en mi fiesta con tacones en vez de chanclas y ganaba un montón. Tonterías, dice, los tacones lo único que hacen es que parezca que tienen mejor culo del que tienen. Nada, un analfabeto en lo que respecta al zapato femenino, pero qué se le va a hacer. Nuestra desconexión le hace volver con Zaida, que al punto me pide opinión con la mirada y yo le respondo con un gesto de desaprobación. Lo siento, pero no soporto a los tipos que hablan de las mujeres locales como una cosa caliente.

Apenas hemos recorrido una décima parte de la ciudad, cuando la banda se para. Es una placita donde hacen un descanso tradicionalmente. Y… ¿después del descanso cambian de canción? Nadie me responde. El silencio hace que los fans nos interrelacionemos. Así conozco a una pareja de profesores de Canarias de edad avanzada pero bastante rockeros. Ni se han acostado ni tienen sueño.

El alcohol derriba murallas. Un artista portugués que vive aquí hace muchísimo y ha llegado al punto de pisarme y reaccionar como si yo fuese una piedra, viene y me abraza. ¡Feliz año nuevo! Claro, sobre todo para ti, por lo que se ve.

Sólo quedan dos chicas con tacones, ¡y se marchan! Así que voto por lo mismo. Fabiana dice que después de una fiesta así hay que comer, y que la mejor opción es ir a su casa. Entramos, su madre está levantada. Miro la hora, es mediodía. Su hermano se despierta y, a pesar de la resaca, se sienta a desayunar con nosotros. Esto es una revancha en toda regla. En la mesa hay buena parte de las viandas que anoche miraba con impotencia. Y para redondearlo, el hermano prepara unos gin-tonics. Bueno, todo en orden. O casi. Siento una sensación extraña, giro la cabeza y veo a la madre de Fabiana mirándome con el ojo tó torcío. ¿Imaginaciones mías por la falta de sueño? No lo creo. Cómo ya dije con las tazas, cada vez encuentro este lugar menos exótico. Y otra suegra más que no me acepta, no hace otra cosa que corroborarlo.



FIN


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jueves, mayo 11, 2006

 

La noche más larga del año (Relato nocturno, II parte)

Cuando regreso a la fiesta, han cambiado algunas cosas importantes. La primera: yo (ahora estoy conectado con Rastafari: línea directa); la segunda: el músico. Es el turno de Biús, un tipo que toca todos los palos de la música nacional (buena noticia), pero (mala de nuevo) empieza con un zouk. Y qué le voy a hacer: ¿resignarme o liarme a tiros? Da igual lo que decida, no tengo pistola.

Afortunadamente, el z… (rellénense los puntitos) no es eterno, y arranca con una coladera veloz que nos hace vibrar. Zaida, la prima de Fabiana, se marca un baile imposible: ¡su culo va a salir disparado en cualquier momento! Pues no, se queda ahí, bamboleando, bien sujeto a las caderas. Y yo le grito: ¡cadela! (perra, guarrilla, etc.), y en vez de girarse ella, se gira otra que pasa por ahí y yo, muerto de miedo, dispuesto a justificarme y ella ¡se para y me sonríe! Jóder, tanto tiempo buscando las claves de cómo ligar en Cabo Verde… Da igual, a pesar de lo bien que encaja mi piropo, he de confesarle que no iba dirigido a ella. Y se marcha con una linda sonrisa, pero sin ocultar su decepción. ¡Uff!

Hoy yo no soy yo. Mi vida social, aquí, no es más intensa que la del huésped de un zulo; pero en un gran día como hoy, Fabiana me presenta a toda la gente que conoce, sin distinciones; y por lo visto conoce a todo el mundo. Éste es mi. Éste es mi. Éste es mi… Y yo soy su. ¿Dónde diablos habrá ido a parar mi nombre? Yo antes tenía uno. Necesito un break, así que me siento en una silla, en la sección añejos.

¿Estoy acabado? Claro que no. El cantante berrea y canta el soniquete: ¡Soncent es sabe, es sabe pá cagá, woh! Y una gran mujer, cuyas caderas no caben en mis pensamientos, con un inocente vestido rosita, empieza a saltar delante de mí. Y yo, como si me hubieran puesto un muelle en el culo me levanto y salto también. Qué alegría.

La fiesta mejora por momentos, más aún cuando en el escenario, la chica de los coros se multiplica y deja de cantar y se pone a hacer fotos al público con una digital. A mí esta falta de profesionalidad me pone. Lo siento, pero (casi todas) mis personalidades y yo estamos hartos de cosas serias. Imploro por una nueva revolución (¿ultradadaísta, tal vez?), algo que oxigene al mundo antes de que el pobre sufra un paro cardíaco.

La cosa sigue por la vía del desmadre, algunos especímenes del público tratan de invadir el escenario; los seguratas resisten como pueden en sus atalayas y, al repelerlos, intentan imponer respeto. Pero ríen como niños en el circo. Los asaltantes insisten: “Vamos, Arlindo, déjanos subir, que es nochevieja”. Y es que se conocen de toda la vida…
La hermana de Zaida, Joana, la que más se ha enfadado con mi desafortunada insinuación de que estamos en África, me ha perdonado. Si no, no se entiende que me pellizque la barriguita con cinco dedos a la vez, y que me baile de esa manera tan tan tan cerca y que me… No, no puedo contarlo, podría originar un conflicto familiar. Y aquí la familia es sagrada; más aun que esa raquítica cruz que plantaron en la visita de aquel Papa que no se quería morir nunca.

En un momento dado, decidimos cambiar de sitio, ya que los intentos de invasión del escenario son cada vez más salvajes. Sólo los intentos, ya que cuando uno de ellos alcanza la cima, no rompe las guitarras ni escupe al artista (tampoco está Loquillo dispuesto a darle un puñetazo); sencillamente se queda ahí, bailando, y el cantante y su banda no parecen molestarse. La guinda la pone un chica que arranca vítores del público (masculino) al subirse con una faldita corta y enseñar las braguitas y unas nalgas orondamente bellas, y por si eso fuera poco al encontrar el equilibrio lo vuelve a perder y se da un batacazo de miedo. ¡Dios! Nada, nada. Como si tal cosa, se levanta riendo, igual que los niños cuando se caen (los niños de Cabo Verde, claro).

Vuelvo al lavabo, uno de los mejores sitios donde estar, de momento. Y lo digo porque la pulcritud empeora como un diabético sin jeringa. Un tipo me invita a que entre con él al retrete. No me está proponiendo nada gay, sólo trata de tomarle el pelo al turista que piensa que soy. Cuando le respondo en su propia lengua, tacha la sonrisa y se pone serio, muy serio (y con cara de machote).

Mis visitas al lavabo. Sufro (entre comillas y en silencio) paruresis. ¿Y eso que é? Es sencillo: no consigo mear con gente delante. Así que mientras espero que los farloperos, o los otros paruréticos, despejen el único retrete, veo la fauna entrar y salir, sacudírsela, mirarse al espejo después, arreglarse el pelo un poquito unos, atusarse el bigote otros (ni uno de cada diez se lava las manos). Y aguanto miradas inquisitorias que me dicen: ¿Y tú qué haces ahí? Es que tengo paruresis. Ya, ya… ¿No serás maricón? No pienso contestar a eso.

Salgo del lavabo, puerta con puerta está el de chicas y dentro hay una que se levanta el top para enseñarle a otra Dios sabe qué. Aunque lo que yo estoy viendo, Dios sí sabe lo que es (o eso espero, por su bien). Al verme grita sorprendida: ¡Ahhhhh! Miro al suelo, aun avergonzado… ¿Por qué no cierras la puerta, guapa?

Biús vuelve con otra de zouk y un tipo candidato a moscón del año aprovecha para restregarse con Rita y ella me mira con un poco de sálvame, mucha resignación y algo de gustirrinín, también. Helo aquí: un pueblo donde el refregón forma parte del orden natural de las cosas. No tengo ganas ni de bailar ni de salvarla, pero lo hago (por pura maldad). Cambio de pareja, le digo al tipo, la mía está en el lavabo, cuando llegue te aviso. Que sea una rémora no quiere decir que sea idiota, así que se larga. Rita me abraza, me besa. Eres mi salvador. No, no lo soy, Rita, soy una mala persona. Regreso a la sección añejos, a tomar algunas notas con que escribir este hatajo de despropósitos, y voy moviendo la vista de la libreta a los tacones; libreta, tacones, tacones, tacones, libreta… y guardo el bolígrafo; tacones.

Me pongo en pie, el efecto de la hierba se disipa y Zaida se acerca para advertirme que tengo algo en el ojo. Por lo visto es una burbuja, ¡dichosa agua con gas! Conque voy a la barra interior a pedir una copita, las de fuera están atestadas. ¿Y por qué la de dentro no? Porque no tienen whisky. Ni vodka, ni ginebra… Lo más fuerte, Martini. Podría ser una elección. Un vermut negro, pido al barman, que sigue estresado cortando rodajas de lima de una en una. Aunque al oírme, para y me mira con el ojo torcío. Zaida me aclara que aquí se dice vermut rosso. De ahí el mosqueo. Un momento, le digo, me parece muy bien. Pero yo le he dicho un vermut negro, y no: un vermut, negro. Y además no es negro, es criol y su piel es más blanca que la mía. Ya, ése es el quid, me explica Zaida. Olvidemos la política de la piel. Para el que no lo sepa, el vermú no es otra cosa que sangre de Cristo (eso sí, blanca) coloreada y aromatizada con hierbas, algunas de ellas medicinales. Se me ocurre, que si lo combinamos con Coca cola tenemos un calimocho perfecto; puede que incluso se lleve bien con el yeso y todo mi pitote intestinal.

El jalimocho me está sentando fetén; tanto que, estúpidamente rebelde, me pongo a pedir z… a saltos justo cuando el artista cambia de tercio. Debe ser una especie de síndrome de Estocolmo de la música. Las mujeres (a los hombres no los veo) me miran y se ríen. Mira, un turista adicto al zouk. Ah, qué mujeres. A cada momento veo más y diferentes.

Otro viajecito al lavabo; el suelo pringoso pringoso. ¿Agua, sudor, meados, bebidas? ¿Otros? Una mezcla de todo, revuelta por la suela de mil zapatos, chanclas, incluso hay un par de valientes entrando ahí descalzos descalzos. Mañana tendrán un cultivo de champiñones entre los dedos, puede que hasta las rodillas. Tal vez lo hacen a propósito: aquí van caros. Dentro del retrete la cosa degenera más aún, he de girar la cabeza hacia atrás. ¡Coño! Alguien ha dejado el marco de la puerta casi arrancado; no está mal, me sirve para aguantar la copichuela.

La promesa de la noche sube al escenario, Jorge Neto, sus canciones beben principalmente del funaná, a mi juicio una de las músicas más interesantes del país, natural de Praia, con un ritmo y una fuerza menos previsibles que en el z…, muy festiva. Todos saltamos a su ritmo, al final la noche promete. Al menos por un rato, ya que a la tercera se arranca con un z… Inaudito. Él no hace ESE tipo de música, los rumores apuntan a la dirección del hotel como culpable. Un turista español llama mi atención, se comunica con una linda señorita por señas, vamos que no le da al criol, pero cuando se pone a bailar z… me deja anonadado. Como si lo hubiera aprendido desde pequeñito. Felicidades, chavalote.

Jorge Neto va alternando, un z…, una divertida, un z…, una divertida. La gente está tan borracha que casi no se da cuenta. Hasta yo empiezo a disfrutarlo.
Fabiana me susurra una confesión INCONFESABLE: cuando era adolescente le gustaba este tipo. No es feo del todo; canta bien, parece simpático… pero esos pantalones de pelo ¿de camello?... pero ese metro cincuenta y tres… pero ese peinado de dedos en el enchufe… pero ese style tan, tan, tan… ¿quillo? Esto me rompe los esquemas, todas esas adolescentes que me silban por la calle, y yo que me hecho la melena hacia delante para taparme las entradas, es posible que todas esas jovencitas tengan un gusto tan horroroso cómo el que tenía Fabiana, ¿o tiene…? (Bien, este malsano ejercicio de autoflagelación con látigo de siete colas, ha llegado a su fin).

Y de repente, ante mí, la escena más bonita de la noche. Una pareja que deslumbra a su paso. Y los dos vestidos de blanco. Él es una mezcla de David Copperfield y del rubito perfecto que protagoniza Starship Troopers. Y ella vendría a ser la fusión de Claudia Schiffer con Ricitos de Oro. Los tirabuzones le resbalan graciosamente por la espalda como miel y su piel cándida, ebúrnea… (Creo que el calimosto me sigue cayendo MUY bien).

A las seis y pico de la mañana todo el mundo sorprendido (y curda) por el hecho de que aún no nos hayan puesto en la calle. En las barras dicen que no hay hora de cerrar y siguen sirviendo. Hasta que aguantéis, me suelta uno de los barmans. Pues vais listos conmigo, he empezado hace nada, así que como el yeso resista...

Biús vuelve al escenario en plan extra y nos obsequia con música, nada de z… Lo cual reafirma la teoría de la culpabilidad. El sol aparece por encima de nuestras cabezas y se produce una desbandada que me hace sospechar que Bela Lugosi estuvo de visita en esta ciudad y dejó plantadas unas cuantas semillas. Quizá ésa de ahí, que combina una mirada vampírica y unas cejas afiladas con unas increíbles botas negras de quince centímetros de un tacón tan fino que si se me sube al sofá, me lo agujerea. Hola… Que si vais cortos de adeptos y quieres morderme…

CONTINUARÁ


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martes, mayo 02, 2006

 

Un utilitario distinto

Lo compré en una feria, aunque menuda feria. Era una nave industrial de paredes descascaradas con olor a cañería vieja. Entrada libre, rezaba el cartel. En la puerta, una azafata de cincuenta y pico con gafas de culo-botella y sorda como una lata. Eso sí, amable y sonriente, aunque lo estropeaba un poco que apenas le quedaban cuatro dientes sanos. Y dentro el recepcionista, el vendedor y el gerente concentrados en un solo hombre: Ricardo el lince. Y como cliente exclusivo: yo. Definitivamente, El salón del automóvil distinto ofrecía una imagen paupérrima.
Ricardo, para empezar, se llenó la boca enumerando las maravillas de una moto verdiblanca con orejas. Pregunté si eran de plástico, y él se echó a reír.
–¡Vamos, hombre! –me dijo–. Estará usted bromeando, Gabriel. Esto que tiene ante sus ojos son orejas reales, hechas de cartílago… ¿Qué digo? Hechas de, no. Nacidas de. Con pabellón, tímpano, yunque y todo lo demás. Y no olvide que funcionan perfectamente. Si hay algo poco humano en ellas es, precisamente, que tienen un oído finísimo, como si fueran de jirafa.
–No acabo de verle la ventaja a una moto con orejas –dije algo confundido.
–Claro, mi buen amigo. Para eso estoy yo aquí, para relatarle las ventajas de nuestros fantásticos productos. Nuestra moto con orejas es ideal para solitarios empedernidos a los que les gusta hablar consigo mismos. No me diga nada, ya lo sé. Sé distinguir a un solitario parlanchín en cuanto lo veo. Imagínese alguien, no algo, esto es importante… Alguien que le escuche sin responder, que ni siquiera se forme una opinión sobre lo que usted le cuenta, que NO le juzgue. El placer real de semejante compañía reside en saber que sus doctas palabras no caerán en saco roto, sino en un saco de vacío perfecto e infinito, almacenadas para siempre en un lugar donde no le molestarán nunca jamás.
–Verá, no me veo con ella –insistí–. Mi mujer se enfadaría, es de un celoso…
Ricardo apretó el puño izquierdo con decisión y me echó la otra mano sobre el hombro. Giré la vista atrás, continuaba siendo el único visitante. Asistí, algo falto de interés, a sus explicaciones sobre un tractor que roncaba y se dormía, aunque justo antes apagaba el motor para no despertarse con su propio ruido. Después me mostró unos patines que se reían porque les hacia cosquillas rozarse contra el suelo; y por último un triciclo que, si pedaleabas con suficiente fuerza, cantaba La Traviata en versión cadena engrasada. Yo estaba a punto de enojarme, y mucho. Cómo demonios se podía llamar aquello Salón del automóvil… ¡Ni aunque fuese distinto! Cuando ya esperaba encontrarme con una plancha de surf que danzara la polca o un patinete funámbulo, Ricardo, incansable, levantó una lona negra con una revolera maestral, dejando al descubierto al que poco después, se convertiría en mi pequeñín. Un utilitario rojo, brillante, y con cierto aire intelectual; ya que, tal y como recalcó aquel buen negociante, nos hallábamos frente a un aries en toda regla: decidido, emprendedor y competitivo pero, ante todo, con un fuerte sentido de la personalidad.
–No lo dude un instante, Gabriel –dijo–. Éste es un coche sólo para personas especiales, hartas de sentirse superiores ante sus objetos. Pero no olvide que también puede darle quebraderos de cabeza. Usted… Imagínese que el coche es una mujer, haga la comparativa y decida.
No sé bien por qué lo compré. Hice la comparativa y me equivoqué en la ecuación. Sí, yo ya tenía una mujer así, y la quería una barbaridad. Y eso me llevó a confusión, supongo. Así, pensé que amar a mi coche (de un modo distinto, se entiende), sería como salpimentar un poquito mi vida.

Cuando salí de allí y empecé a rodar con él, ya sentía su gran personalidad envolviéndome; y parados en un semáforo, una idea brotó de mis labios con la espontaneidad de una hoja mecida por el viento.
–¿Sabes una cosa? Creo que te llamaré Lorenzo: el coronado de laureles… ¡El victorioso!
Maldita la hora. El muy canalla se paró en señal de protesta y treinta minutos después el atasco que tenía organizado era tremendo. Un policía me multó varias veces, incluyendo desacato a la autoridad cuando le dije que, de ninguna manera, iba a dejar que traumatizaran a mi coche enganchándolo con una grúa. Que sólo se trataba de encontrarle un nombre que fuera de su agrado. Probé todos los que me venían a la cabeza: Marcos, Tobías, Vladimiro… Abelardo, Raúl, Fabián… Y nada, él seguía rezongando con el motor, cada vez más enojado, diría yo. Al final, una viejecita que pasaba por allí me sacó del brete.
–Vamos a ver, joven… –dijo amablemente alzando la punta del bastón–. Usted no sabe tratar a un auto con personalidad, por lo que se ve. Haga el favor de pedirle disculpas, remarcando que usted no va a ponerle nombre alguno, ni ahora ni nunca.

Llegué a casa y mi mujer, como era de esperar, me tildó de idiota. Estuvo dos días sin apenas hablarme. Hasta que el comportamiento del auto comenzó a parecerle tan extraño como apasionante. Yo lo intentaba, pero nunca conseguía acertar a la hora de aparcarlo. Cada mañana me lo encontraba en un lugar distinto. A veces, al parecer, perseguía una sombra. Otras no le gustaba que los niños se apoyasen en él y las menos, le ponía nervioso el olor de los guisos de esa vecina, que le echa comino a todo lo que hace chup-chup.

Con el paso de las semanas, la cosa se fue complicando. Algunos días, cuando me disponía a ir al trabajo, él había decidido darse una vuelta. Su animadversión hacia mí era cada día más patente y, para mi sorpresa, mi mujer se presentó un día con el carné de conducir en la cartera. Después de años y años de intentonas… ¡En tan sólo dos meses! Entonces me di cuenta de que el problema era yo. Francamente, cada vez me sentía más lejos de ellos, que se entendían a la perfección. Mi mujer sabía siempre donde aparcarlo, él nunca se cambiaba. Sé captar una indirecta, así que me compré un bono-bus y regresé al fabuloso mundo del transporte público.

Una noche, cuando nos disponíamos a ir al cine a ver una reposición de una película de no sé qué director húngaro que, tal y como me restregó mi mujer por la cara, a ellos dos les encantaba, él se negó a abrir la puerta del copiloto y ella arrancó el motor sin dudarlo y me dijo:
–Total, no hace falta que vengas. Tampoco la entenderías.

Sé que debería haberlo visto venir. Por ejemplo, por el hecho de llevar tres meses sin hacer el amor con ella. Pero aún así, no pude dejar de sorprenderme el día que encontré aquella nota:

Este triángulo está cojo. Está claro que el único que no pone nada de su
parte eres tú. Nos marchamos, no nos busques.
Adiós.

Es cierto que había empezado a darle un poco a la bebida, pero es que no sabía cómo afrontar todo aquello. Pero después de que se fueran me he ido recuperando poco a poco y ahora vuelvo a sentirme animado, pero sobre todo muy, muy esperanzado. Ya que, la semana que viene hay feria: El salón de la esposa feliz.

FIN

20/4/2006

Fermín San Vicente

Nota: Ganador del Concurso sobre Realismo Mágico de Bibliotecas Virtuales


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martes, abril 18, 2006

 

La noche más larga del año (Relato nocturno, I parte)

El pollo, seguro que fue el maldito pollo. El veintinueve por la noche di una cena en casa y comimos unos muslos en estado dudoso. Debí haberlo supuesto, dada su procedencia: el supermercado de la esquina, cuyos estantes atesoran un buen surtido de productos extraños. Quesitos duros color amarillo limón, leche en polvo que solamente se deslíe con la turmix, bolsitas de té que se abren al echarles agua caliente y, desgraciadamente, etcétera. Pero centrémonos en el pollo. Aun habiendo sido magistralmente cocinado por mí, conservaba zonas rosadas cerca del hueso y tal cosa (después de hacer un master sobre pollos y pollas en internet) debe ser motivo de desconfianza por parte del consumidor. El que más enfermo se puso fui yo, cómo no. No por qué, pero ellos (los caboverdianos) son más resistentes. Tal vez sea el viento, tal vez el sol. El caso es que el treinta y uno al mediodía aún seguía en la cama, corriendo los diez metros (obstáculos) hacia el lavabo una y otra vez. Al final, viendo que no había manera, me sometí y tomé el remedio local: agua con harina. Y al parecer funciona, viene a ser como enyesarte las tripas. Yo me hubiera quedado en casa de buen grado, porque… ¿Qué es la noche de fin de año para uno cuando ya no se es (tan) joven? Pero Fabiana no me dio alternativa, de hecho fue ella la que me recomendó (y obligó a) lo del yeso.

Salí de casa poco antes de la medianoche, resignado, ya que semanas atrás me había propuesto seguir la tradición-nunca-rota y comerme las doce uvas de rigor. Aquí dicen que también lo hacen (normalmente con pasas), pero por lo que vi se queda en un dicho. Llegué a casa de Fabiana, sus padres y otros familiares me recibieron cordialmente. Lo peor: una mesa llena de comida suculenta y bebidas importadas muy por encima de la salubridad del dichoso grog (aguardiente de caña local). Y yo resignado a mi fatal hambruna y a mi condición de abstemio impuesta fascistamente por las bacterias; triste como un pescado.

La decoración del salón podría ser la de cualquier casa española de la generación de mis padres, o la de ellos directamente. Echo un vistazo a la vitrina y encuentro las mismas tazas de café que tiene mi madre en la suya… las mismas flores azuladas… ¡Son las mismas tazas! ¿Dónde está el exotismo? Me establezco a más de cuatro mil kilómetros… ¿y al final me doy en las narices con las mismas tazas? Sigo distrayéndome con la colección de muñecas que hay sobre la librería: una rubia, una pelirroja, una negra, otra rubia, una morena… esto parece París. El padre de Fabiana me anima de tanto en tanto a que coma y beba. Qué más quisiera yo. Comiendo se te pasa, me dice. Qué manera de provocar.

Las reuniones familiares (¿a veces?) pueden ser bastante insulsas y tediosas. Se necesita algo externo que las anime (yo hoy no cuento). De repente, alguien toca a la puerta y resulta ser el espíritu de la navidad en armoniosa trinidad. Dos señoras y un señor con instrumentos improvisados: una pequeña cacerola rellena de chinas (me refiero a piedras), una pandereta compuesta de un madero con unas chapas atravesadas por un clavo y una guitarra de juguete a lo Pascal Comelade. Tocan y cantan y todos nos ponemos de pie y todos (menos yo) saltan de alegría. (Yo también sentía cierta alegría, pero no salté para que no cayera el yeso de mis paredes intestinales, no me parecía buena idea).

La retransmisión televisiva de la Puerta del Sol es curiosa; un canal local no-oficial que habitualmente retransmite señales foráneas, piratas o no, enfoca la bahía de la ciudad, donde la gente se baña tradicionalmente para sacarse todo lo malo y empezar el año limpios. Claro que debe ser simbólico, porque precisamente en esas aguas… limpieza, lo que se dice limpieza… la playa de los perros, que la llaman. Claro que falta el reloj en la torre, incluso falta la torre. Pero bueno, cuando se intuye que ha llegado la medianoche, pues a beber una copita de champán, tranquilamente; que lo mismo da diez minutos antes que después.


Llegamos a la plaza del centro después de un largo paseo. En la calle se respira un ambiente festivo como una tarde de toros. Sobre todo juventud arriba y abajo, gritando: “Soncent es sabe, es sabe pá cagá” (Soncent: San Vicente; sabe: rico, en sentido normal o figurado; lo demás se entiende, ¿no?). Más que un grito es un clamor general, y la que hay montada es el sitio donde ninguna madre querría que estuviera su hijo. Coches y personas pelean por la supremacía en la calzada, bicicletas en contra dirección entre los huecos, motoristas quemando rueda contra el asfalto. “Soncent es sabe…”. Mención aparte para el tema de los petardos, lo que en mi pueblo llamaban TRUENOS salen de las manos de algunos graciosillos en dirección a los pies de los demás. La mar de divertido. Me declaro acérrimamente en contra de la cultura del miedo, pero esto está en las antípodas y me parece excesivo. Eso, unido a que no estoy borracho como el noventa por ciento de los asistentes, se traduce en cierta aversión hacia semejante hecatombe, que se me antoja un tanto primitiva. Y ese parecer, expresado en voz alta… Alguien me pregunta qué me parece la fiesta y respondo desafortunadamente que demasiado africana. Cabo Verde no es África, ellos tienen todo el derecho a sentirse como quieran. Yo sin ir más lejos, me siento muy ibicenco y poco español. Pero mi comentario ha ofendido y me deja en una situación un tanto delicada ante las SEIS amigAs con las que voy a pasar la noche, el cielo me asista.


Entramos en Mindelhotel, la fiesta a la que nos hemos adscrito por eliminación del resto. Veinticinco euros con barra libre de comida y bebida, actuaciones estelares, etcétera. La fiesta chic por excelencia. En la parte exterior, está montado el escenario y un par de barras y en el recinto interior hay otra barra más y la comida, que tiene una pinta asquerosamente deliciosa, dispuesta en mesas. Y un puñado de sillas de espaldas a la pared, para mirones y cansados. Estoy esperando para entrar al lavabo cuando sale un cocinero grandón como un oso pardo, sorbiéndose los mocos y con la nariz manchada de blanco. Los cocineros son unos viciosillos, eso es algo universal. Se lo advierto, puesto que puede hacer mal efecto que vuelva al trabajo así, con esos restos de… ¿tal vez harina?

Bueno, qué hacer en una fiesta, pues beber. Me acerco a la barra con el humilde objetivo de conseguir una agüita con gas, lo cual se convierte en una ardua tarea ya que el barman va de culo y no tiene ni las rodajas de limón cortadas. No es falta de profesionalidad, en este caso, lo sé de buena tinta. Son directrices, cuanta más demora en servir las copas, menos productos se gastan. A mi lado hay una negra… ¿guapísima? No lo sé, la abstemiez me hace alucinar, por un momento me parece que es un travelo. Cuando me habla ya no me quedan dudas, lo es. Al menos es simpático. Tal vez por eso consigue su bebida antes que yo y deja al puesto libre a ahora sí, una criola guapísima. Me mira, me saluda con una dulce sonrisa de marfil y golpea con un dedo y mucha gracia una de las bolas doradas que cuelgan sobre la barra. ¡Dulce navidad! Yo le sigo el juego y la imito, pero sin éxito, o quizá con demasiado, ya que la bola se descuelga y cae dentro de la cubitera. El barman regresa con las manos llenas de cervezas y se queda bloqueado al ver mi enceste, la beldad le dice que no se lo piense más y que cambie el hielo, que hay mucha gente esperando. Él resopla, todo el mundo le grita. Como si su motricidad se activara con voces, se va descoyuntando arriba y abajo, en un alarde de descoordinación absoluto, debe faltarle un tornillo o quizá sea un cortocircuito. Al final consigo mi insípido trofeo, que por cierto está tan caliente que oigo las burbujas chisporrotear a pesar de la música. Y he de decir a pesar. Don Kikas, el primer artista de la noche le va pegando al zouk, y la clientela de aquí ni frío ni calor. Los habituales de la noche del Mindelhotel son demasiado esnobs en ocasiones, pero… ¿y qué? Mientras aboguen por la marcha sin zouk, estaré con ellos a brazo partido.

Regreso con mis amigAs, que se ponen de comida hasta las cejas. Yo miro. (Enumeraría las delicatessen que había sobre la mesa, pero me dan punzadas en el hipotálamo). Aparto los ojos de la kilométrica mesa de las viandas y doy un repaso circular a los asientos. Veo a un hombre vestido elegantemente, Don Vito en versión negrito. Ni siquiera se levanta en busca de comida ni bebida, va pidiendo a la gente que pasa cerca de él y éstos atienden con diligencia sus peticiones, así que cuando nuestras miradas se cruzan me agacho para atarme los cordones… pero llevo chanclas. ¿Será posible mi indecencia? Nochevieja y yo con chanclas.
Fabiana vuelve hasta mí y me abraza, justo en el momento en que le estoy tocando el culo a Rita, su mejor amiga. No hay nada malicioso en ello, sólo una gran confianza. Claro que, al parecer no es lo que piensan dos tipos que me miran con cara de pocos amigos. Que no, que no estoy abusando, que mía es sólo una. Fabiana llama mi atención sobre un tipo (blanquito) que está a dos metros, haciendo caretos como si masticara limón con azufre. Debe estar enfermo, digo, o a lo mejor es idiota. No, replica Fabiana, que yo lo conozco y nunca lo he visto así. Entonces es la blanca navidad, apunto. ¿La blanca navidad? Sí, remato, una costumbre muy occidental donde blanca se refiere a nieve y nieve es solamente una metáfora.
Salimos al exterior, Don Kikas sigue dándole al zouk y todo el mundo baila sin agarrarse, por lo cual le podría pegar a la polka y sería mucho más divertido. Lo mejor de este tipo de fiestas es la afluencia natural de gente mayor. El espíritu del rock´n´roll no ha llegado a Cabo Verde todavía, cosa que me parece buena y mala al mismo tiempo. ¿Una fiesta de fin de año con tus padres? No, gracias. Y a mí particularmente no me caen mal (los míos). Y para que estén más cómodos (los padres ¡y abuelos! de los otros) hay sillas alrededor de la pista, como si de un baile de pueblo se tratara. Y ahí está sentado, el señor Fidelio, mi antiguo casero, con su mujer al lado, los dos juntos tienen más de cinco veces mi edad, y ahí los tienes, disfrutando de una noche de rock´n´… perdón, perdón… una noche de zouk (de momento). Por el tema de la música no hay que preocuparse, pronto entrarán en escena otros dos músicos que no le pegan al zouk (cuántas veces repita la palabra no importa, de hecho la repetición es la cualidad más palpable de este gran estilo).

A falta de nada más interesante (subjetividad a la enésima potencia) me dedico a mirar tacones. Aquí no suele haber muchos, pero siendo fin de año, las mindelenses han hecho los deberes y esto es el paraíso. Y algo curioso, hay una buena cantidad que se doblan de un modo espectacular, deben ser de los bazares chinos, pero la ya de por sí malabarística labor que es andar sobre esas finas agujas (no lo supongo, lo he probado) se hace más difícil todavía y a mí sólo puede parecerme más excitante aún. Parezca lo que parezca, hay que verse abstemio por obligación para llegar a entender que uno acabe divagando con cualquier cosa. Entonces me acerco a la salida y me encuentro a Rasti, un tipo muy pero que muy cool. No es el glorioso payaso de los Simpson’s (ya me gustaría a mí), pero es un tipo peculiar, casi un profeta. Sigue la religión de Rastafari, que le vino revelada cuando cambió el consumo de grog por marihuana. Insiste en que salga. Quiere fumarse un pof conmigo para celebrar la entrada del año. Mmmm… déjame pensar, estoy jodido de las tripas, ¿qué daño me hará esto? ¡Qué idiota! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? Si no quieres, no pasa nada, dice Rasti. Calla, calla, ¿cómo no voy a querer?

Nos apartamos hasta un descampado, en un muro hay varias parejas bailando sin música. Un buen modo de comenzar el año: calentitos. Sentados sobre una piedra, Rasti me habla de su nueva religión, de un tal Tafari nosequé, el elegido, que murió hace treinta años. Pues menudo elegido está hecho, le digo, si lleva décadas criando malvas. Rasti me dice que peor es Jesucristo, que lleva muerto más de dos mil. Y continua, que si algún día el hombre blanco patatín, que si algún día el hombre negro patatán… y pleno de convencimiento me resume todo en un meridiano objetivo final: la supremacía del negro sobre el blanco. Yo le digo: Coño, Rasti, ¿tú has visto mi color de piel? Y me dice que sí, pero que no hay que tomárselo muy a pecho, que sólo son ideas. A mí me da que a éste lo que más le gusta de esta religión es fumar hierba y no lavarse el pelo.


CONTINUARÁ


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lunes, febrero 27, 2006

 

Todo sobre Maio (y VII)

Amanece un nuevo lunes; Jorge y Eneida han volado hacia Praia. Hoy es el cumpleaños de Andrea. Habría que ser doctorado en francachela para lograr algo divertido después de semana y media en esta tediosa isla. Saverio y sus amigotes nos han invitado a ir con ellos, a ver como pescan tiburones, con total naturalidad, como si nos invitaran a verles jugar una partida de petanca. Pero se nos va la mano con la siesta, llegamos unos minutos tarde y ya se han marchado. Para los que no recordéis bien la saga cinematográfica, o sencillamente no estéis duchos en la materia, os apunto que los cazadores de tiburones poseen un gran sentido de la puntualidad.

Como premio de consolación, Duca nos lleva a visitar Ponta Preta. Tiene delito que estando a un kilómetro y poco de Bila, todavía no hayamos ido a echar un vistazo. Al salir del pueblo vamos por un camino que atraviesa una urbanización (sin olvidar que estamos en Maio) con poca densidad de casas. Duca, el informador, nos va explicando de quién es cada una. “Ésa es de un alemán muy simpático que viaja mucho a Sudamérica; ésa de un español que le pega a la bebida cosa mala; y ésa de un portugués a la que su mujer abandonó el año pasado porque le daba unas palizas de escándalo”. Una de las casas llama especialmente mi atención. Han intentado darle forma de castillo, pero está tan poco lograda… tal vez como castillo de los Clicks de Famóbil... En fin, el objetivo de este conjunto es que sea un paraíso residencial. A ver si lo consiguen, pero deberían empezar por censurar las horteradas. Llegamos hasta el mar. Una gran playa de arena blanca realmente bonita, aunque cuando la marea sube, nos dice Duca, queda totalmente cubierta por el agua. A la derecha hay una zona rocosa contra la que Poseidón descarga su furia con una fuerza titánica. Según hemos oído, el lugar se cobró la vida de unos bañistas imprudentes. Duca también nos habla de los tiburones del lugar, que aquí los hay grandes de verdad (como los de la película), que aquí deberían estar Saverio y sus colegas si se creen tan chulos.

Ya en el pueblo nos enteramos de una buena, Bernardino, el italiano impresentable que abandonó la trattoria la otra noche en estado ultraetílico, tuvo su recompensa de vuelta a casa. Le dieron una paliza, le robaron la máquina de fotos, el dinero y todo lo demás… también. Sólo le dejaron los pantalones como acto de buena fe. Y la cara y el cuerpo algo magullados. Y ves a saber lo que hizo, o cómo fue, porque cuentan que sabe que le robaron y le pegaron debido a esa técnica detectivesca de la eliminación, ya que no se acuerda de nada. Simone, la muy malvada, se ríe mientras nos lo cuentan.

Por la noche, en el club social “La trattoria”, Andrea se ilumina como un faro en medio de la tempestad para salvar su fiesta de aniversario: iniciarnos en la cultura del gin-tonic en Maio. Y así el calor se hace más agradable. Pero la ginebra en este país suele ser Gordon´s, una marca a priori de lo más respetable. Pero digo yo que debe estar caducada o que no la fabrican en Inglaterra, porque a veces da un dolor de cabeza… Total, que nos cambiamos de bando y sobreviene el verdadero descubrimiento: el grog-tonic; o en este caso (y en esta franja del archipiélago), sería más acertado decir mierdón-tonic; nocivo para el hígado pero saludable para el bolsillo. Al ratito, animados por las canciones que brotan de nuestras gargantas desafinando felizmente, Andrea, capaz donde las haya, se compra una magdalena, le pone un cacho de vela, la enciende y la sopla (a la tercera) cuando acabamos de cantarle el “Parabéns a você”. (Es el cumpleaños feliz portugués. Siempre les tomo el pelo con esto. Tanta rabia hacia los portugueses, tanta identidad nacional y no tener una canción de cumpleaños propia. Pasa lo mismo con el fútbol: todos locos por el Benfica y por la liga portuguesa. Eso lo entiendo, no se construye una liga de fútbol mínimamente interesante y competitiva en dos días, pero una canción de cumpleaños...). Con tanta alegría explotando en nuestros corazones, nuestros circuitos cerebrales, etcétera, no habíamos pensado en ello: el barco no ha venido. Mañana, mañana, afirman los lugareños convencidos. Y cómo no, nuestra confianza en ellos es ciega; ciega debida a la curda de mierdón-tonic.

También gracias a esa curda, el martes nos levantamos a mediodía. Hoy es el cumple de Simone. Y no es broma, nacieron así, una detrás de la otra, como si sus madres hubieran hecho una apuesta: ¿Qué te juegas a que yo adelgazo antes? Tras dedicarse nuestros hígados a la ardua tarea de eliminar los restos de la víspera, litros y litros de agua mediante, nos dirigimos a la trattoria. Anteayer compramos un kilo y medio de langosta por unos seis euros, justo en la playa. En esta época capturar langosta es ilegal por la reproducción; que se lo intenten explicar al chaval que las pesca. Total, que Fatú la ha cocinado. Con pimiento, cebolla y tomate, la llaman langosta sudada porque, al calor del fuego, dicen, el bicho va sudando dentro de la olla: una lógica aplastante. Y remedio de santo, la resaca se esfuma al poco de meterle mano a tan delicioso plato.

Por la tarde nos dan un chivatazo: Saverio y su troupe están pescando tiburones en Morro. Y allá vamos. Una familia de italianos que lo acompañan nos relatan cómo ayer pescó un escualo de veinticinco kilos. ¡Con una caña de pescar! Dicha familia, es un matrimonio con la hija que se han comprado una casita en Maio por internet y han venido a verla, aunque aún no está terminada. Y hay que ver como está la hija (que nadie piense mal, tiene casi mi edad). Las caboverdianas son guapísimas, pero una vez instalado aquí, lo exótico son las blancas. Ya se sabe, el eterno descontento. Volviendo a la pesca, parece ser que algo ha picado. No es la caña del maestro sino la de un alumno aventajado, si bien se está llevando una sarta de gritos sobre el modo correcto en que tiene que recoger el sedal, el cual está tan tenso que da la impresión de que se va a romper a la de tres. Pero no se rompe, y aparece el animalito. Éste es pequeño, mide más o menos dos palmos. Saverio lo coge con la mano como si fuera un hámster y le quita el anzuelo. Después toca sus dientes para ver lo afilados que están y sonríe. Allá cada cual con sus aficiones. Y nos invita a acariciarlo. Tocadlo, tocadlo, dice. Nos ha jodido. Respiro hondo, a ver si encuentro diseminadas en el aire partículas de coraje; y acerco la mano. Su piel es gomosa, como la de un delfín. Una vez nos hemos entretenido un poco lo devuelve al mar lanzándolo con fuerza. Presa nimia para un cazador tan experimentado.

De vuelta al pueblo, nos sacrificamos por el cumpleaños de la jornada y volvemos a darle al mierdón. Más canciones y Ali que se queja porque no le dejamos oír la telenovela. Simone decide pasar del pastel, pero no del regalo. Completamente desinhibida tras unos cuantos tragos, y con cara de malota, me pide prestado el teléfono para hacer una llamada. Tras hablar unos pocos segundos me lanza el móvil y cruza la calle sin decir ni adiós. El tal Saverio vive justo ahí enfrente. ¡Qué tía tan pilingui! Podría ser su abuelo, pero en este país no parece importarles la diferencia de edad; a ellas claro. A ellos sí les importa, pero a la inversa. Hace meses entrevistaron en televisión a una nena de diecinueve años que acababa de parir un hijo de un hombre con ochenta. El entrevistador dice: ¿No te da vergüenza? No, dice ella. ¿Por qué?, dice él. Y ella remata con una enorme sonrisa: Porque él es muy rico. Ali se emociona con la escapada de Simone y me dice: Ven conmigo. Sale por el patio trasero, da una vuelta rarísima y entra por un callejón. En realidad no es un callejón. Es una separación entre dos casas de unos ochenta centímetros de ancho que debe servir, por ejemplo, para acumular inmundicia o para que se escondan las ratas. ¡Benditos arquitectos, los de Cabo Verde! He visto cada cosa… Cada vez que abro una bolsa de “matutanos” (así las llaman aquí) miro dentro a ver si en vez de la calcomanía surfera de rigor me toca una licenciatura en arquitectura. Y ahí estoy con Ali, espiando contra mi voluntad la casa de Saverio. “Ya te lo dije, Ali, tanta telenovela no puede ser buena”. No parece ni escucharme. “Mira Fermín, ¿ves aquella luz en la ventana? Cambia de intensidad. Debe ser la televisión… ¿Tú ves algo? Quizá si nos subimos a mi terrado y reptamos podamos ver algo más. ¡Oh, fíjate! Ya no hay luz. ¿Qué querrá decir? ¡Qué fuerte! ¿Verdad?”. “Mira Ali, la verdad es que me aburro como una ostra. Si le hubiéramos pedido un par de butacones junto a la cama y hubiéramos llevado palomitas y cerveza y a esperar, a ver si se la cepilla o no se la cepilla, vale; ¡pero así no tiene gracia!”.

Mientras reposo mi culo en una silla sosteniendo una Super Bock, Duca me pregunta si mantengo contacto por internet con gente de España. Le respondo que sí, con un buen puñado de gente. Se le iluminan los ojos súbitamente, se acerca y comienza a hablarme despacito, tratando de que no pierda detalle de lo que me está contando. Me está ofreciendo un negocio, el negocio del siglo. Tan solo tengo que convencer a gente de Europa para que se compren una casa en Maio. Yo me encargo de los contactos y él de la construcción, fifty-fifty. Vamos a ganar cincuenta mil euros por casa. “Mira Duca, convencer a alguien para que se compre una casa por internet, a cuatro mil kilómetros de distancia y nos pague la mitad por adelantado, un año antes de que se construya…”. Él lo tiene claro, aquí hay unos extranjeros que lo están haciendo y se están forrando. Buena vida, eso es lo que tendríamos tú y yo. Igual que ellos, me dice melancólico. Sí, lo sé Duca, lo sé; buena vida, le respondo suspirando y mirando al cielo estrellado.

El barco tampoco ha llegado. ¿Y si nos vamos mañana en avión?, dice Andrea. Pues no puede ser, le digo. Sucede lo siguiente: el avión sale a las siete de la mañana y la oficina de TACV abre a las ocho; y en el aeropuerto no venden billetes. ¿Tiene usted un imprevisto? Con TACV, volar es un placer (si lo consigue).

Lo primero que hago al levantarme es asomarme al balcón y mirar con desconsuelo hacia el muelle: vacío. Nos han asegurado que el barco llega hoy y yo me jugaría una pierna a que no va a ser así. Y por otro lado, en las tiendas de comida se respira un trágico aire de necesidad. Hace días se acabaron las patatas, los boniatos, los plátanos. Ayer los huevos, el maíz. Hoy no hay refrescos, ni agua; sólo zumo de melocotón, fruta a la que soy alérgico. Qué se le va a hacer, al menos queda cerveza. A mediodía las teorías más optimistas se sostienen con mondadientes e hilo dental. No viene ningún barco. Nadie sabe nada. No puedo creerlo, nos vamos a perder el festival de Bahía das Gatas. Ni siquiera sabemos si algún día saldremos de esta maldita isla. Deambulamos por el pueblo cabizbajos y pensativos. Hablo por teléfono con un amigo de San Vicente para darle la funesta noticia. “Aún podéis venir mañana”, me dice. “No, no podemos. El Tarrafal -el ferry- sale esta noche de Praia hacia Mindelo”. Oigo una carcajada al otro lado. “Claro que no”, dice, “sale mañana, le han cambiado el día precisamente por eso, por el Festival de Bahía”. Eso mismo decía yo, que no había que perder la esperanza. Damos saltitos de puro júbilo. Un momento, advierto, no nos emocionemos demasiado. Hay que arrojar toda la fe en que el maloliente barco (la gente no para de cagarse en él) llegue mañana. Si no, habrá que empezar a preocuparse de verdad; no sólo por el dichoso festival, me veo luchando por nuestra supervivencia; persiguiendo cabras por la calle, pero esta vez con un machete entre los dientes.

Jueves 7:00 a.m. Tocan diana. Me muero de sueño, pero hay que hacer las maletas y limpiar el apartamento. Sí, hemos estado alojados por la cara y sólo falta que Fatú se tenga que poner la cofia por nosotros… A las diez estamos listos, y en el muelle ni un alma. El barco no tiene hora de llegada y mucho menos de salida. La semana pasada, dado que no trajo mercancías, media hora después de atracar soltó amarras y se fue. Con lo cual se quedaron en tierra un montón de PERSONAS NORMALES (no vale llamarlos empanados en este caso). Seamos positivos, se ahorraron el mareo. Llevamos las maletas a la trattoria, hoy no puede fallar. Desde el terrado de Ali también se avista el muelle. Nada. Paseamos por el pueblo buscando un bar o un oasis, da igual, un sitio donde aún quede cerveza. Y tras cuatro tentativas fallidas lo encontramos.

Cerca de mediodía un clamor sordo se extiende por el pueblo: el barco ha llegado. Decenas de vehículos se dirigen hacia allí. Andrea y yo hacemos dedo y nos plantamos en el muelle. ¡El barco no ha llegado! ¡LOS BARCOS han llegado! Los dos, el Cidade Velha y el Barlavento. ¿Cómo puede ser? ¿Son amiguitos y no saben viajar en días distintos hacia una isla casi incomunicada en la que la comida se está acabando? Un poco de racismo positivo: el tipo que guarda la puerta del muelle nos deja pasar sin pagar los cincuenta escudos de rigor. Vamos a la agencia a preguntar a qué hora va a partir el Barlavento. Me he resignado a que durante toda la semana no supieran qué día iba a venir SU barco, pero digo yo que tendrá una hora de salida. Digo yo que sí y ellos que no; que partirá cuando haya descargado. “¿Aproximadamente?”, pregunto. “Aproximadamente cuando haya descargado”. Andamos el muelle y paramos junto al Cidade Velha. Manuel, el capitán, se alegra mucho de ver a Andrea. “Hola guapa. ¿Qué tal las vacaciones?”, resuella su voz transoceánica. ¡Y a mí no me hace ni caso! Coño, Manuel, que somos compatriotas. Está claro que lo que mueve el mundo (de los hombres) es el sexo (de las mujeres). Cuando deja de babear con ella me mira y me saluda con dos palmaditas en el costado. Gracias. “El barco va a salir cuando descarguemos. Yo calculo que sobre las ocho o las nueve de la noche”. “Pero entonces perderá el enlace con el Tarrafal, que sale a las nueve de Praia”, le replica Andrea. “Ya, pero es que va lleno de mercancía. Mirad, está hasta los topes”. Tiene razón, lleno hasta la bandera; sobre todo de cajas de odiosa Super Bock, pero no deja de ser una mierda de barco. Este tipo se piensa que capitanea el Queen Mary II. Por esa regla de tres, el Barlavento que es el triple de grande lo habrán descargado pasado mañana. Hacia él nos dirigimos e indagamos hasta dar con el capataz. “La hora serían las tres, o sea que contar con las cuatro, cuatro y media”. Helo aquí, un hombre consecuente que sabe no sólo el nombre de su país, sino el tiempo que tardan en cocerse las habas. Esperanza, ilusión, esperanza... En el muelle el ambiente es frenético (sin olvidar que esta historia transcurre en Cabo Verde). Multitud de vehículos esperan a ser cargados y se lanzan a la ardua carretera, a recorrer los quinientos metros hasta el pueblo, con la relevante misión de solucionar los problemas de inanición que lo asolan.

Dado que aún faltan unas horas para embarcar vamos a matar algo de tiempo a la trattoria. Ali me pide que le acompañe a comprar provisiones. Los tenderos están con cara de dólar. La especulación es una plaga bien asentada, ¡viva la globalización! ¿Qué hacer con los pimientos si hace días que están borrados del mapa? Pues cobrarlos al doble.

Sobre las cuatro, Duca nos viene a buscar y nos acerca hasta el muelle. Va con el camión grande para hacer una recogida: aquel famoso generador eléctrico. Por lo visto el denostado Presidente de la Cámara no lo roba todo, también realiza (algunas) buenas acciones. Si bien hay quienes defienden que el generador ha llegado como fruto de las presiones. Ninguno de los dos barcos ha sido completamente descargado, pero están a punto de caramelo. Así que nos ponemos a jugar al pinto, pinto, gorgorito. Según los pronósticos, parece ser que el Barlavento va a tardar menos en salir, si bien invierte una hora más en el trayecto que el Cidade Velha, razón por la que éste es más caro y propina un mareo más contundente. Nos decidimos por este último, y después nos entra canguelo y nos vamos al otro, y volvemos a cambiar de idea, así hasta cinco o seis o no sé cuantas veces. Duca nos acompaña y nos ayuda muchísimo a dudar. “Éste, mejor éste”. “No, esperad, mejor el otro”. Y así vamos, recorriendo sesenta metros muelle arriba, y sesenta de vuelta muelle abajo, cargando con las maletas una y otra vez. Parecemos paletos de pueblo, y eso aquí, digo yo que es de lo más grave. Me estoy temiendo lo peor, con tanta duda… Elijamos el que elijamos la vamos a joder. El Cidade Velha ya está descargado, ahora sólo falta cargarlo… ¡de cabras! Una camioneta llena. Los caprípedos son demasiado tercos. Hago cuentas de lo que tardan en cargar una, lo multiplico por el número total, que son veintiséis y me da que si siguen así de lentos van a tardar tres horas. Cargarlas consiste en tirarlas desde el muelle hacia el barco, y luego ir atándoles los cuernos de unas a otras. Mientras contemplamos este abuso de poder el Barlavento leva anclas y se marcha. ¡Snif! La operación de las cabras se vuelve cada vez más lenta, así que recurro a la psicología e intento convencerlas con dulces susurros de que las llevan hacia la capital, hacia una vida mejor. Y quien no quiera que no me crea, pero parece que funciona.

Una hora después surcamos el océano y adelantamos al Barlavento. Acertamos. Y aún así vamos justos de tiempo, aunque eso sería teniendo en cuenta que el Tarrafal salga de Praia puntual. Y eso, con todo el rollo del festival (o simplemente de Cabo Verde), va a ser poco menos que imposible.

FIN


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martes, diciembre 20, 2005

 

Todo sobre Maio (VI)

Sábado por la mañana. Alquilamos una flamante camioneta Toyota con asientos en la caja trasera. O sea, que 2 irán más o menos cómodos y los otros 3 se divertirán tanto como si compitieran en un rodeo. Nuestra intención es visitar el norte de la isla, prácticamente deshabitado. Lamentablemente, no hay ni bares. Tal vez por eso Duca no viene, aunque la versión oficial es que tiene mucho trabajo. El primer objetivo es Praia Real. Cuando llegamos a Morrinho preguntamos y nos indican el camino: “Es por allí” y por allí vamos. Andrea, Simone y yo viajamos en la parte de atrás. Estoy un poco cansado de excursiones y el paisaje me parece todo igual, así que me da por hacerme el rarito y me pongo a leer; o al menos intentarlo. Cada pequeño bache me hace temblar; cada gran bache me levanta el culo del asiento. Parezco un airgamboy descoyuntado. En breve se nos presenta un entretenimiento extra, las ramas de los árboles invaden el camino a la altura de nuestras cabezas o nuestro lomo, depende de la ocasión; lo que obliga a ir esquivándolas. Cuando te alcanzan, duele. Pero yo me sigo haciendo el rarito y no suelto el libro. “Ataúdes tallados a mano”, de Capote. Una novela sobre un crimen real, ya emocionante de por sí; pues yo le añado un poco más de pimienta. Cada vez que noto la tensión en mis compañeras (quiero decir cuando las veo moverse), me agacho todo lo que puedo. Llegamos a una encrucijada; Jorge, que va al volante, para y pregunta: “¿Izquierda o derecha?”. Quién sabe… “Derecha”. Un kilómetro más allá otra más. “¿Derecha o izquierda?”. “Pues izquierda”. Un poco más allá hay un enorme poste clavado en medio del camino y no está ahí para joder, es que el camino se acaba; ¿y adónde llevaba?, pues se diría que al poste. Vuelta atrás, desandamos lo que habíamos recorrido y probamos por otro lado; el camino termina una y otra vez; ya no hay más postes, pero sí árboles o muros de piedra o sencillamente nada. Estamos perdidos, sin duda. Simone telefonea a Duca para pedirle ayuda; no hay cobertura. De todos modos no creo que hubiera servido de mucho. “Mira Duca… estamos aquí, en medio de un inmenso desierto, justo al lado de unos arbustos. Sí, hay muchas dunas. No, no se ve el mar; ¿que no puedes ayudarnos? ¡Maldita sea!”

Lo importante no es el objetivo, sino el camino. Vueltas hacia aquí, giros hacia allá. Lástima no tener una brújula para echarnos unas risas jugando a los boy-scouts. Cruzamos una vasta extensión absolutamente cubierta por crujientes matorrales que apenas levantan un palmo del suelo. Todo termina allá a lo lejos con un gran parapeto de dunas gigantescas. El paisaje es deslumbrante y no me refiero a su belleza, sino a la cegadora y fastidiosa luz blanca que despide la cándida arena al reflejar el sol. Estamos en el final de la “carretera”; a Jorge se le va la mano con el coche y clava un poco los neumáticos en la arena. Pero parece que lo conseguimos, hemos alcanzado nuestro objetivo. Remontamos una leve pendiente y ahí está: Praia real. O al menos lo suponemos, ya que no hay cartel alguno que lo indique. Es una gran bahía cerrada de aguas tranquilas, realmente bonita. Eso mismo deben pensar los que hacen fiestas aquí y lo han dejado todo lleno de basura. Pero esa fetidez... no puede ser de estos residuos, huele a pescado podrido. Nos miramos unos a otros. Es esa mirada universal que encierra una pregunta secreta: “¿Alguien quiere quedarse?” Esta claro que no; retiramos las miradas y volvemos a la camioneta. Ahora hay que desatollarla; Jorge toma el volante y las ruedas no paran de dar vueltas sobre sí mismas. “Voy a necesitar ayuda”, me dice. ¡Toma y yo! Echo una mirada a las criolas y me responden con una sonrisa reveladora, así que me veo obligado a castigarme un poco el lumbago yo solito.

El sol cae vilmente sobre nuestras cabezas, sobre todo las de los lacayos que vamos en la caja. Exploramos un poco más el norte, andando y sobretodo desandando caminos. No he visto un alma humana, sólo alguna que otra cabra. Al final paramos en Cascabulho. Gracias a la escasez de turismo nos recuerdan y nos vitorean. Vamos a casa de la tía de Duca a comprar agua. Sólo tienen caliente o helada. Esto es así: una sirve para hacer té sólo con poner dentro la bolsita y la otra es un bloque de hielo duro dentro de una botella de plástico. Optamos por lo segundo, ya se descongelará. Le pregunto a la tía de Duca por la salud del conejo y me dice que no, que ya no tiene salud. Tenía razón el animalejo de estar acojonado. Se acabó la aventura, ahora sólo vamos a recorrer territorio conocido. Tengo el privilegio de conducir por aquella fantástica pista de tierra que lleva a Pedro Vaz. Pero aparece otra maldita encrucijada y sin tiempo para pensar tomo el camino de la izquierda. No es lo mismo ir de tricopiloto con Duca que conducir uno mismo. Tengo la sensación (fuerte) de haberme equivocado. Lo digo en voz alta, un estúpido error ya que nos dirigíamos a San Antonio, única población de la isla que me falta por visitar. Aunque mejor, yo también los tengo un poco hinchados de aventura. O no, ya que en vez de dar la vuelta y volver por donde he venido me guío por la geometría y giro a la derecha campo a través en busca del camino “correcto”, como si llevara un todoterreno y, debido a la ya comentada regla de tres de los baches delante y detrás, oigo gritos de los pasajeros despotricando de mi conducción e incluso mentándome la madre, así que desisto. Vuelvo atrás hasta el cruce de caminos y tomo el adecuado. Después de tanto deambular es un agradable lujo la familiaridad de la pista hasta Pedro Vaz. Me jugaría un dedo a que somos los primeros turistas que pasan por allí 2 veces en sólo 4 días. Al llegar paramos en el mismo lugar, donde la misma familia nos acoge con la misma hospitalidad. El único fallo es que pedimos unas cervecitas y nos las traen calientes. La nevera, que estaba desconectada. Nuestra capacidad de sufrimiento va más allá. Jorge se interesa por el sustento de los lugareños. El hombre responde tranquilamente, como si le diera pereza hablar; “Remesas de emigrantes, un fondo de ayuda internacional y esos pozos que abrieron hace un par de años que dan para algunos cultivos; pero es trabajo para unos cuantos, muy pocos. “¿Y nada de pesca?”, pregunto. ¿El mar no está cerca?”. “Sí, está cerca. Muy cerca. Pero no nos hace falta. Somos pocos, con lo que hay tiramos”. Además, nos cuenta, él es el conductor de la ambulancia del pueblo. No obstante, dada la escasez de población dudo que tenga mucho trabajo.

Mis camaradas excursionistas quieren playa (qué otra cosa podían querer) y el buen hombre se ofrece amablemente a mostrarnos una bien bonita. Se sube a la ambulancia, súper auténtica, tiene pinta de ser de los 50 y yo detrás con la Toyota del 2005. “Tú sígueme”, me ha dicho. Creo que me tomaba el pelo. Es el peor camino de cabras que he atravesado en toda la isla. Él no lleva nadie detrás y el vehículo no es suyo, cuando clave la amortiguación o se le caiga a pedazos pedirá a la Cámara Municipal que le den otro. Debe ir a 20 por hora, yo no puedo pasar de 5; aún así hecho la vista atrás y mis pasajeros parecen marionetas histéricas a cada nuevo badén que cruzamos. Al fin llegamos. ¡Guau! Es todo lo que puedo decir. Una cala impresionante. Para definirla bien yo diría: “¡Que le den por culo al Caribe!”. Eso sí, el guía nos advierte que nos adentremos poco, que la corriente es obra de Belcebú. La sensación de peligro es el condimento ideal para cualquier paraíso. Jorge se va a practicar la pesca con arpón y los demás nos quedamos en plan contemplativo. Un rato después las criolas se sueltan el pelo y hacen top-less. Yo aprovecho la coyuntura para despelotarme. ¡Libertad y rebeldía! El nudismo en Cabo Verde es ilegal, pero el policía más próximo está a más de 15 kilómetros.

Después de la caída del sol (y de la fuga de red eléctrica), vamos a la trattoria a cenar algo. Ali está que muerde. A la falta de luz hay que sumarle que se ha quedado sin agua. Se diría que conoce a la madre del Presidente de la Cámara, ya que habla de ella con gran familiaridad. En el patio encontramos a Bernardino, un italiano que pasa unos días aquí. Debe rondar los 40, lleva gafas, la cabeza rapada y tiene cara de tontín. Hoy va “suave” y dado que es una esponja, debe haber bebido más que la Reina Madre. Al poco de sentarnos comienza un monólogo con una triste voz de trompeta desafinada en el que su pregunta principal es: “¿Por qué Simone no me hace caso?”; a la cual siguen una serie de lamentos en tono infantiloide: “Jo, no vale. Yo quiero que Simone me haga caso”. Y yo que me trague la tierra para dejar de escucharte. Pobre Simone, joven, simpática y agraciada y tener éxito con esta clase de mamelucos. Está en una mesa con un matrimonio joven con sus 2 hijas. Nos sonríen, un poco apurados. Aunque ahí no acaba la cosa, el perverso Ali le invita a sentarse en nuestra mesa. Y ahí tenemos al tipo sentado al lado de Simone, con cara de lerdo, borracho como una cuba y (ahora) completamente cortado. El silencio se apodera de nuestras vidas. Bernardino rompe el hielo y ofrece a Simone una vuelta por la ciudad, a lo que ella responde con una gran sonrisa y un “no entiendo el italiano” la mar de significativo. Este hombre está jodido. Unos minutos después se disculpa y se larga. Incluso intenta salir por la puerta trasera, que siempre está cerrada. Creo que necesita ayuda. Pero la familia a los que acompañaba antes a la mesa, , están mirando para otro lado (me temo que concienzudamente).

Ya bien entrada la noche nos metemos en la discoteca Esperanza. Hay que ir obligatoriamente; como ya dije, ponen música para toda la isla: publicidad agresiva a rabiar. Es un antrillo en una primera planta con una terraza afuera donde se concentra toda la gente alrededor de la única barra. En el interior sólo la pista, con una decoración muy funky y de 0 a 3 parejas restregándose a ritmo de zouk. La cervecita al mismo precio que en el bar, que en la tienda o en casa de cualquiera. Eso es unificar criterios. En un rato el ambiente se caldea, otros 2 gallos haciéndose los machotes. La chica es muy bonita y va de lo más arreglada con un radiante vestido azul ajustado a las caderas. ¡Y qué caderas!; pero no tanto como para partirse la cara por ellas. Obviamente los gallitos no piensan igual y se agarran y ruedan por el suelo. Duca, fortachón donde los haya, va e intenta separarlos y de inmediato desiste, ellos no son tan fortachones, pero tienen un motivo. La cosa está igualada, se van zurrando el uno al otro alternativamente. Entonces aparece un negro de 2 por 2 que rondaba por allí, coge a uno de ellos y se lo lleva al hombro como si fuera un costal de harina.

Me han dejado tan sorprendido... ¡Se estaban dando puñetazos! La pelea típica en San Vicente, aunque en Sal también la he visto, funciona de la siguiente manera: dos tipos están encarados, se ofenden, se caldean y a pelearse. Una vez han decidido que se quieren dar de hostias, cada uno sale por un lado y todos los que les rodean se apartan unos cuantos metros, por lo que pueda pasar. Cada uno de los contrincantes va a buscar “algo” para lanzar al otro: una piedra del tamaño de un melón, una botella vacía, o cualquier otra cosa que pueda servir (tienen un gran sentido de la improvisación). Cada sistema de lucha tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Para mí éste es bueno, el que corre lo suficiente queda a salvo. Además, así no se hacen daño en las manos. Las mujeres son distintas, ellas sí se pelean cuerpo a cuerpo, con uñas y todo eso. Conozco una camarera que estuvo con la cara hecha un mapa más de un mes, aunque se lo tomaba con mucha naturalidad. “Es que me querían quitar a mi hombre”, me dijo mientras yo retrocedía 2 pasos instintivamente.

De vuelta a la bôite, todo debiera estar tranquilo. Pero no. Ahora hay otros 2 que discuten sobre cual de los contendientes tenía razón y empiezan a zurrarse. Los separan y entonces esos mismos se enzarzan en otra pelea. Es el cuento de nunca acabar, yo soy un excursionista cansado, voto por marcharnos y la propuesta es aprobada por unanimidad. Salgo de la disco Esperanza con la esperanza de no volver. Mañana hemos reservado una excursión más en el camión grande de Duca.

El domingo amanece y Duca no tiene el camión disponible. ¡Oh, qué lástima! Conservamos el alquiler de la Toyota, claro que es a él a quien le toca coger el volante. Le pedimos como niños entusiasmados que nos lleve al norte de la isla. Ahora todo parece (y es) muy sencillo. Las bifurcaciones están chupadas, como si tuvieran flechas: camino no hay más que uno. Llegamos a Praia Real, aquella bahía maloliente. Duca nos explica que el tufo se debe a que aquí pescan tiburones pequeños, les sacan el hígado, que es la parte más preciada y los devuelven al mar. Lógicamente no sobreviven a la cirugía y acaban apestando.

Al final levantamos campamento en Ponta Rica. Ésta sí es una playa solitaria. Ali ha traído una caña de pescar para mí. Voy a debutar en primera. Me enseña a colocar los anzuelos y demás parafernalias. Me siento raramente presionado, sin la libertad que me daba el amateurismo de mi anterior arma de pesca. Aunque he de reconocer que una vez lanzo el sedal hacia el mar me siento emocionado. Al menos durante 10 segundos, hasta que se me engancha el anzuelo. A Ali le sucede lo mismo y grita: “¡Duca! ¿Qué mierda de playa es ésta? ¡Está llena de rocas!” Duca se acerca tranquilo y nos muestra un espigón que entra en el mar. “Es allí donde tenéis que ir y lanzar bien lejos”. No sé, no sé. Duca es un tipo estupendo, pero esa manía de dar consejos y ánimos para la pesca con aire de experto y las manos en los bolsillos… Vamos hasta donde nos ha dicho y a mí se me vuelve a enganchar el anzuelo. Decepcionante, mi primer día con caña y no voy a conseguir pescar ni una miserable sardina. Las chicas nos animan desde lejos, mientras yacen bajo el tenderete que les hemos montado con 2 parasoles y unos pareos. Qué consideradas. Al menos hoy hemos traido unas latas de atún y garbanzos. Aunque no pesquemos, no moriremos de hambre. Sin olvidar que bajo el mar está Jorge, arpón en mano; aún hay esperanzas.

Entre las provisiones hay 2 cajitas de cerveza y una botella de un aguardiente de caña que he comprado esta mañana. No tenía muy buena pinta, pero dado que el mundo exterior se ha olvidado de que ésta isla existe y no llegan provisiones, es el único que queda en Bila. Cuando Ali me ha visto aparecer con la botella en la mano me ha dicho: “Eso has comprado, es una porquería; vamos a morir”. “¿Tan malo es?”, le he preguntado un poco alarmado. “Auténtico mierdón”, ha rematado. “Pregúntale a Duca cuando llegue”. Y eso he hecho, cuando ha llegado le he mostrado la botella y él, gran defensor del producto nacional me ha dicho: “No, claro que no es malo. Está bien, ya lo verás”. Y sí lo estoy viendo, aunque un poco distorsionado ya que parece que hasta tiene un punto alucinógeno.

Tras reconocer ante mí mismo que la pesca no es lo mío, me dispongo a explorar los alrededores. Abandono la playa y empiezo a cruzar una extensión considerable de piedras planas rojizas que parecen llevar a otra cala. Voy dando saltitos de una a la otra y la verdad es que están calentitas. Mis pies descalzos se resienten y empiezo a proferir algún que otro ¡uy! Me hago el valiente y me digo que puedo hacerlo y continúo. 2 minutos después ya me arrepiento. Ahora me encuentro a mitad de camino y los ¡uy uy uy! son continuos; vuelvo o sigo, está claro que sigo. Cuando alcanzo mi objetivo tengo las plantas de los pies como 2 cochinillos braseados y no ha merecido la pena. Ni siquiera es una cala bonita, además de estar llena de neumáticos rotos.

Aún habrá más…

Mindelo, 19 de diciembre de 2005

© Fermín San Vicente


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