lunes, febrero 27, 2006

 

Todo sobre Maio (y VII)

Amanece un nuevo lunes; Jorge y Eneida han volado hacia Praia. Hoy es el cumpleaños de Andrea. Habría que ser doctorado en francachela para lograr algo divertido después de semana y media en esta tediosa isla. Saverio y sus amigotes nos han invitado a ir con ellos, a ver como pescan tiburones, con total naturalidad, como si nos invitaran a verles jugar una partida de petanca. Pero se nos va la mano con la siesta, llegamos unos minutos tarde y ya se han marchado. Para los que no recordéis bien la saga cinematográfica, o sencillamente no estéis duchos en la materia, os apunto que los cazadores de tiburones poseen un gran sentido de la puntualidad.

Como premio de consolación, Duca nos lleva a visitar Ponta Preta. Tiene delito que estando a un kilómetro y poco de Bila, todavía no hayamos ido a echar un vistazo. Al salir del pueblo vamos por un camino que atraviesa una urbanización (sin olvidar que estamos en Maio) con poca densidad de casas. Duca, el informador, nos va explicando de quién es cada una. “Ésa es de un alemán muy simpático que viaja mucho a Sudamérica; ésa de un español que le pega a la bebida cosa mala; y ésa de un portugués a la que su mujer abandonó el año pasado porque le daba unas palizas de escándalo”. Una de las casas llama especialmente mi atención. Han intentado darle forma de castillo, pero está tan poco lograda… tal vez como castillo de los Clicks de Famóbil... En fin, el objetivo de este conjunto es que sea un paraíso residencial. A ver si lo consiguen, pero deberían empezar por censurar las horteradas. Llegamos hasta el mar. Una gran playa de arena blanca realmente bonita, aunque cuando la marea sube, nos dice Duca, queda totalmente cubierta por el agua. A la derecha hay una zona rocosa contra la que Poseidón descarga su furia con una fuerza titánica. Según hemos oído, el lugar se cobró la vida de unos bañistas imprudentes. Duca también nos habla de los tiburones del lugar, que aquí los hay grandes de verdad (como los de la película), que aquí deberían estar Saverio y sus colegas si se creen tan chulos.

Ya en el pueblo nos enteramos de una buena, Bernardino, el italiano impresentable que abandonó la trattoria la otra noche en estado ultraetílico, tuvo su recompensa de vuelta a casa. Le dieron una paliza, le robaron la máquina de fotos, el dinero y todo lo demás… también. Sólo le dejaron los pantalones como acto de buena fe. Y la cara y el cuerpo algo magullados. Y ves a saber lo que hizo, o cómo fue, porque cuentan que sabe que le robaron y le pegaron debido a esa técnica detectivesca de la eliminación, ya que no se acuerda de nada. Simone, la muy malvada, se ríe mientras nos lo cuentan.

Por la noche, en el club social “La trattoria”, Andrea se ilumina como un faro en medio de la tempestad para salvar su fiesta de aniversario: iniciarnos en la cultura del gin-tonic en Maio. Y así el calor se hace más agradable. Pero la ginebra en este país suele ser Gordon´s, una marca a priori de lo más respetable. Pero digo yo que debe estar caducada o que no la fabrican en Inglaterra, porque a veces da un dolor de cabeza… Total, que nos cambiamos de bando y sobreviene el verdadero descubrimiento: el grog-tonic; o en este caso (y en esta franja del archipiélago), sería más acertado decir mierdón-tonic; nocivo para el hígado pero saludable para el bolsillo. Al ratito, animados por las canciones que brotan de nuestras gargantas desafinando felizmente, Andrea, capaz donde las haya, se compra una magdalena, le pone un cacho de vela, la enciende y la sopla (a la tercera) cuando acabamos de cantarle el “Parabéns a você”. (Es el cumpleaños feliz portugués. Siempre les tomo el pelo con esto. Tanta rabia hacia los portugueses, tanta identidad nacional y no tener una canción de cumpleaños propia. Pasa lo mismo con el fútbol: todos locos por el Benfica y por la liga portuguesa. Eso lo entiendo, no se construye una liga de fútbol mínimamente interesante y competitiva en dos días, pero una canción de cumpleaños...). Con tanta alegría explotando en nuestros corazones, nuestros circuitos cerebrales, etcétera, no habíamos pensado en ello: el barco no ha venido. Mañana, mañana, afirman los lugareños convencidos. Y cómo no, nuestra confianza en ellos es ciega; ciega debida a la curda de mierdón-tonic.

También gracias a esa curda, el martes nos levantamos a mediodía. Hoy es el cumple de Simone. Y no es broma, nacieron así, una detrás de la otra, como si sus madres hubieran hecho una apuesta: ¿Qué te juegas a que yo adelgazo antes? Tras dedicarse nuestros hígados a la ardua tarea de eliminar los restos de la víspera, litros y litros de agua mediante, nos dirigimos a la trattoria. Anteayer compramos un kilo y medio de langosta por unos seis euros, justo en la playa. En esta época capturar langosta es ilegal por la reproducción; que se lo intenten explicar al chaval que las pesca. Total, que Fatú la ha cocinado. Con pimiento, cebolla y tomate, la llaman langosta sudada porque, al calor del fuego, dicen, el bicho va sudando dentro de la olla: una lógica aplastante. Y remedio de santo, la resaca se esfuma al poco de meterle mano a tan delicioso plato.

Por la tarde nos dan un chivatazo: Saverio y su troupe están pescando tiburones en Morro. Y allá vamos. Una familia de italianos que lo acompañan nos relatan cómo ayer pescó un escualo de veinticinco kilos. ¡Con una caña de pescar! Dicha familia, es un matrimonio con la hija que se han comprado una casita en Maio por internet y han venido a verla, aunque aún no está terminada. Y hay que ver como está la hija (que nadie piense mal, tiene casi mi edad). Las caboverdianas son guapísimas, pero una vez instalado aquí, lo exótico son las blancas. Ya se sabe, el eterno descontento. Volviendo a la pesca, parece ser que algo ha picado. No es la caña del maestro sino la de un alumno aventajado, si bien se está llevando una sarta de gritos sobre el modo correcto en que tiene que recoger el sedal, el cual está tan tenso que da la impresión de que se va a romper a la de tres. Pero no se rompe, y aparece el animalito. Éste es pequeño, mide más o menos dos palmos. Saverio lo coge con la mano como si fuera un hámster y le quita el anzuelo. Después toca sus dientes para ver lo afilados que están y sonríe. Allá cada cual con sus aficiones. Y nos invita a acariciarlo. Tocadlo, tocadlo, dice. Nos ha jodido. Respiro hondo, a ver si encuentro diseminadas en el aire partículas de coraje; y acerco la mano. Su piel es gomosa, como la de un delfín. Una vez nos hemos entretenido un poco lo devuelve al mar lanzándolo con fuerza. Presa nimia para un cazador tan experimentado.

De vuelta al pueblo, nos sacrificamos por el cumpleaños de la jornada y volvemos a darle al mierdón. Más canciones y Ali que se queja porque no le dejamos oír la telenovela. Simone decide pasar del pastel, pero no del regalo. Completamente desinhibida tras unos cuantos tragos, y con cara de malota, me pide prestado el teléfono para hacer una llamada. Tras hablar unos pocos segundos me lanza el móvil y cruza la calle sin decir ni adiós. El tal Saverio vive justo ahí enfrente. ¡Qué tía tan pilingui! Podría ser su abuelo, pero en este país no parece importarles la diferencia de edad; a ellas claro. A ellos sí les importa, pero a la inversa. Hace meses entrevistaron en televisión a una nena de diecinueve años que acababa de parir un hijo de un hombre con ochenta. El entrevistador dice: ¿No te da vergüenza? No, dice ella. ¿Por qué?, dice él. Y ella remata con una enorme sonrisa: Porque él es muy rico. Ali se emociona con la escapada de Simone y me dice: Ven conmigo. Sale por el patio trasero, da una vuelta rarísima y entra por un callejón. En realidad no es un callejón. Es una separación entre dos casas de unos ochenta centímetros de ancho que debe servir, por ejemplo, para acumular inmundicia o para que se escondan las ratas. ¡Benditos arquitectos, los de Cabo Verde! He visto cada cosa… Cada vez que abro una bolsa de “matutanos” (así las llaman aquí) miro dentro a ver si en vez de la calcomanía surfera de rigor me toca una licenciatura en arquitectura. Y ahí estoy con Ali, espiando contra mi voluntad la casa de Saverio. “Ya te lo dije, Ali, tanta telenovela no puede ser buena”. No parece ni escucharme. “Mira Fermín, ¿ves aquella luz en la ventana? Cambia de intensidad. Debe ser la televisión… ¿Tú ves algo? Quizá si nos subimos a mi terrado y reptamos podamos ver algo más. ¡Oh, fíjate! Ya no hay luz. ¿Qué querrá decir? ¡Qué fuerte! ¿Verdad?”. “Mira Ali, la verdad es que me aburro como una ostra. Si le hubiéramos pedido un par de butacones junto a la cama y hubiéramos llevado palomitas y cerveza y a esperar, a ver si se la cepilla o no se la cepilla, vale; ¡pero así no tiene gracia!”.

Mientras reposo mi culo en una silla sosteniendo una Super Bock, Duca me pregunta si mantengo contacto por internet con gente de España. Le respondo que sí, con un buen puñado de gente. Se le iluminan los ojos súbitamente, se acerca y comienza a hablarme despacito, tratando de que no pierda detalle de lo que me está contando. Me está ofreciendo un negocio, el negocio del siglo. Tan solo tengo que convencer a gente de Europa para que se compren una casa en Maio. Yo me encargo de los contactos y él de la construcción, fifty-fifty. Vamos a ganar cincuenta mil euros por casa. “Mira Duca, convencer a alguien para que se compre una casa por internet, a cuatro mil kilómetros de distancia y nos pague la mitad por adelantado, un año antes de que se construya…”. Él lo tiene claro, aquí hay unos extranjeros que lo están haciendo y se están forrando. Buena vida, eso es lo que tendríamos tú y yo. Igual que ellos, me dice melancólico. Sí, lo sé Duca, lo sé; buena vida, le respondo suspirando y mirando al cielo estrellado.

El barco tampoco ha llegado. ¿Y si nos vamos mañana en avión?, dice Andrea. Pues no puede ser, le digo. Sucede lo siguiente: el avión sale a las siete de la mañana y la oficina de TACV abre a las ocho; y en el aeropuerto no venden billetes. ¿Tiene usted un imprevisto? Con TACV, volar es un placer (si lo consigue).

Lo primero que hago al levantarme es asomarme al balcón y mirar con desconsuelo hacia el muelle: vacío. Nos han asegurado que el barco llega hoy y yo me jugaría una pierna a que no va a ser así. Y por otro lado, en las tiendas de comida se respira un trágico aire de necesidad. Hace días se acabaron las patatas, los boniatos, los plátanos. Ayer los huevos, el maíz. Hoy no hay refrescos, ni agua; sólo zumo de melocotón, fruta a la que soy alérgico. Qué se le va a hacer, al menos queda cerveza. A mediodía las teorías más optimistas se sostienen con mondadientes e hilo dental. No viene ningún barco. Nadie sabe nada. No puedo creerlo, nos vamos a perder el festival de Bahía das Gatas. Ni siquiera sabemos si algún día saldremos de esta maldita isla. Deambulamos por el pueblo cabizbajos y pensativos. Hablo por teléfono con un amigo de San Vicente para darle la funesta noticia. “Aún podéis venir mañana”, me dice. “No, no podemos. El Tarrafal -el ferry- sale esta noche de Praia hacia Mindelo”. Oigo una carcajada al otro lado. “Claro que no”, dice, “sale mañana, le han cambiado el día precisamente por eso, por el Festival de Bahía”. Eso mismo decía yo, que no había que perder la esperanza. Damos saltitos de puro júbilo. Un momento, advierto, no nos emocionemos demasiado. Hay que arrojar toda la fe en que el maloliente barco (la gente no para de cagarse en él) llegue mañana. Si no, habrá que empezar a preocuparse de verdad; no sólo por el dichoso festival, me veo luchando por nuestra supervivencia; persiguiendo cabras por la calle, pero esta vez con un machete entre los dientes.

Jueves 7:00 a.m. Tocan diana. Me muero de sueño, pero hay que hacer las maletas y limpiar el apartamento. Sí, hemos estado alojados por la cara y sólo falta que Fatú se tenga que poner la cofia por nosotros… A las diez estamos listos, y en el muelle ni un alma. El barco no tiene hora de llegada y mucho menos de salida. La semana pasada, dado que no trajo mercancías, media hora después de atracar soltó amarras y se fue. Con lo cual se quedaron en tierra un montón de PERSONAS NORMALES (no vale llamarlos empanados en este caso). Seamos positivos, se ahorraron el mareo. Llevamos las maletas a la trattoria, hoy no puede fallar. Desde el terrado de Ali también se avista el muelle. Nada. Paseamos por el pueblo buscando un bar o un oasis, da igual, un sitio donde aún quede cerveza. Y tras cuatro tentativas fallidas lo encontramos.

Cerca de mediodía un clamor sordo se extiende por el pueblo: el barco ha llegado. Decenas de vehículos se dirigen hacia allí. Andrea y yo hacemos dedo y nos plantamos en el muelle. ¡El barco no ha llegado! ¡LOS BARCOS han llegado! Los dos, el Cidade Velha y el Barlavento. ¿Cómo puede ser? ¿Son amiguitos y no saben viajar en días distintos hacia una isla casi incomunicada en la que la comida se está acabando? Un poco de racismo positivo: el tipo que guarda la puerta del muelle nos deja pasar sin pagar los cincuenta escudos de rigor. Vamos a la agencia a preguntar a qué hora va a partir el Barlavento. Me he resignado a que durante toda la semana no supieran qué día iba a venir SU barco, pero digo yo que tendrá una hora de salida. Digo yo que sí y ellos que no; que partirá cuando haya descargado. “¿Aproximadamente?”, pregunto. “Aproximadamente cuando haya descargado”. Andamos el muelle y paramos junto al Cidade Velha. Manuel, el capitán, se alegra mucho de ver a Andrea. “Hola guapa. ¿Qué tal las vacaciones?”, resuella su voz transoceánica. ¡Y a mí no me hace ni caso! Coño, Manuel, que somos compatriotas. Está claro que lo que mueve el mundo (de los hombres) es el sexo (de las mujeres). Cuando deja de babear con ella me mira y me saluda con dos palmaditas en el costado. Gracias. “El barco va a salir cuando descarguemos. Yo calculo que sobre las ocho o las nueve de la noche”. “Pero entonces perderá el enlace con el Tarrafal, que sale a las nueve de Praia”, le replica Andrea. “Ya, pero es que va lleno de mercancía. Mirad, está hasta los topes”. Tiene razón, lleno hasta la bandera; sobre todo de cajas de odiosa Super Bock, pero no deja de ser una mierda de barco. Este tipo se piensa que capitanea el Queen Mary II. Por esa regla de tres, el Barlavento que es el triple de grande lo habrán descargado pasado mañana. Hacia él nos dirigimos e indagamos hasta dar con el capataz. “La hora serían las tres, o sea que contar con las cuatro, cuatro y media”. Helo aquí, un hombre consecuente que sabe no sólo el nombre de su país, sino el tiempo que tardan en cocerse las habas. Esperanza, ilusión, esperanza... En el muelle el ambiente es frenético (sin olvidar que esta historia transcurre en Cabo Verde). Multitud de vehículos esperan a ser cargados y se lanzan a la ardua carretera, a recorrer los quinientos metros hasta el pueblo, con la relevante misión de solucionar los problemas de inanición que lo asolan.

Dado que aún faltan unas horas para embarcar vamos a matar algo de tiempo a la trattoria. Ali me pide que le acompañe a comprar provisiones. Los tenderos están con cara de dólar. La especulación es una plaga bien asentada, ¡viva la globalización! ¿Qué hacer con los pimientos si hace días que están borrados del mapa? Pues cobrarlos al doble.

Sobre las cuatro, Duca nos viene a buscar y nos acerca hasta el muelle. Va con el camión grande para hacer una recogida: aquel famoso generador eléctrico. Por lo visto el denostado Presidente de la Cámara no lo roba todo, también realiza (algunas) buenas acciones. Si bien hay quienes defienden que el generador ha llegado como fruto de las presiones. Ninguno de los dos barcos ha sido completamente descargado, pero están a punto de caramelo. Así que nos ponemos a jugar al pinto, pinto, gorgorito. Según los pronósticos, parece ser que el Barlavento va a tardar menos en salir, si bien invierte una hora más en el trayecto que el Cidade Velha, razón por la que éste es más caro y propina un mareo más contundente. Nos decidimos por este último, y después nos entra canguelo y nos vamos al otro, y volvemos a cambiar de idea, así hasta cinco o seis o no sé cuantas veces. Duca nos acompaña y nos ayuda muchísimo a dudar. “Éste, mejor éste”. “No, esperad, mejor el otro”. Y así vamos, recorriendo sesenta metros muelle arriba, y sesenta de vuelta muelle abajo, cargando con las maletas una y otra vez. Parecemos paletos de pueblo, y eso aquí, digo yo que es de lo más grave. Me estoy temiendo lo peor, con tanta duda… Elijamos el que elijamos la vamos a joder. El Cidade Velha ya está descargado, ahora sólo falta cargarlo… ¡de cabras! Una camioneta llena. Los caprípedos son demasiado tercos. Hago cuentas de lo que tardan en cargar una, lo multiplico por el número total, que son veintiséis y me da que si siguen así de lentos van a tardar tres horas. Cargarlas consiste en tirarlas desde el muelle hacia el barco, y luego ir atándoles los cuernos de unas a otras. Mientras contemplamos este abuso de poder el Barlavento leva anclas y se marcha. ¡Snif! La operación de las cabras se vuelve cada vez más lenta, así que recurro a la psicología e intento convencerlas con dulces susurros de que las llevan hacia la capital, hacia una vida mejor. Y quien no quiera que no me crea, pero parece que funciona.

Una hora después surcamos el océano y adelantamos al Barlavento. Acertamos. Y aún así vamos justos de tiempo, aunque eso sería teniendo en cuenta que el Tarrafal salga de Praia puntual. Y eso, con todo el rollo del festival (o simplemente de Cabo Verde), va a ser poco menos que imposible.

FIN

Comments:
Besos Lindo Decadente....
The end...mucho emocionante!

Saudade
Nefer
 
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